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5. Doble traición

El fin de semana fue tenso entre ellos, pero Liz mantuvo la esperanza de que al llegar a la oficina todo mejoraría con la noticia que tenía. Vio cómo le servían el café y cuando estaba por pedir más azúcar, Richard entró al comedor y arrojó algo sobre la mesa. Reconoció el contrato en el que había estado trabajando de inmediato.

—¿Crees que soy un tonto? —preguntó en voz baja mientras apoyaba ambas manos en el otro extremo de la madera.

Liz levantó la mirada, confundida, y luchó por mantener la calma.

—Richard, logré cerrar el acuerdo de renta para el edificio. Creí que estarías… orgulloso —al final de la frase su voz tembló.

La sonrisa gélida de Richard le heló la sangre al verlo acercarse, acorralándola en la silla y, por instinto, se puso de pie. Pero no esperaba que la siguiera hasta que chocó la espalda contra la fría pared.

—¿Orgulloso? Todo lo que haces es sabotearme, Liz. Sabes que lucho a diario por mantener un pie tu legado, pero tú, con tus “decisiones” solo me dejas como un idiota frente a todo el mundo.

Ella tragó, conteniendo las lágrimas.

—¿No era lo que pretendías?

—Planeaba poner contra las cuerdas a ese idiota. —Su dedo golpeó su sien con cada palabra—. Pero —lo—arruinaste—pequeña estúpida. ¿Lo-entiendes? ¿Hum? ¡Responde!

Elizabeth se quedó rígida por el grito. Aunque al verlo entrecerrar los ojos y que volviera a golpear como un pájaro carpintero su cabeza, asintió, mientras el miedo trepaba por su espina dorsal. Richard se apartó dedicándole un gesto de desprecio.

—Nunca me respetarán, porque no haces más que recordarles el pozo del que provengo, mi querida esposa.

El dolor se expandió en su pecho tras su tono lleno de sarcasmo cuando la miró.

—¿Eso piensas? —dio un paso hacia él—. ¿Que no estoy haciendo todo lo posible por nosotros?

Sin previo aviso, Richard arrasó con la comida que había en la mesa y la vajilla de su tatarabuela se hizo pedazos. Lo vio girar y volver a acercarse a ella al gruñir muy cerca de su rostro:

—Si lo hicieras, ya habrías cumplido con darme el hijo que me prometiste. Te aseguro que no estaríamos mendigando un triste contrato a esos italianos.

—Richard…

Lo miró sin poder reconocer en ese hombre furioso y fuera de control, al jovencito que la enamoró con sus detalles. El mismo que la procuró por el dolor físico y emocional que sufrió durante el embarazo de Emma, pero ahora lo usaba en su contra.

—¡¿Qué?!

—Tenemos suficiente —musitó por enésima vez—. La clausula de la herencia que impuso papá…

—Estoy harto de tus malditas excusas, Elizabeth, de tu incapacidad por concebir.

No se atrevió a mirarlo a los ojos al escuchar eso. Si la descubría…

—Si administramos mi fideicomiso con sensatez…

—Deja de repetir lo que Sara te mete en la cabeza. ¡Cierra la boca! —gritó—. Es mejor que…

La risa de Emma junto a la de Ana, su niñera, lo interrumpió. Liz giró y notó sus grandes ojos azules como los suyos, asustados, fijos en ellos.

Ana intentó llevársela y pidió disculpas, pero el daño estaba hecho. Así que negó y ella le permitió que corriera a sus brazos. Liz no tenía idea de lo que iba a decir, pero se le formó un nudo enorme en el estómago al sentir la tibieza de Emma.

—No sé cómo puedes hacerme esto, Liz —El tono de Richard cambió, suavizándose al murmurar—: Mi peor error fue pensar que me amabas por lo que soy.

Liz cerró los ojos con fuerza cuando pasó a su lado, reteniendo las ganas de llorar para que Emma no la viera, hasta que escuchó la puerta al cerrarse de un portazo.

* * *

Liz se deslizó en la oficina de Richard mientras él estaba en una reunión. Mary, su secretaria, levantó la mirada de su escritorio.

—Señora Turner, ¿necesita algo?

—No me llames como a mi madre —la reprendió con ternura y le entregó un paquete de sus chocolates favoritos—. Richard se enfadará si no usas su apellido.

Sonrió al ver a la mujer mayor oscilar los ojos y hacerle un gesto para que continuara su camino.

—Me pidió que revisara unos documentos del proyecto en Riverside. —Liz mantuvo su voz firme a pesar del temblor en sus manos—. ¿Podrías mostrarme su agenda? Necesito confirmar unas fechas.

Mary asintió y le dio acceso al calendario digital. Mientras fingía buscar información del proyecto, Liz escaneó las entradas de los próximos días. Sus ojos se detuvieron en una cita para el jueves: Cena de negocios - Velvet Restaurant, 8 PM, pero Richard no había mencionado nada al respecto.

—Gracias —musitó de regreso a su oficina y le marcó a Clara.

—¿Me llamaste para confirmar la revancha? —dijo del otro lado.

—El partido tendrá que esperar, querida. ¿Encontraste algo en los estados de cuenta? —susurró, cerrando la puerta. —Lo siento, Liz. Las transacciones son normales: restaurantes, tiendas, nada fuera de lo común. —Gracias, Clara. Te debo una —se despidió con suavidad antes de cortar la llamada.

Luego murmuró para sí: —El Velvet. —Lo buscó en el navegador y leyó en voz baja—: Uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, ubicado en el Hotel Imperial. Dos estrellas Michelin, chef Armand DuPont. ¿Por qué me ocultas esta cena de negocios, Richard Crawford? Esposo mío.

El apelativo similar que usó esa mañana y en ese tono seguía haciéndole daño.

Cerró la laptop y se quedó mirando el cielo nublado desde su silla. La ciudad parecía seguir el mismo ritmo de siempre. En cambio, ella sentía que nada estaba bien en su vida.

* * *

Liz miró el reloj en la pantalla del móvil por quinta vez en diez minutos. Los números se burlaban de ella mientras intentaba concentrarse en el informe, pero las palabras se mezclaban sin sentido. Así que, vencida, cerró la laptop con más fuerza de la necesaria y salió de la empresa.

***

El trayecto a casa fue un borrón en su memoria. Para cuando llegó, Emma ya la esperaba con sus cuadernos desplegados sobre la mesa de la cocina, parloteando sobre su día en el colegio mientras hacían la tarea de matemáticas.

Liz asintió, sonrió y aplaudió en los momentos correctos, pero su mente seguía en esa misteriosa cita.

Después de cenar juntas y asegurarse que Ana llevaba a Emma a ponerse la pijama, Liz se cambió a un vestido negro simple y se despidió de ambas. Con el corazón, latiendo sin control, condujo hacia el Imperial.

Entró al bar del hotel, que desprendía un ambiente íntimo y agradable, se sentó en una mesa con vista al restaurante Velvet, pidió una copa de vino y fingió revisar su teléfono como si esperara a alguien.

Las horas pasaron lentas y no veía ninguna señal de la famosa cena de negocios. Su mirada se desvió a un pequeño grupo al fondo del bar y reconoció de inmediato a Nathan Kingston junto a una mujer pelirroja despampanante en compañía del famoso chef que vio esa tarde en internet. Pero no les tomó importancia, porque estaban demasiado enfocada en la sensación de inestabilidad emocional que la carcomía por dentro.

Se removió en su asiento, el estómago revuelto por los nervios y la incertidumbre. ¿Estaba exagerando? ¿Enloqueciendo? Algo era seguro, si Richard la encontraba ahí, se burlaría de ella, de lo que pretendía descubrir, cuando no era nada.

Era una tonta.

* * *

Tuvo que aceptar que sí, se había equivocado y llamó con un gesto a la camarera para entregarle su tarjeta. Volteó por última vez a la entrada del hotel.

La sonrisa que estaba dedicándose a sí misma se desfiguró en su rostro al ver a Richard atravesando el vestíbulo a paso veloz, sujetando a Amelia de la cintura, su mejor amiga, su confidente.

Se quedó paralizada, incapaz de apartar la mirada cuando se fundieron en un apasionado beso, riendo entre dientes, como un par de adolescentes enamorados. Los vio dirigirse a los ascensores, ajenos a todo lo que no fueran ellos mismos, mientras cada caricia, sus miradas cómplices, se hundían como una puñalada en su corazón.

Un nudo en la garganta se formó de inmediato al comprender la cruel verdad cuando se metían en uno de los ascensores y vio a su esposo presionar a su amiga contra la pared de metal, llevando su mano bajo su vestido.

Sintió que el bar giraba a su alrededor, pero salió dando traspiés, dispuesta a seguirles. Sus piernas parecían de gelatina mientras sus ojos veían con desesperación que la pantalla se detuvo en el piso dieciséis.

Esperó, luchando por controlar su respiración, confundida, tratando de dilucidar cómo y cuándo inició esto entre ellos. Había sido tan estúpida. Durante años y aún hacía unas horas, seguía creyendo que se odiaban, que le hablaban mal del otro, porque no se soportaban.

Richard no dejaba de repetir lo snob que era Amelia, y ella, que no entendía que se hubiese casado con un huérfano que no tenía nada que ofrecer, porque ni siquiera era tan atractivo. ¿Cómo no lo vio?

El ascensor se abrió y Liz asomó la cabeza, con las bilis en la garganta cuando vio la puerta del 1602 entreabierta, y los escuchó reír, luego gemir y gruñir como dos animales.

Se apoyó contra la pared, incapaz de sostenerse, y se dio cuenta de que no tendría el valor de enfrentarlos y que se burlaran de ella en su cara.

El sonido de sus gemidos llenó el pasillo, y el llanto amenazó con ahogarla. No podía moverse, porque no sabía qué hacer.

Entonces el golpe de una puerta cercana la hizo saltar en su sitio y escuchó a Richard maldecir.

—Tienes una boca deliciosa, Amelia.

—Solo para probarte mejor —dijo entre risas.

Del pecho de su esposo salió un sonido gutural que la desencajó y se echó a correr lejos de ahí, con el corazón partiéndose en un millón de fragmentos y con el eco burlón de aquellos sonidos que le recordaban cuán ciega había sido.

Llegó al estacionamiento sin saber cómo y escuchó su nombre. Alguien la hizo voltear cuando le cogió el brazo y chocó contra el duro pecho de Nathan. Lo vio mover los labios, pero no entendía.

El vino, el dolor y la traición se mezclaron, se inclinó sobre sus brillantes zapatos italianos y vomitó.

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