3. El pago de una deuda.

Me encontraba lavando la ropa de mi madre y del insoportable de mi padrastro. Ya no soportaba más, ayer fui lavarle unas ropas a doña Beth. Sinceramente, este dia, me sentía demasiado cansada pero no tenía opción. Esa lavada me permitió conseguir el alimento para mi madre, así que no podía simplemente negarme y lave mucho, ya hoy estoy lavando lo de mama y de su marido. Deseaba poder escapar, irme lejos con mi madre, pero no tenía a dónde ir, por lo que deciste a ese pensamiento.

Terminé de tender la ropa y me dirigí a mi pequeña habitación. Me detuve a pensar en qué hacer después. Dejé todo listo, pero justo cuando estaba por relajarme, la puerta de la habitación se abrió bruscamente y luego se cerró. Ricardo entro a mi habitación

—Hola, querida hermanastra— replico con esa voz que tanto me molestaba.

—¿Qué quieres? —le solté, sin esconder mi enfado.

Se acercó más, y yo instintivamente retrocedí hasta la cama. A mi lado, la pequeña lámpara. La agarré con fuerza, sin quitarle los ojos de encima.

—Si te acercas más, te juro que te golpeo —le advertí, dispuesta a cumplir.

Él soltó una risa forzada.

—Tranquila, no te preocupes. Solo quería charlar contigo, ya sabes, como buenos hermanastros.

—Si piensas hacer algo, no te lo voy a permitir —lo corté—. Soy capaz de todo con tal de evitar que un idiota como tú me haga daño.

Él se acercó más, ignorando mi advertencia. En varias ocasiones intento abusar de mi y no se lo pienso permitir.

—Esa boquita que tienes... algún día alguien te la va a callar, pero quizás lo haga yo.

Mis manos temblaban, pero me mantuve firme.

—Eres un enfermo.

—Vámonos lejos de aquí —Pidió de repente—. Deja a tu madre y todos los problemas.

Lo miré con asco.

—¿Estás loco? —le respondí, incrédula—. ¿Cómo puedes decir eso? Casi crecimos juntos como hermanos.

Él negó con la cabeza, burlón.

—Yo nunca te vi como una hermana. Eres diferente... Eres mujer. Además, que tiene si te vi crecer, eso me ha hecho ver lo bien que has crecido.

—Pero para mí sí lo eres. Así que, aléjate o te golpearé —le dije, alzando la lámpara como advertencia—. No permitiré que un enfermo como tú se acerque a mí.

Él sonrió, malicioso.

—Di lo que quieras. Algún día vas a cambiar de opinión, eres una estúpida, deberías agradecer que te quiero sacar de esta mala vida.

—El único estúpido aquí eres tú. Tienes más de 30 años y te comportas como un asqueroso.

—Ay, tranquila —me interrumpió, con desdén—. Ni que fueras una niña de 15 años. Tú y yo podríamos...

No lo dejé terminar.

—Jamás. ¡Lárgate o gritaré! Los vecinos van a escucharlo todo.

Eso lo detuvo. Me miró por un segundo antes de girarse hacia la puerta.

—Está bien, está bien. Me voy. Pero piénsalo. Nos vamos lejos, deja que mi padre y tu madre se encarguen de la deuda. No es tu problema.

—Mi madre no tiene nada que ver con los líos de tu padre. Nunca la dejaría por alguien como tú —le respondí con frialdad.

El sonrió a carcajadas.

Cuando finalmente salió, solté un suspiro de alivio. Estaba harta, agotada. Quería huir de esa casa, de esa vida, pero no tenía dinero, ni un lugar adonde ir.

El resto del día pasó en un borrón, hasta que llegó la tarde, mi padrasto Jonathan regreso y con su típica cara de pocos amigos, me miró molesto.

—¿Qué hiciste hoy para cenar? —me preguntó como si yo le debiera explicaciones.

—Nada. Hice avena para mi madre, mañana se lo llevare. —le respondí.

—¿Avena? —bufó—. ¿Cómo le vas a dar esa porquería a tu madre?

—Es lo único que había —le dije, conteniendo la ira—. Por lo menos va a comer algo.

—¿Y nosotros qué? —se quejó, acercándose a mí con agresividad.

—Busca tú qué comer —le dije, firme.

Antes de que pudiera reaccionar, levantó la mano, listo para golpearme, pero me alejé rápidamente.

—Eres una inútil —gruñó—. Ya te he dicho que tienes que ayudar más. ¿Crees que tu madre y yo vamos a seguir trabajando todo el tiempo? Las negras como sacaran mucho billetes, así que anda pensando en dejar tus estudios.

—Usted esta loco, ni siquiera trabajas desde que mi madre empezó a ganar bien. Le has quitado todo —le respondí, sin miedo.

—Estás en mi casa —espetó, enojado—Aquí mando yo.

—No es tu casa —le recordé—. Es la casa de mi madre.

—Yo la he mejorado, ¿sabes?

No tenía sentido seguir discutiendo con mi padrastro. Estaba harta de todo.

—En fin, ya sabes que hacer.

Después de un rato, él salió, me quede pensativa en que hacer con tantas cosas. Me senté en la cama, agotada, y cerré los ojos, deseando con todas mis fuerzas que algo cambiara.

En la mañana, me levanté decidida a ir al hospital a ver a mamá. Calenté la Avena, y hice tortillas, cuando finalice, me preparé rápido, al salir me encontré con mi amigo Manuel, quien se ofreció a llevarme.

—Vas al hospital—Asentí cohibida. Subí en la parte del copiloto.

Mientras manejaba, me lanzó una mirada de reojo antes de replicar.

—Dime la verdad, Naira. ¿Tus hermanos y tu padrastro te están hostigando? Estás sola con ellos, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

—Sí, pero ¿qué voy a hacer? Es lo que hay.

—Puedes quedarte en mi casa— me ofreció. Lo miré sorprendida. Ni loca. Su padre me cae mal... Si él supiera lo que su padre ha dicho a mis hermanastros, que quiere estar conmigo y que hasta me pagaría bien, no lo creería. Pero no podía decirle eso.

—Tranquilo, yo estoy bien. No me pueden hacer daño, me puedo defender—, le aseguré.

—Naira, eres una mujer sola contra tres hombres. ¿Cómo podrías defenderte?

—¿Por qué piensas que soy débil, Manuel? No lo soy. Puedo defenderme, sea como sea. Tranquilo, y gracias.

El asintió sin decir nada más.

Después de media hora, llegamos al hospital. Me dirigí directamente a la habitación de mamá. Estaba sentada mientras el médico la evaluaba.

—Buenos dias— Saludé y el medico me devolvió el salido con un ademán.

—Pronto le daremos el alta a su madre, señorita. No se preocupe—, mencionó el doctor. Agradecí sus palabras, aunque me pidió que siguiéramos vigilando su presión los próximos días. Mamá me miró y me sonrió débilmente. Le llevé un tortillas y pancito tostado que comió despacio. Nos pusimos a platicar un rato.

—¿Fuiste a la escuela hoy, Naira?

—No, no fui—, le respondí, algo incómoda.

—No me digas que estás trabajando de nuevo—, me dijo con tono de preocupación.

—Solo hice unas chambitas para los vecinos—, intenté tranquilizarla.

Ella suspiró profundamente y me acarició el rostro. —Te quiero mucho, mi niña preciosa. No quiero verte así. Perdóname por todo lo que estás pasando por mi culpa.

—No digas eso, mamá. Pronto estarás en casa y todo estará bien.—Me detuve antes volver a hablar — Mama quiero que consideres irnos lejos. Por favor, hazlo por mí—Le pedí.

—Naira, por favor, no hablemos de eso. Tú sabes que amo a mi esposo.

Yo suspire, tranto de no seguir el tema, la conocia y esta mas que enamorada de Jonathan. No quería preocuparla más. Besé su cabeza, y me despedí porque tenía que terminar de lavar unas sábanas para uno de mis vecinos. Eran más de las siete de la noche cuando cogí el metro de vuelta a casa. Al llegar a mi barrio, noté un grupo de personas observando algo cerca de mi casa. Sentí un mal presentimiento y apuré el paso.

Vi a mi padrastro discutiendo con unos hombres, y había una limusina estacionada. El miedo me invadió. Rápidamente, me acerqué sin ser vista. Escuché a mi padrastro suplicando:

—Te pagaré como sea, pero por favor, escúchame.

Me acerqué más y vi a un hombre con sombrero al lado de él. Mi padrastro, temblando, dijo en voz baja: —Si quieres… te la entrego a ella. Es una muchacha virgen y te puede servir como pago. Por favor, recíbela.

¿Que, porque yo? Abrí los ojos sorprendída.

Mis piernas flaquearon y mi corazón se detuvo. ¡No podía creer lo que estaba escuchando! Mi padrastro estaba dispuesto a entregarme a esos hombres. Mi voz tembló cuando susurré:

—¿De qué se trata esto?

El hombre del sombrero se acercó, quitándose los lentes.

—¿Estás seguro de que quieres entregármela, como compension por la deuda?—, preguntó con una voz que me heló la sangre.

—Sí, llévatela— murmuró mi padrastro.

—Mijael—mencionó el tipo.

Intenté correr, pero otro hombre me sujetó del brazo.

—Vamos, súbete al coche— ordenó con frialdad.

—¡No! ¡Por favor, no me lleves!—, rogué mientras las lágrimas caían por mis mejillas. Jonathan firmó un papel sin dudar, y mi corazón se rompió al verlo tan tranquilo mientras me vendía.

—Deberías pagarme más por ella— aguego hacia el desconocido quien no dejaba de verme, su mirada era siniestra.

—¿Más? Te haré volar los sesos si sigues pidiendo más—declaró con una risa cruel.

Ya no podía luchar más. Me subieron a la limusina mientras gritaba y pataleaba. El desconocido se acercó, me miró a los ojos y me hizo un gesto de silencio. Mi cuerpo temblaba de miedo y desesperación. ¿Cómo podía estar ocurriéndome esto? Que hice mal para pagar algo que ni siquiera yo había usado.

Resulta ser que soy el pago de una deuda.

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