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4 La inquietud de Verónica

Capítulo 4 : La inquietud de Verónica

El bar había quedado en silencio, salvo por el murmullo lejano de la música y el sonido de los vasos chocando en la bandeja de Marta. Pero en la cabeza de Verónica, el eco de la conversación con Emanuel seguía retumbando como un grito mudo, como una herida abierta que se negaba a cerrarse.

Había atendido a muchos hombres dolidos, muchos que buscaban ahogar sus penas en alcohol y palabras arrastradas por el whisky. Pero Emanuel Ferreira no era como los demás. Había algo en su historia que la golpeó con una intensidad inesperada, que la dejó inquieta, con un nudo en el estómago que no podía ignorar.

Su hijo.

No era solo el engaño lo que lo destrozaba, sino la traición en su forma más cruel. Verónica lo había visto en sus ojos, en la forma en que apretaba los puños sobre la barra, conteniendo una rabia que amenazaba con devorarlo desde dentro. No le dolía solo la infidelidad, sino la certeza de que su hijo estaba con la misma mujer que él había amado. La misma mujer que lo había manipulado, que le había mentido, que lo había hecho creer en algo que nunca fue real.

Qué clase de mujer hacía algo así.

El desprecio se revolvió en su pecho, encendiéndole la sangre. Sabía que existían mujeres sin escrúpulos, mujeres capaces de destruir sin parpadear, sin remordimientos. Mujeres como la que alguna vez le destrozó la vida a ella, haciéndola sentir que no valía nada.

Y ahora, Emanuel estaba ahí, al borde del abismo.

Verónica había querido decirle algo más, algo que lo hiciera aferrarse a la cordura, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. Lo único que pudo hacer fue mirarlo, con esa impotencia de saber que algunas heridas no pueden cerrarse con palabras bienintencionadas. Solo podía imaginarse el asco que debía sentir, la repulsión al saber que había compartido su vida con alguien capaz de algo tan repugnante. Y lo peor de todo: la culpa de haber permitido que su hijo cayera en esa trampa.

Eso era lo que más lo estaba destruyendo.

Verónica lo había visto en su expresión. No era solo dolor; era una crisis de esas que empujan a los hombres a tomar decisiones de las que no hay retorno. Y eso la aterraba. Porque Emanuel no se veía como un hombre que simplemente se dejaría vencer. Se veía como un hombre que podría hacer algo desesperado. Algo de lo que después no habría marcha atrás.

—Verónica, ¿estás bien? —la voz de Marta la sacó de su ensimismamiento.

Verónica parpadeó, sintiendo que sus manos seguían apretando con fuerza el paño húmedo con el que limpiaba la barra.

—Sí… solo estaba pensando.

Marta la observó con una ceja en alto, pero no insistió. Sabía que cuando Verónica decía “solo estaba pensando”, significaba que había algo rondando en su mente, algo que no soltaría fácilmente.

Cuando finalmente cerraron el bar, Verónica salió a la calle, dejando que el aire fresco de la noche le despejara las ideas. Pero el alivio no llegó. Emanuel se había ido, y con él, su paz mental.

Miró la tarjeta personal en su mano, sopesando la idea de llamarlo en ese mismo instante. Pero, ¿y si estaba dormido? ¿Y si estaba con el teléfono apagado? ¿Y si…?

No. No iba a esperar.

Guardó la tarjeta en su bolsillo y apretó los labios.

Mañana lo llamaría.

No porque fuera su responsabilidad, sino porque nadie, nadie, merecía estar en el lugar en el que él estaba ahora. Porque Emanuel, con esa mirada noble y herida, no se merecía ser destruido por alguien sin alma.

Y porque, en el fondo, había algo en él que la había tocado de una forma que no podía explicar.

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