Lo primero que sintió fue el dolor: agudo, punzante, como si cada terminación nerviosa despertara a la vez. Nathan intentó moverse, pero una ola de agonía lo paralizó mientras los pitidos acelerados de un monitor cercano lo irritaron.Abrió los ojos con esfuerzo. La luz artificial le quemó las retinas y cuando quiso tragar, el tubo en su garganta lo asfixió.Quiso arrancárselo, pero sus brazos parecían de plomo. Las alarmas de los monitores aumentaron su frecuencia, mezclándose con el zumbido constante en sus oídos.Un rostro familiar apareció en su campo de visión. Isabella, con los ojos enrojecidos, se inclinó sobre él. —No, Nathan —lo reprendió—. Te vas a lastimar. No hagas eso. El doctor ya viene.Quiso sujetarla, pedirle que no se fuera, pero sus dedos apenas se movieron. La frustración lo invadió al verla alejarse para buscar ayuda.El doctor llegó poco después con dos enfermeras. Lo examinaron mientras Isabella observaba desde un rincón, los brazos cruzados, la mirada fija en
El pasillo del hospital se extendía como un túnel sin fin. Isabella avanzó sin sentir el suelo, con la orden de James martillando en su mente: matar a Richard, el hombre que la hizo pedazos en más de un sentido.Entró al baño, cerró la puerta y se apoyó en el lavamanos. Su respiración se agitaba, como si intentara contener la tormenta que rugía en su interior.El espejo le devolvía la imagen de una extraña. Ya no quedaba rastro de Elizabeth Crawford, salvo la venganza que la sostenía.Y ahora que el momento había llegado, dudaba.Su teléfono sonó y leyó el nombre de Mario en la pantalla antes de responder:—Dime.—Tenemos que vernos. Jorge se enteró de algo… algo que tiene que ver con...—Ahora no, Mario. Pero necesito tu ayuda —dijo sin preámbulos—, con credenciales para entrar a Legacy sin levantar sospechas, y agrega el plano de seguridad.Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea. Cuando Mario habló de nuevo, su tono era medido:—¿Estás segura? ¿Nathan lo sabe?—Él no dec
Durante el trayecto, los recuerdos emergieron como heridas abiertas: la clínica de su obstetra, la decepción de Richard al saber que tendrían una niña, sus humillaciones públicas. La fiesta de los Windsor, cuando la dejó sola. La imagen de él besando a Amelia. Sus súplicas después de negarlo todo, llamándola loca. Y el frío del mar cuando la empujaron del acantilado. Cada lágrima. Isabella estacionó frente a Legacy. El edificio se alzaba imponente contra el cielo nocturno, un monumento a un legado forjado con sangre, con mentiras de Alexander Turner. Respiró hondo, verificando la jeringa en su clutch antes de salir del auto.Deslizó la tarjeta y el sistema parpadeó verde, concediéndole acceso total. Tal como Mario había prometido, la distracción funcionó. Una falsa alarma en el ala este distrajo al guardia. A la vez, un fallo programado en el sistema de cámaras le garantizaba treinta minutos sin ser detectada.Tomó el ascensor y al final del pasillo, las luces de la oficina princi
Richard la empujó contra el cristal de sus trofeos de golf. El vidrio se astilló con el impacto, y un dolor punzante recorrió su espalda mientras él la sujetaba del cuello.—¡Perra mentirosa! —gruñó, escupiendo las palabras con el rostro crispado por la rabia.Isabella sintió que le faltaba el aire, pero no cedió al pánico. Permaneció enfocada, recordando cada lección de los últimos meses.La ventaja de Richard era momentánea. Con un movimiento preciso, Isabella golpeó el punto sensible en la muñeca que Nathan le mostró tantas veces. El agarre se aflojó y ella pudo empujarlo con ambas manos.Richard retrocedió con un jadeo entrecortado, el odio destilando en su mirada.—¿Por qué volviste? —murmuró, mientras buscaba algo a su alrededor con desesperación—. Te ves tan…—¿Diferente? ¿Aceptable para ti? —Su gesto de repulsión la hizo reír—. Vine por mi hija.La risa de Richard le revolvió el estómago, pero esta vez no tembló. Isabella dio un paso hacia él, pero él agarró el abrecartas del
La habitación estaba a media penumbra, iluminada por el resplandor del televisor y los monitores que lo rodeaban. Nathan desvió la mirada hacia el reloj digital en la pared: 3:47 AM. Los sedantes se disipaban, dejando amargura en su boca y una niebla espesa en su mente.El televisor murmuraba entre el zumbido de los equipos médicos y el silbido del oxígeno. Un hormigueo recorría sus extremidades, como si miles de diminutas criaturas reptaran bajo su piel. Acababa de discutir con la enfermera hasta que admitió haber suministrado la dosis extra de calmantes por orden de Isabella, tras darse cuenta de la pesadez artificial que se aferraba a sus músculos como un parásito.Isabella había ordenado sedarlo. Entendía sus métodos, pero no aceptaría que los usara con él de nuevo.El teléfono vibró sobre la mesa auxiliar, y el nombre de Jorge brilló en la pantalla.Sin novedades en la residencia Crawford. La niña duerme. Tres hombres vigilan el perímetro.Los dedos de Nathan, todavía torpes por
Isabella abrió los ojos con los primeros rayos del sol. La habitación hospitalaria olía a antiséptico y a las rosas que Mario había dejado en un jarrón sobre la mesa auxiliar. Un rayo de luz se filtraba entre las cortinas mal cerradas, dibujando una línea dorada sobre el rostro dormido de Nathan.Había pasado las últimas horas junto a la cama, con la mano entrelazada a la de él, como si ese contacto pudiera protegerla de la tormenta que se avecinaba.Después de encontrarse con Walter, regresó al Imperial para cambiarse. Pasó allí dos horas antes de ir al hospital, siempre asegurándose de dejar rastro en cada sitio.Afuera se escuchaba el murmullo creciente del hospital despertando, pasos apresurados, cambio de turnos, voces discutiendo tratamientos. Pero dentro de la habitación, el tiempo transcurría a un ritmo diferente.Cada tic tac del reloj en la pared parecía marcar algo más que el paso del tiempo: una cuenta regresiva. La muerte de Amelia había sido un error, pero los errores no
La residencia Turner se alzaba imponente bajo el sol de media mañana. El jardín delantero lucía impecable como siempre, pero los rosales de su madre habían desaparecido, sustituidos por arbustos podados en formas geométricas, fríos y carentes de vida. Como todo lo que tocaba Amelia.Isabella se bajó del auto y sus tacones resonaron en el camino adoquinado mientras se acercaba a la entrada. La última vez que cruzó esa puerta, lo hizo con la sumisión de Elizabeth Crawford. Ahora volvía con la mirada de una mujer que había sobrevivido a la muerte y eliminado a quienes intentaron destruirla. Ya no pedía permiso. Venía a recuperar lo que le pertenecía.El timbre resonó con la misma melodía que recordaba. Escuchó pasos acercándose y enderezó la espalda.La puerta se abrió revelando a una mujer rígida, de mediana edad, la nueva niñera, que la miró con evidente recelo.—¿Puedo ayudarla? —preguntó con frialdad.—Soy Isabella Kingston, y vengo por Emma Crawford —respondió con autoridad—. ¿Dónd
Nathan dejó caer el periódico sobre la mesa de la terraza. En la foto en blanco y negro, James Kingston se mantenía solitario bajo la lluvia, viendo cómo el ataúd de Amelia descendía en la tierra húmeda.El recuerdo de Amelia lo asaltó con la misma fuerza de siempre. Rabia. Traiciones. Un final abrupto. Nunca fueron cercanos, pero compartían sangre… y ahora ella se había ido para siempre.El viento sacudió las cortinas, arrastrando consigo el aroma del café recién molido y la hierba cortada, mezclado con las risas de Emma en el jardín. Nathan ajustó la bata sobre el vendaje. Se incorporó con cautela, pero una punzada en el pecho lo detuvo en seco. Masculló una maldición y forzó su cuerpo a mantenerse en pie.—Deberías estar descansando —dijo Isabella desde el umbral, con una taza humeante en la mano. El sol matutino se colaba por las ventanas, dibujando patrones dorados sobre su silueta y contrastando con su cabello negro azabache—. Brennan dijo específicamente que necesitabas al men