Liz se percató del momento exacto cuando a Nathan se le transformaba la mirada de amante a depredador en cuestión de segundos y luego el cuerpo que la había hecho suya momentos antes ahora se movió con una precisión letal. Liz observó, paralizada, cómo se ponía a medias el pantalón de chándal negro. El sudor aún brillaba en su torso cuando sacó un arma del cajón de la mesita de noche y la familiaridad con la que la empuñó le recordó quién era en realidad.—Nathan... —Su voz sonó pequeña.—Cierra con pestillo —instruyó él, su mirada encontró la suya—. Y no abras. No importa lo que escuches.Liz no supo qué responder, pero él no se movió.—Júralo —susurró.Entonces, Liz asintió al notar la determinación en sus ojos, porque no parecía la resolución fría de un asesino, sino la ferocidad protectora de alguien dispuesto a matar por ella. Por primera vez, Liz entendió que sus promesas no eran solo palabras.—¡Nathan! —La voz de James sonó más cerca. Afuera del pasillo. Liz se movió entonces
Liz no se movió una vez que Nathan se fue, excepto para cubrirse con la colcha. Pasaron horas hasta que reunió el valor suficiente y salió a su habitación, pero en cuanto el agua tocó su piel, sucedió lo de siempre y se echó a llorar, y es que había convertido el baño en su lugar sagrado para limpiar sus penas sin sentir vergüenza. Sus dedos rozaron las marcas que Nathan dejó en su piel, testigos silenciosos de la pasión que compartieron antes de la llegada de su padre. Y las preguntas que siempre la atormentaban sobre Richard se mezclaron esta vez con una traición más antigua y dolorosa, porque descubrió que todo lo compartido con Amelia, fue una mentira desde el principio.Se obligó a salir y se envolvió en una toalla hasta llegar al escritorio, donde había dejado el diario de Amelia. Lo encontró junto a otros en el desván, mientras buscaba pruebas contra los Kingston, pero lo que descubrió fue devastador. Cada página fue un puñal a recuerdos que creyó sagrados: las tardes comparti
Nathan observó las puertas cerrarse tras Liz. Sus dedos apretaron la cadena que acababa de entregarle, el metal clavándose en su palma. Sus labios aún vibraban con esas tres palabras que ella pronunció antes de desaparecer.Lo amaba.Un gesto de triunfo hizo que sintiera la cara arder, él el temible King de las calles más peligrosas de la ciudad, pero sucedió antes de que pudiera contenerlo. Él, que había pasado las últimas semanas comportándose como un imbécil, alejándola con palabras cortantes y silencios helados, había conseguido que ella lo amara. La ironía no se le escapaba. Pero esas eran palabras peligrosas que convertían objetivos en personas y que hacían dudar a hombres como él.El pasillo de la clínica olía a desinfectante y muerte, no lo soportaba, porque le traía malos recuerdos. Nathan se pasó una mano por el rostro, consciente del tiempo que se le escapaba. Mario ya debería estar borrando cualquier rastro de Liz Turner en la villa, producto de la visita de su padre.Su
El antiséptico le golpeó las fosas nasales. Nathan apretó los dientes mientras cada paso lo llevaba de vuelta al día en que tuvo que reconocer el cuerpo de su madre y debió fingir que desconocía lo que le ocurrió.Una enfermera ahogó un grito al ver sus manos ensangrentadas, pero él la ignoró. Lo único que le importaba era encontrar a Sam.—¿Samuel Brennan? —preguntó con voz ronca, irreconocible incluso para él mismo.—Sigue en cirugía —respondió otra enfermera tras el mostrador sin molestarse en levantar la vista. Su indiferencia lo enfureció más de lo que debería—. Si es familiar, puede usar la sala de espera y en cuanto esté disponible, él se reunirá con usted.Nathan siguió su mirada hacia un monitor en la pared, donde el apellido del médico parpadeaba en la lista de cirugías activas. Quiso arrancarlo de ahí con las manos, En cambio, sus pasos lo llevaron hasta la capilla del lugar. Un espacio que había evitado desde lo de Liz, pero en ese momento, le pareció el único refugio posi
La consciencia llegaba como una marea. Primero fueron los sonidos: pitidos rítmicos, el susurro de tela, voces distantes que flotaban sin sentido. Luego, el dolor. No agudo, sino profundo, como si cada célula de su cuerpo protestara en silencio y en momentos así, la oscuridad parecía el mejor refugio contra esas sensaciones abrumadoras.Intentó moverse, pero su cuerpo se sentía ajeno, pesado. El más mínimo, enviaba ondas de dolor que hacían que los pitidos se aceleraran. De pronto, una mano gentil se posó en su brazo, y el contacto, para su sorpresa, la reconfortó.—Shh, tranquila. —Esa voz varonil y profunda atravesó la bruma, anclándola a la realidad—. Estoy aquí. No intentes moverte.Quiso responder, decirle que lo escuchaba, que entendía, pero su garganta ardía como si hubiera tragado diamantes. Algo frío tocó sus labios. Hielo. Y el alivio fue instantáneo.Solo entonces notó la sequedad en su boca, el sabor metálico que impregnaba cada respiración. A través de sus párpados pesad
El aire del almacén abandonado olía a sangre y miedo. Nathan siguió con la mirada las gotas carmesí que se deslizaban por el mentón del traidor, deleitándose en cómo temblaba cada vez que se acercaba. Este era su elemento, la danza entre la vida y la muerte, el poder absoluto sobre otro ser humano. Lo extrañaba.—Me dijeron que recibiste un buen pago. —Limpió la hoja del cuchillo con deliberada lentitud, el metal destelló bajo la luz mortecina—. ¿Cuánto vale tu lealtad, Cruz?El hombre atado a la silla escupió sangre, manchando sus propios zapatos italianos de doscientos dólares comprados con su dinero.—Por favor... yo solo... Tengo familia, señor… King.Nathan presionó la punta del cuchillo bajo su mandíbula, lo suficiente para extraer una gota de sangre fresca. Walter no había conseguido una mierda con él y temían que lo matara sin obtener nada, así que por eso ordenó que lo curaran, lo alimentaran y se lo dejaran para después. —Tres de tus compañeros resultaron heridos y también
El aroma a incienso y vodka golpeó a Nathan en cuanto abrió la puerta de la mansión Mikhailov. Las velas en los candelabros de plata oscilaban frente a los antiguos iconos ortodoxos, y el papel tapiz carmesí.Tania Mikhailov lo esperaba con una toalla bordada entre las manos temblorosas, sobre ella, un trozo de pan negro de centeno y un recipiente de plata labrada con sal kosher. Sus ojos, hinchados y enrojecidos, mantenían la dignidad de generaciones de nobles rusos. El samovar de cobre en la mesa lateral silbaba suavemente.—Dobro pozhalovat, Nathan Kirólievich —dijo Tania, usando el patronímico como señal de respeto.Nathan inclinó la cabeza y y cumplió con la tradición. El pan negro, denso y agrio, se deshizo en su boca.—Spasibo —murmuró, y Tania esbozó una sonrisa quebrada.La siguió por el pasillo. Los hombres de traje negro, algunos miembros de la bratva y de la comunidad rusa interrumpieron sus conversaciones al verlo pasar. Sus miradas lo seguían: el americano, el heredero
El espejo le devolvía fragmentos de un rostro extraño bajo las vendas. Isabella Hamilton. El nombre ya no sonaba ajeno en su mente, no después de cuatro semanas repitiéndolo cada vez que una enfermera nueva aparecía con su tableta de medicamentos.Observó las marcas violáceas que se desvanecían alrededor de sus ojos. El dolor persistía, pero ya no la hacía rogar por morfina. Se había vuelto parte de ella, como el sonido del monitor cardíaco o el olor a antiséptico.La puerta se abrió sin el golpe de cortesía habitual. Liz se giró, esperando ver a Nathan. En cambio, un enfermero alto revisaba su expediente y la miraba cada tanto con demasiado interés. No llevaba la identificación del hospital en el uniforme arrugado, y sus manos sostenían la tableta médica como si fuera un objeto extraño. Incluso su postura era demasiado rígida, y aunque podría estar pecando de paranoica, no le gustó.—Isabella Hamilton —dijo él sin levantar la vista—. ¿Cómo te sientes hoy?Su voz tenía un filo que no