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4. Órdenes son órdenes

Nathan observó el Black Tide desde su asiento habitual, y aunque extraño, encontraba reconfortante el aroma a madera vieja del lugar. Walter entró como un vendaval, golpeando el hombro de un cliente que se apartó de inmediato al reconocerlo y negó sonriendo. Su amigo era un maldito engreído. 

Gloria se acercó a su mesa, su característico moño gris enmarcando un rostro curtido, pero aún atractivo. Sus ojos astutos y una leve sonrisa coqueta le daban un aire de sabiduría y picardía que delataba sus años como propietaria del bar. 

—¿Las chicas de siempre para los caballeros? —preguntó, deslizando una uña con delicadeza por el cuello de Walter.

La mención de su padre borró cualquier diversión que pudiera sentir Nathan por el nerviosismo de su amigo ante el gesto de la madura mujer. Su mandíbula se tensó, y Gloria captó la señal, alejándose con cadencia. 

Lo mejor era que mantuvieran la distancia: ella no estaba para juegos, y Walter era demasiado volátil para una vida tranquila

Lo observó deslizar un sobre manchado de café. Nathan lo abrió y encontró las instrucciones del atentado: ubicación, fecha y puntos ciegos para evitar cámaras. Aun así, frunció el ceño. 

—¿Esto es todo?

—Parece que sí. No dijeron más. —Walter se encogió de hombros.

Por costumbre, memorizó cada detalle en segundos y quemó el papel con la brasa del cigarro. Pero la ausencia de los datos del objetivo le inquietó.

Observó las cenizas desmoronarse en el cenicero mientras confirmaba el pronóstico del tiempo en su móvil y se lo mostraba a su amigo: Lluvia. Perfecto, pero complicado para la ejecución limpia que prefería.

—Sabes que detesto trabajar a ciegas —murmuró, estudiando el rostro de Walter.

Su amigo tamborileó los dedos sobre la mesa, evitando su mirada.

—Mierda. Solo sigue las instrucciones. La carretera estará vacía a esa hora, y con la lluvia… todo debería salir a pedir de boca. —Walter se pasó una mano por el rostro—. Deja de preguntarme tonterías, tengo muchos problemas para que te conviertas en otro.

Nathan entrecerró los ojos. Walter era el primero en insistir el repaso de cada variable hasta el cansancio. Esta actitud despreocupada no era propia de él.

* * *

Habían crecido juntos y sabía cuándo debía aguardar para enterarse de lo que traía entre manos.

Walter tamborileó los dedos sobre la mesa, evitando su mirada. Finalmente, soltó un pesado suspiro.

—June está embarazada.

Nathan detuvo el vaso a medio camino de sus labios. Ella era la hija bastarda del maldito Obispo. Observó la expresión derrotada de Walter mientras encendía un cigarrillo y exhalaba el humo sin dejar de mover la pierna derecha.

—Si yo fuera tú, ya le habría entregado un buen fajo de billetes antes de que todo esto explote en tu cara. No es un ambiente para un niño, y mucho menos con alguien así.

Walter asintió a medias.

—Lo sé… lo hice —sonrió de mala gana y le mostró el pequeño corte en la mejilla—, pero ya es tarde. El viejo lo sabe.

El silencio se instaló entre ellos. Nathan contempló su vaso, el líquido ámbar reflejando las luces tenues del bar. June era un desastre andante, una bomba de tiempo con sus arranques y su necesidad constante de desafiar a su padre. 

No quería decir que se lo advirtió, pero desde que notó ese brillo pervertido en sus ojos cuando los enviaron a sacarla de una pelea callejera de perros lo supo.

—Quiere que nos casemos —terminó.

Observó a su amigo hundirse más en su asiento y no pudo reprimir la carcajada. Andrews lo destruiría en la primera semana que se diera cuenta del tipo de demonio que estaba metiendo a su casa. Walter rio también al tiempo que le daba un puñetazo en el hombro. 

—Estaba por sentir lástima por ti, pero…

—No seas imbécil —respondió, pero de pronto se puso serio—. Sabes bien las implicaciones de esto.

Nathan asintió. En su mundo, las familias eran una debilidad que no podían permitirse. Un hijo significaba vulnerabilidad, y muerte.

Walter lo miró con una ceja levantada.

—Si fueras yo, ¿qué harías?

Nathan se encogió de hombros, dejando escapar una carcajada.

—Si se trata de June, preferiría que el obispo esparciera mis miembros en el mar —bromeó. 

Las risas resonaron entre ellos, pero se desvanecieron al instante. Aunque Nathan se quedó pensativo un momento. La idea de tener una familia en este mundo oscuro parecía una locura. 

Miró por la ventana. El puerto estaba en calma, pero a lo lejos se veían relámpagos que anunciaban una buena tormenta. 

Si él estuviera en esa situación… casi obligado a formar algo que pudiera llamarse hogar. Suspiró, recordando la promesa que le hizo a su madre mientras sostenía su mano ensangrentada y se miró la suya, con la misma sensación tibia y pegajosa y el olor penetrante en sus fosas nasales.

Iba a responderle a su amigo con sinceridad: Se iría sin mirar atrás, ejercería como abogado y disfrutaría de una rutina aburrida en un suburbio decente. Abrió la boca, pero la imagen de esa mujer imaginaria se difuminó, porque solo una loca accedería a abandonar el poder del imperio de los Kingston a cambio de una vida modesta. 

Se sacudió la silueta voluptuosa de esa rubia de la cabeza al alzar la mano hacia Gloria y señalar el trío de chicas nuevas que acababa de contratar y Walter se puso de pie en su dirección. 

Lo pensó mejor e imitó a su amigo. La noche seguía avanzando, y su lista de pendientes también. Así que lanzó un billete bajo el vaso y dejó otro entre los senos de la mujer de ébano que venía hacia él.

—Será la próxima, dulzura —dijo, lamentando no poder quedarse. 

* * *

Nathan arrojó las llaves sobre la mesa de cristal y aflojó su corbata. El silencio del ático lo envolvió mientras encendía su laptop. La pantalla iluminó su rostro en la penumbra, mostrando documentos sobre irregularidades en las importaciones marítimas.

Pasó las páginas sin procesar la información. El trabajo que le envió su padre lo inquietaba. Tomó su teléfono y marcó. 

No quería hacer esto, pero no tenía opción. Benson era la mejor fuente para resolver sus dudas sobre cualquier persona en la ciudad.

—Kingston —respondió el policía.

—Tengo un número de placa —dijo Nathan—. ¿Puedes buscarlo?

Después de unos momentos, Benson volvió con la respuesta.

—Ana Fiallos. Hispana. Limpia, sin antecedentes.

—Espera, ¿Nada más?

—No, excepto que es la niñera de Richard Crawford. ¿Marcada?

Nathan se acomodó en la silla del escritorio.

—Ajá. Envíame lo que tienes.

El expediente de la mujer apareció en su bandeja de entrada unos minutos después. Ni siquiera una multa. Vio su foto una vez más y la recordó del estacionamiento de los Windsor.

—Benson, ¿revisaste bien? 

Oyó la respiración pesada del policía al otro lado de la línea.

—Sí, pero deberías preguntarle a Crawford. Tal vez se cansó de su cara, porque no veo una amenaza aquí —consejo velado incluido en la respuesta.

Nathan terminó la llamada y luego contactó a su equipo de seguimiento. El informe solo confirmó sus sospechas: llevaba una vida predecible.

Exhaló con irritación, intentando adivinar qué podría saber esa mujer sobre ese imbécil, pero entendió que su trabajo no era cuestionar órdenes, sino cumplirlas. Si Richard Crawford la quería fuera del mapa, él se aseguraría de hacerlo.

Así era como funcionaba el mundo.

* * *

Nathan observó las carpetas esparcidas sobre su escritorio. Ese cargamento no podía desvanecerse en el aire. El retraso no solo obstaculizaba sus planes, sino que ponía a su equipo bajo la lupa.

Necesitaba hallar una solución rápida antes de que el informe manipulado de la policía escalara a una investigación federal y pusiera a Titan Logistics Co. en la mira, ya que el barco llevaba demasiado tiempo retenido. Y una vez que empezaran a tirar del hilo correcto, la imagen de su familia se vería afectada. 

Abrió otra carpeta mientras se frotaba las sienes. Los números de expediente bailaban frente a sus ojos hasta que un nombre captó su atención. Lo había visto antes, en otro contexto. Sus dedos se movieron hacia la segunda carpeta, abriéndola con precisión quirúrgica.

El nombre de Regina Blackwood, abogada, la amante del alcalde y en algún momento suya también, casi saltó de la página y Nathan entrecerró los ojos, las piezas encajando en su mente como en un rompecabezas macabro. Esa perra había metido sus narices donde no debía y se dio cuenta de que esto era más que una simple pérdida de mercancía.

Se levantó y caminó hacia la ventana, mirando los contenedores apilados a lo lejos; eran solo una parte del imperio familiar. Una sonrisa fría curvó sus labios: esta intrusión en su territorio no quedaría impune. 

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