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2. Ajuste de cuentas

Nathan siguió la voluptuosa figura de Liz con la mirada hasta que se perdió dentro del salón. Algo en su vulnerabilidad siempre despertó un instinto protector en él, pero esta vez lo aplastó de inmediato. No era momento para distracciones. Marcus Chen, el imbécil que le debía dinero a su padre, acababa de escabullirse hacia el baño.

Lo siguió con calma y al entrar tras él, lo encontró inclinado sobre el lavabo. Así que lo agarró por el cuello de la camisa y lo estrelló contra la pared.

—Una semana de retraso. Te advertí que no jugaras conmigo.

Chen tartamudeó excusas patéticas, pero Nathan lo silenció con un puñetazo en el estómago y lo vio desplomarse al suelo con un quejido lastimero.

La puerta se abrió de golpe y al voltear, notó el rostro de Richard Crawford contrayéndose al ver la escena, pero intentó disimular su nerviosismo con esa sonrisa falsa que tanto despreciaba.

—James mencionó que irían al golf. ¿Vas a…?

Nathan lo miró sin expresión. Crawford era un parásito, alimentándose de las migajas que su padre le arrojaba. 

—No.

Richard soltó una risa nerviosa y abrió la boca, pero Nathan suspiró al decir:

—Mejor sal de aquí.

Escuchó toser a Chen, así que no se molestó en mirar cómo desapareció el otro cobarde y se inclinó sobre él, lo que bastó para que el hombre sacara un ligero fajo de billetes y chillara:

—Es lo único que tengo por ahora. Te juro que antes del fin de semana…

—Más te vale —lo interrumpió—. O tus piernas serán mi parque de juegos.

Lo escuchó sollozar a sus espaldas, pero no le importó. Estaba tan harto de hacer esos trabajos. 

Entró al salón y se acercó a Walter, quien bebía tranquilo en la barra. Su amigo levantó una ceja al preguntar:

—¿Lo arreglaste?

—Por supuesto.

Su amigo asintió. No necesitaban más palabras. Nathan tomó un trago del vodka que le ofreció, y observó el mar de rostros hipócritas que llenaban el salón.

Entre la muchedumbre, una mujer de cabello oscuro atrajo su atención. Aunque llevaba un vestido discreto, sus curvas y sus ojos se le hicieron conocidos.

—Esa tiene un buen rato mirándote —dijo Walter, soltando una carcajada—: Anda, King, ¿por qué no le das lo que busca?

—Vendrá por ello, no lo dudes —respondió. 

Le dio la espalda y volvió a centrarse en su bebida, poco después la mujer ya estaba a su lado.

—Llevas demasiado tiempo solo, Nathan Kingston —dijo ella, tendiéndole una mano—. ¿Bailamos?

No recordaba su nombre, pero era evidente que eso no le importaba a ninguno de los dos. Así que la siguió a la pista. 

Cada paso suyo era provocador; sabía cómo moverse y disfrutó de la suave presión de sus cuerpos. Ella deslizó su mano por su hombro hacia abajo y en respuesta, Nathan bajó hasta su cintura, disfrutando de su jadeo.

La dejó contonearse contra él mientras le regalaba una sonrisa juguetona y acariciaba la dureza de su pectoral sobre la camisa, clavando la mirada en la suya para presionarlo, pero se negó a avanzar.

Nathan sabía que entre más la hiciera esperar, ambos saldrían ganando esa noche. Lo comprobó poco después cuando ella hizo que se inclinara hasta su altura para decir en tono desesperado:

—Tú y yo deberíamos buscar un poco de privacidad.

Nathan asintió y la tomó de la mano, despidiéndose con un gesto de Walter, quien negó con la cabeza, divertido.

* * *

Al salir al estacionamiento, la mujer se colgó de su brazo y su exquisito perfume lo envolvió. Entrecerró los ojos un instante, pero al siguiente distinguió a Liz tambalearse sobre sus tacones cerca de un auto mientras intentaba cargar a Emma. La niña dormía apacible en los brazos de su madre, y la niñera parecía tan agotada como ella. 

Un impulso lo hizo acercarse.

—Déjame ayudarte —ofreció y miró sus carnosos labios separándose para decir algo, pero Nathan ya había tomado a Emma, quien envolvió sus bracitos alrededor de su cuello.

Una sonrisa se le escapó. Colocó a la niña en el asiento del coche con cuidado, ajustó los cinturones y cerró la puerta.

—Ya está.

Al mirarla, se dio cuenta de que Liz jugueteaba con el bolso de mano que hacían brillar sus delicadas uñas y notó su habitual expresión insegura. ¿Se excedió?

Esa noche actuó sin pensar al acercarse en el jardín, pero se alegraba de verla. Llevaban meses sin coincidir en las fiestas del círculo que compartían, y encontrarla llorando lo descolocó.

Sí, estaba actuando como un estúpido y para terminar la noche con broche de oro, no pudo resistirse a dar un paso adelante y se inclinó al rozar su mejilla con los labios. Fue apenas un instante, pero sintió cómo ella contuvo el aliento.

—Buenas noches, Ángel —susurró.

La niñera soltó una risita y él no pudo evitar esbozar la suya, pero eso lo trajo al presente y se obligó a ir junto a la mujer que lo esperaba impaciente frente a su deportivo. 

Antes de entrar en su coche, aspiró con fuerza el aire frío de la noche. 

—¿Mi casa? —preguntó la mujer como para encarrilarlo de nuevo a su objetivo y funcionó.

—Un hotel —dijo, colocando la mano sobre su muslo descubierto un poco más de lo necesario. 

Permitió que eligiera la música para el camino, pero se arrepintió en la segunda canción cuando la escuchó cantar, así que aceleró. 

—Tienes mucha prisa, ¿no? —Esa mujer tenía el ego hasta las nubes, pero Nathan no respondió.

Solo pretendía obtener lo que ella ofreció. Tardó poco en llegar al Imperial, propiedad de su familia, y tomó el ascensor privado al mismo tiempo en que la mujer se abalanzó sobre él, besándolo con urgencia. 

Pero su mente traicionera se desvió hacia la turgente silueta de Elizabeth, la suavidad de sus gestos, esa elegancia natural que la hacía destacar sin intentarlo y cerró los ojos con fuerza, tratando de concentrarse en las caricias que estaba recibiendo. 

Un gemido suave escapó de ella y por un momento, su mente lo engañó, imaginando que era Liz quien se derretía bajo sus manos. Como una sombra persistente que se negaba a abandonarlo, y m*****a sea, lo disfrutó.

Pero el placer duró poco, porque recordó que no tenía derecho a fantasear con ella. Ya no. Aquella preciosura inocente había rozado su corazón hacía años, pero luego tuvo que verla casarse con un idiota manipulador.

Se pasó una mano por el cabello cuando recordó la noche de su boda, en contraste con su estúpida fantasía de imaginar que el hombre con el que se casaba era él. Estaba consciente de que jamás iba a ocurrir, y esa realidad lo consumió por años. 

Sacudió la cabeza, echando a un lado sus pensamientos de Elizabeth, mientras la otra mujer se apoderaba de su atención con una urgencia que lo arrastró de vuelta al presente, al mismo tiempo en que el ascensor se abrió en el Penthouse e hizo que la mujer que lo acompañaba avanzara frente a él. Debía seguir con su vida, llegar a la cantidad que necesitaba y largarse de esa m*****a ciudad donde todo tenía que ver con esa rubia que le había robado el corazón. Arrancar de raíz ese anhelo que lo perseguía. Con una voz ronca que desconoció, dio la orden:

—De rodillas.

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