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3. Fisuras en el castillo

Liz entró en la oficina esa mañana, desvelada, pero disfrutando el silencio del fin de semana. El sábado era su día favorito para ponerse al día con los reportes de las nuevas propiedades, porque solía imaginar en lo que podían convertirse después de hacer su magia con las renovaciones, como cuando era niña y acompañaba a su padre.

Se sentó en su escritorio, respirando hondo, y luego vio a Richard entrar a su oficina. El corazón le dio un vuelco al verlo fresco y campante. No había vuelto a casa después de la fiesta, y aunque se excusó por un mensaje por algo del trabajo, su presencia tan temprano la tomó por sorpresa.

—No estoy lista para esto —murmuró, concentrándose en el correo que estaba redactando.

Liz evitó mirarlo durante un par de horas y el tiempo pasó demasiado lento hasta que el ruido de tacones resonó en el pasillo. Al levantar la vista, vio a Amelia entrar en la oficina con su característica energía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó extrañada, porque no tenía nada pendiente que trabajar con su empresa de diseño de interiores y ella odiaba llegar a la oficina los fines de semana.

—Vengo a secuestrarte, sabía que estarías aquí. Te invito a almorzar al nuevo restaurante de la quince.

—Acepto, pero… ¿Qué hiciste ahora, Amelia Kingston? —Liz la miró inquisidora.

Su amiga se mordió el labio, conteniendo apenas su emoción, hasta que una carcajada salió de su pecho mientras se cubría las mejillas.

—Es que no me lo vas a creer. Conocí a un hombre increíble y fue… ¡La mejor noche de mi vida! Todo un semental.

La frase sorprendió a Liz. No era común escuchar eso de sus labios y, para ser sincera, agradecía la interrupción, así que cerró su laptop y recogió sus cosas.

Amelia no perdió tiempo y la abrazó por detrás para decirle:

—Quisiera que lo vieras como yo.

—¡Vaya! Pues preséntame a ese caballero, prometo que lo intentaré. —Liz le sonrió indulgente.

Amelia la había pasado muy mal con los hombres que elegía y ninguna de las dos lograba encontrar la razón, porque era una mujer maravillosa, empresaria, hermosa y tenía un gran corazón. Pero si este era el hombre, sería feliz por ella y se olvidaría por un momento de sus propios problemas.

Cuando estaban por salir, Richard apareció y les dedicó una sonrisa arrogante. Liz, temiendo otro de sus encontronazos con Amelia, la empujó sutilmente para seguir adelante.

—Así que por fin lo atrapaste —comentó Richard al mismo tiempo en que miró su reloj.

—Siempre logro mis objetivos, querido —le respondió Amelia con una sonrisa ladina.

—Vaya, Amelia, eres toda una diablilla —Richard negó devolviendo el gesto.

La vio ponerse los dedos en la cabeza, simulando serlo mientras se movía de manera sensual frente a él y ambos soltaron una risotada que a Liz le pareció extraña. Intercambiaron unas palabras en voz baja antes de reír de nuevo. Aunque le agradaba que ya no se tiraran pullas, el tono cómplice entre ellos le resultaba inquietante, pero intentó sacudirse esa sensación incómoda que comenzaba a formarse en su estómago.

—Sé que está loco por mí —agregó Amelia en voz alta en tono presuntuoso.

—No creo que debas hablar así sobre hombres que conoces de una noche —le aconsejó Liz con una voz más firme de lo habitual mientras cerraba la oficina.

Aunque vaciló, porque no quería enfadarla. Pero ambos se rieron de nuevo, y no entendió el motivo detrás del humor compartido entre ellos. Se preguntó en qué momento se hicieron tan amigos como para que ella no se diera cuenta, si por años fue la mediadora entre ambos.

—Te veo en casa —le dijo A Richard y este endureció la mirada, pero asintió, al señalar el pasillo.

* * *

Desde que salieron de Legacy Real Estate, Amelia no paró de hablar de su “hombre maravilla” con el que estuvo hasta que se acomodaron en la mesa que reservó en Giorgio’s. Y mientras cortaba un trozo de filete, describió cada detalle de su noche de pasión con una sonrisa sugerente en los labios.

—No sabes lo que es sentirse tan viva —dijo, con la mirada brillante de emoción—. Ese hombre hizo que mi cuerpo se despertara de un eterno letargo.

Liz luchaba por concentrarse en la conversación, sobre todo al notar esa sonrisa de triunfo que no se le había borrado desde que fue a su oficina. Pero la imagen de ellos riendo juntos la asaltó una vez más, y se le quitó el apetito.

—Richard no volvió a casa anoche —dijo Liz de repente, intentando que su tono sonara casual y despreocupado.

Amelia dejó caer su tenedor, con una expresión de desaprobación.

—Lizzie, ¿eso qué tiene de extraño? Sabes cómo son los negocios, cariño, así que no empieces a tejer tus retorcidas teorías de conspiración.

—Solo digo que…

—¿Qué ya no confías en tu marido? —Se llevó la copa de vino a la boca.

Liz se dio cuenta de que sonaba fatal, porque todos ellos se conocían casi desde niños, y apartó la mirada hacia los ventanales.

Alguien le tocó el hombro con sutileza y sonrió al reconocer a Sara Campbell de pie.

—¡Qué sorpresa, Elizabeth!

—Ven, únete a nosotras —Liz señaló la silla vacía, notando cómo la sonrisa de Amelia se tensaba.

Ella era la mejor amiga de su madre y fueron juntas a la universidad, por lo que le tenía un cariño especial. La conversación derivó hacia temas más ligeros hasta que Sara mencionó a una amiga común.

—Pobrecita, jamás imaginó que su esposo le haría semejante bajeza. Pero ya sabes lo que dicen: el que busca, siempre encuentra.

Amelia rodó los ojos con exasperación.

—Eso no nos va a pasar a nosotras y menos a ti, Elizabeth, porque tienes al mejor esposo del mundo.

Amelia posó su mano sobre la suya y Liz forzó una sonrisa, pero las palabras de Sara se clavaron en su pecho de inmediato.

* * *

Cierta ansiedad se posó en ella durante todo el camino de regreso a casa, preguntándose una y otra vez si las dudas que seguían creciendo en su interior tenían las bases suficientes o solo eran producto de su imaginación.

Entró al salón y se encontró a Emma con los ojos enrojecidos, jugando sola, así que dejó a un lado sus pensamientos y se sentó junto a ella para hacerle cosquillas. Primero rio, pero luego se echó a llorar contra su pecho.

—¿Soy una niña mala, mami?

—Por supuesto que no —respondió con cautela—. ¿Quién te dijo eso?

—Es que Beth se va.

—Oh, querida —abrió los brazos para acunarla—. Ella viaja mucho por el trabajo de su papi, pero podemos ir a verla a Dubái en vacaciones.

Casi se echó a reír al ver cómo se iluminaron sus ojos y asentía antes de echarse a correr por su muñeca favorita.

—¿Jugamos a las princesas, mami? —le preguntó, limpiándose la cara con torpeza.

Emma adoraba los cuentos de hadas, su pequeño mundo era una mezcla de fantasía que ella avivaba con fervor.

—Claro, amor. ¿Así que llorabas por tu amiga?

Emma miró hacia la cocina, y negó.

—Papá se enfadó.

Liz abrazó a su hija con fuerza, sintiendo cómo el corazón se le encogía de dolor. No debió haberse ido con Amelia.

—No llores, mi vida —dijo, guiñándole un ojo—. Ya sabes que los adultos somos un poco raros de vez en cuando.

Sonrió, aunque no podía dejarlo pasar. Una cosa es que tuvieran problemas de pareja y otra muy distinta que tratara mal a Emma solo porque llegó de mal humor.

Se acercó a la puerta que llevaba al jardín y verlo riendo junto a la piscina fue como una puñalada. Parecía tan ajeno a todo, mientras ella se debatía entre sus propios demonios y la lucha por seguir adelante, que cuando lo vio entrar y dejar el teléfono cargando en la encimera, Liz tomó el aparato por impulso, dispuesta a descubrir la verdad tras su comportamiento. Pero no esperaba encontrarlo bloqueado.

—¿Qué haces? —preguntó él, frunciendo el ceño y se lo quitó de las manos para conectarlo lejos de ella.

Liz sintió cómo su corazón se aceleraba.

—Solo… quería ver si habías recibido un mensaje importante.

—¿En serio? ¿Desde cuándo te consideras mi secretaria? ¿Acaso estás dudando de mí?

—No es eso, pero… —Liz se sintió indefensa—. Hoy Sara decía que…

—¿Sara? ¿Ahora esa anciana es tu consejera matrimonial?

Emma tropezó y el teléfono resbaló de la mesa, estrellándose contra el suelo.

—¡No! ¿Por qué demonios no puedes tener cuidado? —le gritó Richard, haciéndola llorar.

Liz abrazó a su hija.

—No es su culpa —dijo, apartando sus propias lágrimas.

—¿Estás insinuando que es mía?

Liz sintió un nudo en la garganta, incapaz de responder. Aunque quería gritarle que necesitaba una explicación para el abismo que se había abierto entre ellos.

—¡Solo eso faltaba! —se rio sin humor—. Iré a descansar un rato, porque no pegué ojo en toda la noche.  Espero que mientras duermo no sigas haciéndote ridículas historias en esa cabecita que tienes.

Las lágrimas de Emma provocaron las suyas, porque la vida que había conocido se esfumaba como humo entre los dedos.

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