El aire del almacén abandonado olía a sangre y miedo. Nathan siguió con la mirada las gotas carmesí que se deslizaban por el mentón del traidor, deleitándose en cómo temblaba cada vez que se acercaba. Este era su elemento, la danza entre la vida y la muerte, el poder absoluto sobre otro ser humano. Lo extrañaba.—Me dijeron que recibiste un buen pago. —Limpió la hoja del cuchillo con deliberada lentitud, el metal destelló bajo la luz mortecina—. ¿Cuánto vale tu lealtad, Cruz?El hombre atado a la silla escupió sangre, manchando sus propios zapatos italianos de doscientos dólares comprados con su dinero.—Por favor... yo solo... Tengo familia, señor… King.Nathan presionó la punta del cuchillo bajo su mandíbula, lo suficiente para extraer una gota de sangre fresca. Walter no había conseguido una mierda con él y temían que lo matara sin obtener nada, así que por eso ordenó que lo curaran, lo alimentaran y se lo dejaran para después. —Tres de tus compañeros resultaron heridos y también
El aroma a incienso y vodka golpeó a Nathan en cuanto abrió la puerta de la mansión Mikhailov. Las velas en los candelabros de plata oscilaban frente a los antiguos iconos ortodoxos, y el papel tapiz carmesí.Tania Mikhailov lo esperaba con una toalla bordada entre las manos temblorosas, sobre ella, un trozo de pan negro de centeno y un recipiente de plata labrada con sal kosher. Sus ojos, hinchados y enrojecidos, mantenían la dignidad de generaciones de nobles rusos. El samovar de cobre en la mesa lateral silbaba suavemente.—Dobro pozhalovat, Nathan Kirólievich —dijo Tania, usando el patronímico como señal de respeto.Nathan inclinó la cabeza y y cumplió con la tradición. El pan negro, denso y agrio, se deshizo en su boca.—Spasibo —murmuró, y Tania esbozó una sonrisa quebrada.La siguió por el pasillo. Los hombres de traje negro, algunos miembros de la bratva y de la comunidad rusa interrumpieron sus conversaciones al verlo pasar. Sus miradas lo seguían: el americano, el heredero
El espejo le devolvía fragmentos de un rostro extraño bajo las vendas. Isabella Hamilton. El nombre ya no sonaba ajeno en su mente, no después de cuatro semanas repitiéndolo cada vez que una enfermera nueva aparecía con su tableta de medicamentos.Observó las marcas violáceas que se desvanecían alrededor de sus ojos. El dolor persistía, pero ya no la hacía rogar por morfina. Se había vuelto parte de ella, como el sonido del monitor cardíaco o el olor a antiséptico.La puerta se abrió sin el golpe de cortesía habitual. Liz se giró, esperando ver a Nathan. En cambio, un enfermero alto revisaba su expediente y la miraba cada tanto con demasiado interés. No llevaba la identificación del hospital en el uniforme arrugado, y sus manos sostenían la tableta médica como si fuera un objeto extraño. Incluso su postura era demasiado rígida, y aunque podría estar pecando de paranoica, no le gustó.—Isabella Hamilton —dijo él sin levantar la vista—. ¿Cómo te sientes hoy?Su voz tenía un filo que no
Isabella apartó la mirada de los pétalos aterciopelados de las rosas negras que descansaban sobre la mesa blanca a su lado. Las acababa de llevar la enfermera que tenía asignada y se las entregó con una sonrisa enorme, pero no le pudo devolver el gesto. Nadie debía saber que ella estaba ahí, y el nudo en su estómago se apretó aun más cuando notó la tarjeta que colgaba del jarrón. Sus dedos rozaron el papel grueso sin atreverse a abrirlo, y retiró la mano como si quemara, aunque después de darle vueltas al asunto, le dio un tirón."Isabella, espero que tu recuperación sea pronta y favorable. Recibe este humilde detalle de mi parte para presentarme y mantener la esperanza de que en un futuro próximo compartiremos una cena con la mujer que ha sido capaz de cautivar a un Kingston. James Kingston" Se concentró en el paisaje más allá de la ventana, pero ni siquiera la vista del jardín en flor logró calmar el latido acelerado de su corazón. La había encontrado. Seguro lo sabía.Bajó de l
—¡Vamos, Bella! ¡Una más! —La voz de Jorge retumbó en la habitación convertida en gimnasio, mezclándose con el zumbido constante del aire acondicionado. Su rostro, marcado por la metralla, se iluminó con una sonrisa infantil mientras repetía el apodo que tanto le gustaba usar.—Solo tres repeticiones más, Bella y habremos terminado por hoy.Isabella reprimió una sonrisa mientras sus músculos temblaban bajo el esfuerzo de la última serie. Al principio, la costumbre del ex marine de llamarla “gatita” la había irritado, pero ahora que cambió a Bella encontraba cierto consuelo en su manera simple y directa de tratarla.Jorge la observó con ese orgullo característico que había desarrollado desde que comenzó a velar por su recuperación y le sonrió, haciendo que las cicatrices que surcaban su mejilla izquierda se estiraran. Se sentía mal cada vez que recordaba cuántas veces se alejó de él en la cabaña, intimidada por su estatura y aspecto cuando era el hombre más dulce y cuidadoso que habí
—¿Me dirás de una vez a dónde vamos? —Isabella acomodó su cabello, pero sus dedos temblorosos no hacían bien el trabajo, mientras seguía a Nathan a través del estacionamiento del centro comercial. El aire fresco de la tarde se sentía extraño en su piel después de tantas semanas de encierro. Supuso que esta era otra de sus pruebas, evaluar si nadie la reconocería en público con su nueva identidad.—¿No puedo solo querer pasar una tarde contigo? — Nathan sonrió, ese hoyuelo marcándose en su mejilla de una manera que la hizo imitar su gesto.—Isabella Hamilton debería estar de vuelta en Toronto —murmuró, pero su mano encontró la de él casi por instinto, entrelazando sus dedos.Entrar al Arcade fue un estallido sensorial de luces y sonidos, tan diferente a la quietud monástica de la villa que por un momento la abrumó por completo.—¿En serio? —arqueó una ceja, divertida al ver a Nathan, siempre tan controlado, insertando fichas en una máquina de carreras como un niño en Navidad.—¿Asustad
Nathan observaba el rostro de Isabella mientras salían del centro comercial, sus ojos aún brillaban por el llanto tras el encuentro con Emma cuando reconoció el Mercedes negro de Richard junto a Amelia, entrando al estacionamiento.Su primer impulso fue tomar la mano de Isabella para contenerla, pero eso habría llamado su atención. Y además, ya no era Elizabeth, la mujer que necesitaba su protección constante. Esta nueva versión de ella lo único que requería era espacio para crecer, aunque eso lo estuviera matando por dentro.—¿Te gustaría cenar fuera? —propuso, poniendo música—. Hay un lugar que quiero mostrarte.Su corazón dio un vuelco al reconocer en ella la misma sonrisa plena que Elizabeth solía darle cuando la sorprendía con pequeños detalles, y por un momento, las dos mujeres se fundieron en una en su mente, haciendo que el deseo de reclamarla fuera casi insoportable.El restaurante era elegante sin ser pretencioso, con manteles blancos y velas sobre las mesas. Isabella tiró d
Isabella se quedó mirando las siluetas de Nathan y Walter recortadas contra las luces del puerto, pero sus voces elevadas llegaban distorsionadas hasta ella mientras sostenía el arma en sus manos. La sentía más pesada que nunca y sin poder enfundarla, aunque sabía que debía hacerlo. El mundo a su alrededor parecía moverse a través de un cristal empañado, mientras hombres de Nathan los rodearon luego de aquel intercambio de disparos, y levantaron un par de cuerpos sin vida, entre ellos el del hombre al que asesinó.No era el acto de matar lo que la perturbaba, sino la facilidad con la que su cuerpo respondió, como si hubiera estado esperando este momentoLa discusión entre ambos hombres se intensificó. Walter dio un paso al frente, desafiante, y su sonrisa torcida le recordó al depredador que siempre relacionó con él. Lo veía cerca de Nathan todo el tiempo, pero a la vez era distante, no acostumbraba hablar con nadie en las fiestas, sin embargo, jamás se iba solo.Había algo magnético