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Sed de Venganza
Sed de Venganza
Por: Mileth Pineda
1. Máscaras perfectas

Elizabeth se ajustó el vestido negro frente al espejo del pasillo, tirando de la tela para disimular un poco sus curvas. Suspiró, vencida. Desde el nacimiento de Emma, su cuerpo se negaba a volver al que fue, a pesar de su constante lucha con ejercicios y dietas que no parecían funcionar. Se pasó las manos por las caderas, recordando cómo Richard le susurraba lo hermosa que era. Ahora, esos momentos parecían tan lejanos.

La mirada de reprobación que le dio en el auto, hizo evidente que no estaba de acuerdo con el vestido que eligió, pero ya no tenían tiempo para que ella se cambiara.

Al llegar, Richard dudó entre ayudarle a bajar o dejar que el conductor lo hiciera, pero al sentirse observado, balbuceó algo y le ofreció su mano. Después de forzar una sonrisa con los anfitriones, su esposo desapareció de su lado y ella tuvo que llevar a Emma con los demás niños, pero la incomodidad persistía en su pecho.

Al volver al salón principal, Richard se le acercó y sin molestarse en ocultar su enfado, le susurró al oído:

—¿No podías elegir algo que cubriera más tus…?

Horrorizada lo miró gesticular con ambas manos al referirse a sus considerables atributos y sus mejillas se encendieron ante la vergüenza, así que agachó la cabeza y reprimió las ganas de llorar.

—Esta es una fiesta de negocios, Liz. No un desfile.

—Lo siento, yo… —Las palabras se quebraron en su garganta, y no se atrevió a mirarlo a los ojos.

Lo escuchó resoplar con impaciencia, así que no agregó más, porque no importaba lo que hiciera o dijera, en los últimos meses nada parecía complacerlo. Frente a ellos, la fiesta de los Windsor se desarrollaba con normalidad y algunas parejas se detuvieron a saludar, así que Elizabeth se obligó a sonreír de nuevo, recordando lo que su madre siempre le decía: «Una buena esposa nunca discute en público». Aunque ella, al parecer no paraba de provocar que eso sucediera.

Un mesero pasó a su lado con una bandeja de copas de champán y su mano se extendió por instinto, pero la mirada cortante de Richard la detuvo. Lo vio negar con la cabeza y Elizabeth se dio cuenta de que otra vez cometió un error cuando lo vio saludar a alguien a lo lejos y la dejaba sola.

Ella ni siquiera se sorprendió, así que miró alrededor y se alegró al encontrar a su amiga de toda la vida entre los invitados.

—¡Liz! Te ves maravillosa —exclamó Amelia irradiando la confianza y elegancia de siempre mientras extendía los brazos en su dirección.

—Pues Richard no parece muy impresionado —respondió Liz, devolviendo ambos besos a cierta distancia.

Amelia la miró con pesar, pero luego soltó una risa ligera y la tomó del brazo, guiándola hacia un pequeño grupo y Elizabeth de pronto se puso nerviosa.

—Pues debería. Los de su clase se creen lo que no son —murmuró Amelia y sonrió coqueta llamando la atención de los que identificó como los solteros empedernidos de su círculo antes de agregar—. No deberías dejar que te afecte tanto, si puedes provocar sus celos.

Uno de ellos les ofreció otra copa, pero ella volvió a declinar la oferta.

—Richard no quiere que beba esta noche —explicó en voz baja.

—¿Y por qué necesitas su permiso? —Amelia arqueó una ceja delineada a la perfección—. Te odio cuando te conviertes en la Elizabeth felpudo.

El comentario la golpeó como una bofetada, pero Amelia no pareció percatarse de las risas de dos de ellos ni del efecto que causaron en ella sus palabras. Buscó a Richard casi por instinto entre la multitud y lo encontró charlando animado, sin mostrar el menor interés en su paradero.

Un nudo se formó en su garganta y sin poder soportar más la presión del salón, decidió escapar al jardín. Al sentir el aire fresco, inspiró con fuerza, tratando de calmar las lágrimas que empezaron a caer. Se secó los ojos con un gesto brusco, regañándose por su vulnerabilidad.

* * *

Tomó asiento en una de las bancas, pero se sobresaltó de inmediato cuando una corpulenta figura se deslizó a su lado. Reconoció a Nathan Kingston por esa mirada tan intensa que le hacía sentirse expuesta y vulnerable.

Su hermana Amelia llenaba cada espacio con su presencia vibrante. Nathan, en cambio, emanaba un aire de peligro contenido que le cortaba el aliento. Era un enigma, luciendo un traje oscuro a medida, siendo apenas iluminado por las farolas amarillentas del jardín, dándole un aspecto más sombrío que la reputación con la que contaba.

Sin mediar palabra, Nathan le extendió un suave pañuelo con algo bordado en una esquina que ella tomó con un leve temblor en las manos. Hacía muchos años ellos apenas cruzaban un par de frases.

—¿Quieres que arregle por ti lo que te hizo llorar?

La voz de Nathan, grave y controlada, la sorprendió. Él no era del tipo que se involucraban en dramas ajenos, pero ahí estaba, ofreciéndole ayuda. Elizabeth parpadeó, tratando de recomponerse.

—No… las cosas mejorarán con el tiempo —murmuró, mirando hacia el suelo para evitar sus ojos y no tartamudear en su presencia.

Nathan dejó escapar una risa baja y seca, que le crispó los nervios aún más cuando dijo:

—Eso nunca ha funcionado para mí.

Antes de que pudiera formular una respuesta coherente o incluso agradecerle el gesto del pañuelo, Nathan se puso de pie y se ajustó las mancuernas de la camisa antes de soltar:

—Cuídate.

Ni siquiera la miró antes de desaparecer por uno de los pasillos exteriores que llevaba a los baños. Sintiendo una mezcla de alivio y desasosiego, Elizabeth se secó las lágrimas con el pañuelo que le dio, tratando de procesar el breve pero intenso encuentro.

Repitió en su cabeza aquel ofrecimiento y se preguntó que si eso le daba cierta validez a lo peligroso que la gente decía que era.

Liz se puso de pie, sintiéndose agobiada por las palabras de Nathan. Necesitaba un trago para calmarse. Caminó hacia la barra, donde el cantinero la miró con sorpresa cuando se interpuso entre un señor y el whisky que estaba sirviendo, pero necesitaba la quemazón del licor para sofocar la inquietud que la consumía.

Tomó un sorbo y dejó que el líquido ardiente recorriera su garganta, pero su breve momento de paz se vio interrumpido por la llegada de su esposo.

—¿Dónde diablos has estado? —espetó, su rostro enrojecido por la ira cuando le arrebató el vaso de las manos y lo apoyó con fuerza sobre la barra—. Emma no deja de llorar y tú estás aquí bebiendo como una alcohólica en lugar de ocuparte de tu hija.

Liz abrió la boca para decirle que también era suya, pero él ya le había dado la espalda, lo vio marcar algo en su teléfono y se alejó con paso airado sin detenerse.

Con el corazón desbocado, Liz se apresuró a buscar a Emma. La encontró en un rincón, sollozando en los brazos de su niñera, quien la miró con alivio al entregársela.

Liz la acunó contra su pecho, meciéndola con suavidad mientras le susurraba palabras de consuelo. Sus sollozos se fueron calmando, y Liz se relajó, concentrándose en el calor de su hijita en brazos.

No supo cuánto tiempo pasó, pero de pronto se encontró sentada en un sofá, jugando con Emma y los gemelos de los Windsor. La fiesta a su alrededor se fue apagando, y los invitados comenzaron a despedirse.

Liz envió a alguien del servicio por Richard, pero después de unos minutos el hombre regresó para informarle que su esposo ya se había marchado. Algo dentro de ella se agrietó ante esas palabras y se preguntó qué era lo que hizo mal en su vida para que le doliera tanto el corazón.

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