Elizabeth se ajustó el vestido negro frente al espejo del pasillo, tirando de la tela para disimular un poco sus curvas. Suspiró, vencida. Desde el nacimiento de Emma, su cuerpo se negaba a volver al que fue, a pesar de su constante lucha con ejercicios y dietas que no parecían funcionar. Se pasó las manos por las caderas, recordando cómo Richard le susurraba lo hermosa que era. Ahora, esos momentos parecían tan lejanos.
La mirada de reprobación que le dio en el auto, hizo evidente que no estaba de acuerdo con el vestido que eligió, pero ya no tenían tiempo para que ella se cambiara.
Al llegar, Richard dudó entre ayudarle a bajar o dejar que el conductor lo hiciera, pero al sentirse observado, balbuceó algo y le ofreció su mano. Después de forzar una sonrisa con los anfitriones, su esposo desapareció de su lado y ella tuvo que llevar a Emma con los demás niños, pero la incomodidad persistía en su pecho.
Al volver al salón principal, Richard se le acercó y sin molestarse en ocultar su enfado, le susurró al oído:
—¿No podías elegir algo que cubriera más tus…?
Horrorizada lo miró gesticular con ambas manos al referirse a sus considerables atributos y sus mejillas se encendieron ante la vergüenza, así que agachó la cabeza y reprimió las ganas de llorar.
—Esta es una fiesta de negocios, Liz. No un desfile.
—Lo siento, yo… —Las palabras se quebraron en su garganta, y no se atrevió a mirarlo a los ojos.
Lo escuchó resoplar con impaciencia, así que no agregó más, porque no importaba lo que hiciera o dijera, en los últimos meses nada parecía complacerlo. Frente a ellos, la fiesta de los Windsor se desarrollaba con normalidad y algunas parejas se detuvieron a saludar, así que Elizabeth se obligó a sonreír de nuevo, recordando lo que su madre siempre le decía: «Una buena esposa nunca discute en público». Aunque ella, al parecer no paraba de provocar que eso sucediera.
Un mesero pasó a su lado con una bandeja de copas de champán y su mano se extendió por instinto, pero la mirada cortante de Richard la detuvo. Lo vio negar con la cabeza y Elizabeth se dio cuenta de que otra vez cometió un error cuando lo vio saludar a alguien a lo lejos y la dejaba sola.
Ella ni siquiera se sorprendió, así que miró alrededor y se alegró al encontrar a su amiga de toda la vida entre los invitados.
—¡Liz! Te ves maravillosa —exclamó Amelia irradiando la confianza y elegancia de siempre mientras extendía los brazos en su dirección.
—Pues Richard no parece muy impresionado —respondió Liz, devolviendo ambos besos a cierta distancia.
Amelia la miró con pesar, pero luego soltó una risa ligera y la tomó del brazo, guiándola hacia un pequeño grupo y Elizabeth de pronto se puso nerviosa.
—Pues debería. Los de su clase se creen lo que no son —murmuró Amelia y sonrió coqueta llamando la atención de los que identificó como los solteros empedernidos de su círculo antes de agregar—. No deberías dejar que te afecte tanto, si puedes provocar sus celos.
Uno de ellos les ofreció otra copa, pero ella volvió a declinar la oferta.
—Richard no quiere que beba esta noche —explicó en voz baja.
—¿Y por qué necesitas su permiso? —Amelia arqueó una ceja delineada a la perfección—. Te odio cuando te conviertes en la Elizabeth felpudo.
El comentario la golpeó como una bofetada, pero Amelia no pareció percatarse de las risas de dos de ellos ni del efecto que causaron en ella sus palabras. Buscó a Richard casi por instinto entre la multitud y lo encontró charlando animado, sin mostrar el menor interés en su paradero.
Un nudo se formó en su garganta y sin poder soportar más la presión del salón, decidió escapar al jardín. Al sentir el aire fresco, inspiró con fuerza, tratando de calmar las lágrimas que empezaron a caer. Se secó los ojos con un gesto brusco, regañándose por su vulnerabilidad.
* * *
Tomó asiento en una de las bancas, pero se sobresaltó de inmediato cuando una corpulenta figura se deslizó a su lado. Reconoció a Nathan Kingston por esa mirada tan intensa que le hacía sentirse expuesta y vulnerable.
Su hermana Amelia llenaba cada espacio con su presencia vibrante. Nathan, en cambio, emanaba un aire de peligro contenido que le cortaba el aliento. Era un enigma, luciendo un traje oscuro a medida, siendo apenas iluminado por las farolas amarillentas del jardín, dándole un aspecto más sombrío que la reputación con la que contaba.
Sin mediar palabra, Nathan le extendió un suave pañuelo con algo bordado en una esquina que ella tomó con un leve temblor en las manos. Hacía muchos años ellos apenas cruzaban un par de frases.
—¿Quieres que arregle por ti lo que te hizo llorar?
La voz de Nathan, grave y controlada, la sorprendió. Él no era del tipo que se involucraban en dramas ajenos, pero ahí estaba, ofreciéndole ayuda. Elizabeth parpadeó, tratando de recomponerse.
—No… las cosas mejorarán con el tiempo —murmuró, mirando hacia el suelo para evitar sus ojos y no tartamudear en su presencia.
Nathan dejó escapar una risa baja y seca, que le crispó los nervios aún más cuando dijo:
—Eso nunca ha funcionado para mí.
Antes de que pudiera formular una respuesta coherente o incluso agradecerle el gesto del pañuelo, Nathan se puso de pie y se ajustó las mancuernas de la camisa antes de soltar:
—Cuídate.
Ni siquiera la miró antes de desaparecer por uno de los pasillos exteriores que llevaba a los baños. Sintiendo una mezcla de alivio y desasosiego, Elizabeth se secó las lágrimas con el pañuelo que le dio, tratando de procesar el breve pero intenso encuentro.
Repitió en su cabeza aquel ofrecimiento y se preguntó que si eso le daba cierta validez a lo peligroso que la gente decía que era.
Liz se puso de pie, sintiéndose agobiada por las palabras de Nathan. Necesitaba un trago para calmarse. Caminó hacia la barra, donde el cantinero la miró con sorpresa cuando se interpuso entre un señor y el whisky que estaba sirviendo, pero necesitaba la quemazón del licor para sofocar la inquietud que la consumía.
Tomó un sorbo y dejó que el líquido ardiente recorriera su garganta, pero su breve momento de paz se vio interrumpido por la llegada de su esposo.
—¿Dónde diablos has estado? —espetó, su rostro enrojecido por la ira cuando le arrebató el vaso de las manos y lo apoyó con fuerza sobre la barra—. Emma no deja de llorar y tú estás aquí bebiendo como una alcohólica en lugar de ocuparte de tu hija.
Liz abrió la boca para decirle que también era suya, pero él ya le había dado la espalda, lo vio marcar algo en su teléfono y se alejó con paso airado sin detenerse.
Con el corazón desbocado, Liz se apresuró a buscar a Emma. La encontró en un rincón, sollozando en los brazos de su niñera, quien la miró con alivio al entregársela.
Liz la acunó contra su pecho, meciéndola con suavidad mientras le susurraba palabras de consuelo. Sus sollozos se fueron calmando, y Liz se relajó, concentrándose en el calor de su hijita en brazos.
No supo cuánto tiempo pasó, pero de pronto se encontró sentada en un sofá, jugando con Emma y los gemelos de los Windsor. La fiesta a su alrededor se fue apagando, y los invitados comenzaron a despedirse.
Liz envió a alguien del servicio por Richard, pero después de unos minutos el hombre regresó para informarle que su esposo ya se había marchado. Algo dentro de ella se agrietó ante esas palabras y se preguntó qué era lo que hizo mal en su vida para que le doliera tanto el corazón.
Nathan siguió la voluptuosa figura de Liz con la mirada hasta que se perdió dentro del salón. Algo en su vulnerabilidad siempre despertó un instinto protector en él, pero esta vez lo aplastó de inmediato. No era momento para distracciones. Marcus Chen, el imbécil que le debía dinero a su padre, acababa de escabullirse hacia el baño.Lo siguió con calma y al entrar tras él, lo encontró inclinado sobre el lavabo. Así que lo agarró por el cuello de la camisa y lo estrelló contra la pared.—Una semana de retraso. Te advertí que no jugaras conmigo.Chen tartamudeó excusas patéticas, pero Nathan lo silenció con un puñetazo en el estómago y lo vio desplomarse al suelo con un quejido lastimero.La puerta se abrió de golpe y al voltear, notó el rostro de Richard Crawford contrayéndose al ver la escena, pero intentó disimular su nerviosismo con esa sonrisa falsa que tanto despreciaba.—James mencionó que irían al golf. ¿Vas a…?Nathan lo miró sin expresión. Crawford era un parásito, alimentándo
Liz entró en la oficina esa mañana, desvelada, pero disfrutando el silencio del fin de semana. El sábado era su día favorito para ponerse al día con los reportes de las nuevas propiedades, porque solía imaginar en lo que podían convertirse después de hacer su magia con las renovaciones, como cuando era niña y acompañaba a su padre.Se sentó en su escritorio, respirando hondo, y luego vio a Richard entrar a su oficina. El corazón le dio un vuelco al verlo fresco y campante. No había vuelto a casa después de la fiesta, y aunque se excusó por un mensaje por algo del trabajo, su presencia tan temprano la tomó por sorpresa.—No estoy lista para esto —murmuró, concentrándose en el correo que estaba redactando.Liz evitó mirarlo durante un par de horas y el tiempo pasó demasiado lento hasta que el ruido de tacones resonó en el pasillo. Al levantar la vista, vio a Amelia entrar en la oficina con su característica energía.—¿Qué haces aquí? —preguntó extrañada, porque no tenía nada pendiente q
Nathan observó el Black Tide desde su asiento habitual, y aunque extraño, encontraba reconfortante el aroma a madera vieja del lugar. Walter entró como un vendaval, golpeando el hombro de un cliente que se apartó de inmediato al reconocerlo y negó sonriendo. Su amigo era un maldito engreído. Gloria se acercó a su mesa, su característico moño gris enmarcando un rostro curtido, pero aún atractivo. Sus ojos astutos y una leve sonrisa coqueta le daban un aire de sabiduría y picardía que delataba sus años como propietaria del bar. —¿Las chicas de siempre para los caballeros? —preguntó, deslizando una uña con delicadeza por el cuello de Walter.La mención de su padre borró cualquier diversión que pudiera sentir Nathan por el nerviosismo de su amigo ante el gesto de la madura mujer. Su mandíbula se tensó, y Gloria captó la señal, alejándose con cadencia. Lo mejor era que mantuvieran la distancia: ella no estaba para juegos, y Walter era demasiado volátil para una vida tranquilaLo observó
El fin de semana fue tenso entre ellos, pero Liz mantuvo la esperanza de que al llegar a la oficina todo mejoraría con la noticia que tenía. Vio cómo le servían el café y cuando estaba por pedir más azúcar, Richard entró al comedor y arrojó algo sobre la mesa. Reconoció el contrato en el que había estado trabajando de inmediato.—¿Crees que soy un tonto? —preguntó en voz baja mientras apoyaba ambas manos en el otro extremo de la madera.Liz levantó la mirada, confundida, y luchó por mantener la calma.—Richard, logré cerrar el acuerdo de renta para el edificio. Creí que estarías… orgulloso —al final de la frase su voz tembló.La sonrisa gélida de Richard le heló la sangre al verlo acercarse, acorralándola en la silla y, por instinto, se puso de pie. Pero no esperaba que la siguiera hasta que chocó la espalda contra la fría pared.—¿Orgulloso? Todo lo que haces es sabotearme, Liz. Sabes que lucho a diario por mantener un pie tu legado, pero tú, con tus “decisiones” solo me dejas como u
Chapter 6: Perdiendo el controlElizabeth regresó a casa, con un vacío aplastante en su pecho. Al menos había tenido la fortuna de que la desconocida que acompañaba a Nathan en el bar llamara su atención gritando colgada del cuello del chef, y eso le dio tiempo para huir y tomar un taxi sin que tuviera que disculparse ante él por ser tan patética.Se sentó en el sillón de la sala, aguardando a Richard, pero las horas pasaron en una angustiosa espera y la acumulación de los mensajes y llamadas sin respuesta que le hizo. Miró el cuadro pintado a mano que tenía enfrente de ella con Richard, junto a sus padres cuando seguían con vida y celebraban uno de sus aniversarios.Sonrió con amargura al recordarse aún con sus brackets. Le confesó a su madre que le gustaba Richard y que asistió a la fiesta con un ramo de margaritas para ella.—Margaret, ni se te ocurra respaldar ese capricho —advirtió su padre, divertido. Mientras le ayudaba a Liz a colocar el collar de diamantes que hacía juego con
Elizabeth mantuvo los ojos cerrados, fingiendo dormir a pesar de que escuchó a su esposo moverse por la habitación. Y sabía que estaba actuando como una cobarde, pero ya había agotado sus reservas de valentía y energía para seguir discutiendo, escuchar sus mentiras u obligarlo a confesar.El sonido de las gavetas siendo azotadas le erizaron la piel, pero se negó a mirar. Su corazón comenzó a latir más rápido al sentir el aroma maderado de su loción tan cerca y aun así no se movió. Escuchó la gaveta de su lado abrir y cerrar, y aunque la curiosidad era enorme, no cedió.—Deberías estar agradecida de que tu amiga sea tan sensata. Cualquier otra mujer te demandaría por calumnias —dijo Richard, muy cerca, pero su tono desprovisto de emociones le provocó un nudo en la garganta.Lo sintió alejarse y abrir las puertas dobles de su habitación. Pensó que se había marchado, pero su voz la puso en alerta otra vez al decir:—Quizá deberíamos considerar hablar con un psiquiatra. Tu comportamiento
Nathan estacionó a unos metros del bosque que flanqueaba la mansión de Regina y lo atravesó con rapidez. Las cámaras de seguridad seguían el patrón de rotación que recordaba, y los sensores de movimiento tenían los mismos puntos ciegos. Desde el exterior, la propiedad parecía una fortaleza, pero los sistemas de seguridad eran predecibles. En minutos, ya estaba dentro.Las risas y los gemidos ahogados que provenían del piso superior le arrancaron una sonrisa fría. Conocía muy bien esos sonidos y sabía con exactitud cómo manejar esta situación.Se tomó su tiempo para servirse un whisky, observando las fotografías familiares que adornaban las paredes. Los Blackwood, siempre tan preocupados por mantener las apariencias. El hielo tintineó contra el cristal mientras esperaba, saboreando la anticipación del momento.La voz de Regina sonó desde lo alto de las escaleras, seguida de una risa ronca que lo hizo mirar y reconoció de inmediato al dueño de una conocida franquicia de comida rápida.N
Nathan se dirigió a la mansión familiar después de recoger un maletín repleto de efectivo como pago por los camiones modificados. Sabía que con unos meses más, alcanzaría la cantidad que se propuso para dejar atrás el negocio de una vez por todas.—Buenas noches, señor Kingston.—Jeremy…—Su padre se encuentra en el despacho con el caballero Crawford. —Stevens arrugó la nariz sin ocultar su desagrado por darle la noticia—. ¿Les llevo algo?—No es necesario. Me iré pronto.Casi se arrepintió por haber rechazado la oferta, seguro tenían uno de sus platillos favoritos para que se lo hubiese sugerido. Jeremy siempre había sabido cuidarlo a su manera, aún más desde la muerte de su madre.Nathan atravesó el pasillo y escuchó la risa estridente de su padre.—¿En serio pensaste que era posible? —El sarcasmo en la voz de James Kingston, goteaba sutil mientras se recostaba en su sillón de cuero, observando a Richard con una sonrisa que Nathan conocía demasiado bien: la que reservaba para humill