Un poquito de orden era lo que necesitaba aquel despacho. Revisaría por segunda vez el no haber dejado documentos importantes fuera de mi carpeta, ni dejar atrás nada de lo que tuviera algún apego personal. ¡Listo! visto esto, ya no quedaba nada en aquel lugar que me retuviera por más tiempo.
Una hora más tarde pude salir del edificio, queriendo cantar “Libre” de Nino Bravo, y agradeciendo el silencio de voces demasiado expectantes. La peor parte de haber recibido innumerables muestras de aprecio recargado, entre otras muchas apenadas despedidas que realmente no esperaba.
Era hora de continuar con mi camino, aunque sabía que no podría desprenderme del todo del trabajo que aquella sucursal precisaba de mí. ¿¡Y qué joder!? Me animé voluntariamente, aquel era el momento de cumplir el siguiente nivel de mis expectativas.
¡Mente fría! se burlaba mi subconsciente, pues ¿quién sabe? Quizá desde aquel momento, todo podría cambiar a mejor.
*****
—¡Ya era hora! Casi no llegas, ¿es costumbre en los jefazos eso de hacerse esperar o qué? Digo para ir aprendiendo —reía Henry elevando la voz para hacerse escuchar sobre el rugido de la música.
—Por supuesto, así ensayas una buena entrada en escena y animas el ambiente que te esperará expectante al pasar —, me burlé siguiéndole el juego, bajando un poco a su altura para acercarme a su oído.
—Pues creo que funciona amigo —añadió dándome un toque perspicaz con el codo —. Ya ves, ellas te comerían a lametazos, ¡las tienes a todas en el saco!
Le miré entornando los ojos al reconocer a Gisela, a la par que sorprendido por la elección de palabras que había empleado. Quise suponer que su juventud le jugaba en contra. ¿Cuántos años tendía Henry?... ¿veintitrés, veinticuatro? ¡Qué se le iba a hacer! me rendí encogiéndome de hombros.
Yo ya superaba los treinta con creces, y por alguna razón, aquel rollito de ir rompiendo corazones por donde pasaba, se excedía de mis aspiraciones. Incluso en ocasiones, la intensa atención que despertaba, atacaba con vehemencia a mi introvertida timidez.
¡A ver, a ver! Asúmelo Peter, me reñí por lo bajo, no quieras dártela de santo mártir, ni siquiera de medio monje, porque hubiera asumido que mis encuentros amorosos, se mantendrían alejados de toda vista pública.
Era necesario y otra importante de mis reglas morales, eso de mantener secreta mi posición como CEO de mi reconocida empresa, sobre todo a las chicas con las que llegaba a compartir las experiencias más íntimas.
¡Sí! Me gustaba echarme fuera del plato de la honradez de vez en cuando, con encuentros sexuales fortuitos y efímeros, siempre con mujeres que me resultaran inaccesibles, de esas que exudan poder y amor propio. De las que me miraban como a una opción más y no, como la oportunidad de conquistar el mundo a mi costa. Por desgracia para la señorita Smith, ella estaba incluida en el segundo grupo.
¿El por qué? Pues en realidad no sabía cómo había llegado a aquella conclusión, y supuse que quizá, estaba todo en mi cabeza. La chica se veía tan diferente aquella noche que me obligué a dejar de sacar suposiciones sobre ella. Su cabello caía como una cascada dorada sobre su espalda, y con aquel mini vestido oscuro como la noche, tan ceñido que marcaba cualquier detalle poco accesible con su habitual uniforme, parecía ser otra mujer ajena a la responsable y sumisa secretaria habitual. Pero, ni siquiera así estuve tentado a mirarla de más. ¡Era mi empleada, joder!
Tampoco es que le tuviera inquina a la chica, ¡para nada! Al contrario, me sorprendía el haberle encontrado ese punto de sutil sensualidad, con ese cierto aire osado en la mirada que me estaba echando.
—La verdad es que no sé cómo aún no te la has tirado —interrumpía mi insistente amigo junto a mi oreja —. Está la tipa ¡que te mueres!
Bajé la mirada negando al pensar en hasta dónde aguantaría aquella sarta de palabrería insultante de mi buen amigo, antes de hacerle callar. Carraspeé incómodo y entramos en la sala, buscando quedar ajeno a las miradas.
Caminé directo hacia la barra con la excusa de pedir las bebidas en primer lugar, bastante chafado tras descubrir que aquella velada había terminado siendo parte de una encerrona para quedar reunidos casi todos los becarios y secretarios de la oficina central. ¡Menudo plan!
No era que me molestara, ni que mi ánimo dependiera del puesto que cada uno desempeñaba dentro de mi empresa, tan solo, quizá, de la manera en que ellos me verían a partir de ahora si me atrevía a ser yo mismo tan de cerca. Tenía que seguir guardando cierta distancia, me dije, mantener la compostura o echaría por tierra todos mis esfuerzos pasados para ser respetado como un superior.
—Ponga dos rondas de chupitos de tequila en aquella mesa, por favor —pedí al camarero que me atendió nada más verme. Volví a girarme para ver que Henry ya venía en mi busca.
—¡Ven amigo! Es hora de celebrar con tus trabajadores, ¿o acaso te vas a quedar en la barra?
Puse cara de malhumorado sin querer sacar mi decepción del momento desperdigando por la boca, para finalmente seguirle. Sí, bueno, intentaría mantener el tipo, ser buen tío en general, relacionándome sigilosamente con los demás. A fin de cuentas, siempre les había tratado con buen ambiente y generosidad, ¿por qué no intentar hacerlo fuera del ambiente laboral?
—¡Venga señor Maillard! Únase a la fiesta —vitorearon casi al unísono. Yo solo les sonreí cortésmente.
Tres rondas de chupitos más tarde, ya notaba el "mareíllo" de no saber tomar. Mis risas sonaban altas sin un cierto sentido ni juicio, e iba notando como mi temple se iba debilitando trago a trago.
—¡Henry amigo! Ya va siendo hora de que me vaya... —sugerí atrayéndole hacia mí con la leve prudencia que me quedaba.
—¡No! Pero si aún es temprano —se quejó —, vamos a bailar un poco a la pista con las chicas y luego te vas, ¡venga jefe! A partir de mañana ya te desharás de nosotros.
Entorné los ojos y decidí ceder por última vez a sus peticiones, ya había llegado hasta allí así que un baile más no me haría daño.
De repente me vi rodeado, viendo como muchos de mi personal, disfrutaban de la música actual mucho más que yo. Cosas de la edad, suponía. Una mano rodeó mi cintura para empezar a contonearse bajo mis caderas ¡Madre mía! Menuda agilidad de movimientos altamente impúdicos.
Gisela siguió con su animado baile acoplando su cuerpo al mío, sonreía eufórica disfrutando de la sintonía y sumergiéndome en el momento. Era muy guapa, pensé una vez más viéndola tan de cerca, y su sensualidad me invadía aumentando la temperatura de mi cuerpo. La agarré por la cintura inconscientemente. Sí... Una vez más podía sentir la embriaguez impidiéndome darme la vuelta y salir pitando de aquel entramado.
—Es agradable verle fuera del lugar del trabajo señor —susurró junto a mi oído, haciendo que un cosquilleo recorriera mi espalda. Le sonreí levemente, fijándome en su mirada halagadora.
—Lo es, todo un cambio —acepté cortés.
Bailamos durante toda la canción, sin poder alejar de nosotros las miradas curiosas de quienes nos rodeaban, susurrando sin disimular su consternación.
Gisela empezó a sentirse abrumada, al igual que yo, por las atenciones que nuestro baile había despertado.
—Lo siento señor, yo... —susurró alejándose y bajando la mirada al notar mi incomodidad.
—No te disculpes, estamos fuera del trabajo ¿no? Y por favor, llámame Peter, al menos en esta ocasión —dije queriendo quitarle hierro al asunto.
Dando un paso atrás, me alejé, dejando un espacio entre nuestros cuerpos. Tendría que buscar a Henry, me dije queriendo ubicarle con la mirada entre el gentío. Tenía que finalizar aquella noche antes de acabar tirando mi buen nombre por el suelo.
Me tambaleé un poco y su mano me sujetó con fuerza.
—Así me gusta jefe, veo que se lo está pasando bien ¿eh? —me guiñó el ojo con complicidad. Yo le miré molesto —. Tómate una más, ¡venga Pet! A esta ronda invito yo —añadió poniendo otro chupito junto a mí para tentarme.
La tomé sin pensarlo demasiado, tenía que buscar la manera rápida de escaquearme.
—Amigo, yo ya me despido, es hora de que termine la fiesta para mí.
— ¿En serio? Pues vaya pena, solo son las cuatro de la madrugada y yo esperaba amanecer aquí ¿No se anima? Y ya va directo al aeropuerto ¡Luego ya podrá dormir a pierna suelta en sus “Islas Afortunadas!”
—Pues vaya, Henry, menuda decepción. Veo que eres una mala influencia... —solté con voz molesta —. Y te extralimitas con facilidad —le acusé irónicamente, pero lo más serio que pude simular, pudiendo ver como cambiaba su semblante ebrio hasta rozar el temor de haberse sobrepasado.
—No jefe, yo solo... —titubeó con cara de cordero degollado y yo me reí en respuesta aliviando en unos minutos su expresión. Tampoco es que fuera un ogro, pero debía seguir comportándome como el líder que ya era.
—Tranquilo Henry, tú sigue con tu celebración —estiré la mano para darle un saludo de despedida —. Estaremos en contacto y créeme, te tendré vigilado.
Con las manos juntas nos reímos con complicidad. Sí, era un buen chico, algo joven y voluble, pero responsable en su sano juicio, después de todo.
—Nos vemos pronto amigo —me despedí dándole la espalda y saliendo victorioso de allí.
Pero por supuesto, aquella noche no había terminado y nuevamente yo sería tentado a romper todo atisbo de mi reservada integridad.
El sonido sordo de mi móvil me hizo abrir los ojos de sopetón, cayendo en la cuenta de que me había quedado traspuesto mientras maldecía mis últimas acciones en seminconsciencia. Me levanté de un salto, aún con el condón colgado a medias en mi inactivo pene. Vi de soslayo cómo mi acompañante dormía plácidamente como habiendo ejecutado a la perfección su confabulada maniobra de seducción. ¡Que no se despierte! recé en mi fuero interno mientras entraba en el aseo contiguo. No se me apetecía en absoluto disimular mi falta de interés entremezclado con mi mal humor vespertino. Me miré durante un segundo en el espejo... ¡Serás estúpido! me culpé. Ya oía las llamadas de mis colegas felicitándome por tremenda hazaña. Ahora sí que te has puesto la medalla de honor al cabronazo del año. No pude dejar de hostigarme, con mi típico mal humor mañanero hasta que oí su voz. —¿Peter? —repetía contrariada Gisela tras la puerta. Decidí salir y enfrentarla de una vez, a fin de cuent
Me moví algo incómodo, preguntándome si me quedaba mucho tiempo con mi bella acompañante de vuelo. No más de dos horas, me convencí repentinamente ansioso. ¡Bien! Tenía el tiempo suficiente para saber más de ella, para poder tener su número o quizá buscar la manera de encontrarla tras salir de aquel avión. ¡Peter, no tienes remedio! me culpé. Pero en esta ocasión ignoré esa vocecilla estúpida de mi subconsciente, leyendo el folleto de evacuación del avión sin ponerle demasiada atención. ¿Cómo no iba a sentirme así de excitado con una mujer tan interesante como aquella? Mis ojos volaron disimuladamente a controlar sus gestos, escribía algo en una servilleta, pero ¿qué...? En un instante cambió de postura, dispuesta a levantarse. Mis ojos midieron su cuerpo que ahora quedaba alzado frente a mis ojos, inclusive sus pechos, los cuales pasaban lentamente sobre mis ojos, pero ¡joder! Mira para otro lado, me dije. Y en seguida vi el mensaje, pues la servilleta había quedado a mi merced
Olympia... Repetía mi subconsciente sin poder evitarlo, mientras la embestía sin parar, sujetándola contra mi cuerpo ejerciendo cierta fuerza. Su nombre era peculiar sin duda, pero toda ella parecía ser icónica. La admiraba abrumado mientras sus facciones se acentuaban demostrando lo placentero de aquel encuentro. La embestí sin parar durante no sé cuánto tiempo, notando sudorosos nuestros cuerpos a medio desvestir, gozando de una excitación sin igual. El sonido medio amortiguado por las turbinas del avión, encubrían eficazmente los sonidos acuosos que demostraban lo húmedo de su sexo dejándome entrar en ella sin dificultad. ¡Qué bien se sentía joder! Su suavidad sexualizada me invadía como una ráfaga de frenesí, una droga dulce y placentera que consumirías una y otra vez buscando la embriaguez que inoculaba. Aspiré su aroma rozando su mejilla, era imposible no empalmarme con solo verla llegar al clímax una y otra vez pero, ¿cuánto tiempo podríamos alargar aquella atrevida proeza
Paré mi perorata interior al ver que paraba en seco su contoneo y buscaba a alguien entre el gentío que aguardaban tras la puerta de llegadas. No había demasiada gente y tras un segundo de infructuosa búsqueda, la noté maldecir por lo bajo e impacientarse. ¿Acaso sería testigo de un romántico reencuentro con su novio? ¿O quizá, la ansiosa llegada de una mamá siendo recibida por sus hijos? Bah, ni de coña, Olympia no parecía ser una esposa, o una mamá promiscua que se pasaba de la rutina de un hogar a encuentros sexuales en los aseos de un avión. Al menos de eso quise convencerme y en mi fuero interno deseé de verdad que aquellas posibilidades estuvieran bien lejos de la realidad. —¡Oly! —sonó una voz afeminada que se acercaba desde las puertas de la terminal —. Ya estoy aquí mi niña linda. Yo estaba lo suficientemente cerca como para advertir las maneras poco masculinas de aquel extraño que se acercaba a ella, demostrándole su afecto con la misma familiaridad de un hermano
¡Buenos días! saludaba mi machote elevando las sábanas desde el amanecer. Sí señor, cómo me alegro de verte tan animado, reí divertido sujetándomela con cuidado, para levantarme de un salto de la cómoda y amplia cama de hotel. Wow, era súper temprano, sin duda una de las ventajas de vivir “una hora menos” ¡Y sí, no es que fuera literal! Pero era el pensamiento típico en aquellas “Islas Afortunadas” donde la franja horaria parecía elevar nuestros ánimos más de lo que sería típico o normal. ¡Al menos conmigo lo estaba consiguiendo! Eso, y que probablemente mi desahogo de anoche había influenciado en mi nueva sensación de libertad, porque ¡joder! No había tardado nada en venirme con tan solo retomar el morbo que aquella delirante mujer me provocaba. Y así, en varias ocasiones, hasta el punto de quedar satisfecho y tan relajado que no tardé en sumirme en un profundo y ansiado sueño reparador. Me di una ducha refrescante para ponerme algo cómodo y fresco para bajar a desayunar.
El despertador de mi smartphone me avisaba de que era hora de dejar de ser tan ocioso y me levantara de aquella siesta tan improvisada como inusual entre mis habituales tareas diarias. Me estiré sintiéndome más ligero que en toda mi vida, y reí ante la extraordinaria sensación. ¡Efecto cambio de rutina! Ahora sí que me sentía un poco más yo. Pero tendría que darme prisa o no llegaría a tiempo a la noche de copas con mi queridísimo socio Mario. ¡Bah, menuda ilusión! ironizó mi voz interior. Me abrumaba un poco el verme obligado a enfrentar este tipo de situaciones, a consecuencias de mi nuevo puesto, así que tendría que encontrar la manera de que no se convirtiera en costumbre o buscaría algún tipo de excusa plausible para zafarme sin problema, de aquellos molestos compromisos extra laborales. Elegí un look algo más elegante para la noche, pero no tanto, al menos le di un toque casual al look trajeado con una camiseta ligera de algodón y unos zapatos de piel de ante y sin br
Tenía que buscar la manera de hablar con ella, me dije totalmente comprometido con no desperdiciar esta nueva oportunidad, pero de repente, Olympia anunció el tener que ir a los servicios y salió casi disparada de nuestro lado. —Mira ¡qué sorpresa! —dijo Mario mirándome mientras volvíamos a acercarnos al grupo—. Quién me iba a decir a mí, que después de tantos años, volvería a ver a la singular señorita Betancourt. What?! Gritó mi mente a punto de explotar, pero ¿de quién estaba hablando? ¿De verdad cabía la posibilidad de que Mario, mi cargante socio, también la conociera? —¿Hablas de Olympia? —quise sonsacarle al instante, buscando mi voz más neutral, pero sintiéndome ligeramente nervioso por tanto cúmulo de coincidencias. —Bueno, fue algo así como mi primera novia, pero una pasajera —alzó los ojos, quitándole interés —. En aquellos años, era una tipa muy estirada y no era mi estilo, pero tenía buenas peras —rio socarrón y yo tuve que tomar aire para no perder la paci
—Me da que eso ha dolido —reí caminando tras ella, y aprovechando para acercarme a su oído, ella me miró con una icónica sonrisa de triunfo pintada en sus hermosos labios. —Supongo, aunque conociéndole, solo ha sido un rasguño en su alterado ego —añadió, y ambos volvimos la vista hacia mi magullado compañero notando cómo este disimulaba su dolorido orgullo. —No sé qué te habrá contado, pero fue un capullo... —soltó de repente y noté como cambiaba su voz, ¿acaso seguía dolida por ese desengaño? —Aunque eso sea parte del pasado, no puedo tener una buena opinión de alguien como él. Sin quererlo, comprendía a la perfección su reacción, ella poseía una superioridad moral muy evidente, sobre alguien como Mario. Por supuesto, aunque tuviera alguna virtud como gestor de ventas, no conocía ninguna otra. No poseía control en su arrogancia, ni de lejos, era el hombre más discreto, y eso conseguía transmitir su mezquindad. Pero Olympia, parecía querer ofrecerme una disculpa sobre lo que ac