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5 La Trampa de Georgina

Capitulo: La Trampa de Georgina

Georgina López sonrió con autosuficiencia mientras se aplicaba una última capa de carmín rojo en los labios. Conocía bien a Emanuel. Sabía qué lo desarmaba, qué lo hacía dudar, qué lo atrapaba sin que siquiera se diera cuenta. Lo había estudiado desde el primer día que puso un pie en la empresa, y ahora, después de meses de esfuerzo, lo tenía exactamente donde lo quería.

O al menos, eso creía.

Esa mañana, algo no estaba bien. Emanuel llegó tarde, con la mirada nublada y una rigidez en la mandíbula que delataba que algo le carcomía por dentro. No la miró como solía hacerlo. No la recibió con la misma calidez disfrazada de profesionalismo. Ni siquiera le dirigió una sonrisa.

Algo había cambiado.

Pero Georgina no era una mujer que se rindiera fácilmente. No después de todo lo que había invertido en este juego. Así que se alisó el vestido ajustado, cogió la bandeja con el café que le había preparado y entró en su oficina con su mejor sonrisa.

—Buenos días, Emanuel. Te traje café —murmuró con una dulzura ensayada, inclinándose lo suficiente para que su escote quedara a la vista.

Él levantó la vista y la observó por un breve segundo. Un segundo que para Georgina fue suficiente para notar la diferencia. Ya no había deseo en esos ojos, ni siquiera interés. Solo vacío.

—Gracias, señorita López —respondió con un tono tan seco que casi la hizo fruncir el ceño.

Señorita López.

Ni siquiera Gina, como solía decirle en la intimidad.

El desconcierto se mezcló con la rabia, pero ella no dejó que se notara. En su mente, una alarma comenzó a sonar. Algo había pasado. Algo que lo había alejado de ella de un día para otro.

Se acercó un poco más, dejando la bandeja sobre su escritorio.

—¿Estás bien? Te noto… distante hoy.

Emanuel soltó un suspiro pesado y se levantó de su silla. Sus movimientos eran tensos, como si algo lo estuviera devorando por dentro.

—Estoy bien, solo estoy un poco cansado —respondió, sin mirarla.

Georgina apretó los labios. No era cansancio. Era algo más.

¿Habría descubierto algo?

La idea la inquietó, pero no permitió que el temor se filtrara en su expresión. Sonrió con dulzura y fingió no notar la distancia con la que la trataba.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte? —preguntó con una falsa preocupación.

Emanuel alzó la mirada y sus ojos azules se clavaron en los de ella con una frialdad que nunca había sentido antes.

—No, gracias. Estoy bien.

Ese “bien” sonaba más como un estoy a punto de explotar, pero no aquí.

Y entonces, sin previo aviso, la fulminó con una frase que la congeló en su lugar:

—Señorita López, estamos en la oficina.

El tono no dejaba espacio para dobles sentidos. Era una advertencia. Una línea trazada con precisión quirúrgica.

Georgina sintió cómo su mandíbula se tensaba. ¿Quién se creía que era para hablarle así? ¿Acaso no era él el que había caído rendido en su cama más de una vez? ¿Ahora se atrevía a fingir que ella no significaba nada?

Pero no iba a perder la calma. No aún.

Forzó una sonrisa y se inclinó levemente sobre su escritorio.

—Si necesitas algo, sabes que estoy aquí para ti.

Emanuel levantó la vista, pero su expresión permaneció impasible.

—Gracias, señorita López. Ahora, si me disculpa, tengo trabajo que hacer.

Cada palabra era un golpe seco a su ego. Pero Georgina no era de las que se retiraban derrotadas.

Salió de la oficina con pasos lentos, cerrando la puerta con suavidad, como si nada pasara. Pero por dentro hervía de rabia.

Esto no ha terminado.

Emanuel podía resistirse todo lo que quisiera, pero ella no era una mujer que aceptara un “no” como respuesta. Y si no era él, entonces sería su hijo.

Ismael.

El joven era mucho más fácil de manipular. Había caído sin esfuerzo en su red, un simple peón en su juego. Si no podía tener al padre, tendría al hijo.

Se dejó caer en su silla, cruzando las piernas con una elegancia ensayada, y sonrió para sí misma.

El juego apenas comenzaba.

No siempre había sido así.

Hubo un tiempo en que Georgina no tenía nada. Ni dinero, ni conexiones, ni la influencia suficiente para abrirse camino en un mundo donde las mujeres como ella eran descartadas con facilidad.

Pero aprendió.

Aprendió que los hombres con poder siempre tenían una debilidad. Algunos caían por lujuria, otros por necesidad, y los más peligrosos, por amor. Emanuel era de los últimos. Un hombre íntegro, difícil de manipular… pero no imposible.

Desde que entró a la empresa, lo había observado. Al principio, ni siquiera la miró. Para él, era una empleada más, alguien sin importancia. Pero ella sabía cómo hacerse notar.

Pequeños detalles.

Un escote discreto en el momento preciso. Una risa suave en las reuniones. Un comentario acertado que lo hiciera verla como alguien valiosa.

Y entonces, su primera gran jugada: fingir que necesitaba ayuda.

—No te preocupes, Gina. Te llevaré a casa —le había dicho Emanuel aquella noche en la oficina, cuando fingió que un exnovio la acechaba.

Ahí empezó todo.

Fue paciente. No apresuró las cosas. Los hombres como Emanuel se resisten al principio, pero siempre terminan cayendo.

Cuando finalmente lo tuvo, cuando logró llevarlo a su cama, sintió que la victoria era suya. Pero Emanuel nunca dio el siguiente paso. Nunca la vio como ella quería.

Y entonces, un nuevo objetivo apareció.

La primera vez que vio a Ismael en una foto, supo que él sería su respaldo. El hijo de Emanuel tenía su misma mirada intensa, pero sin la resistencia de su padre.

Si no podía tener al rey, se conformaría con el príncipe.

Georgina era muchas cosas, pero nunca una perdedora.

Se miró en el reflejo de su teléfono y sonrió con autosuficiencia.

Emanuel podía creer que se alejaba de ella.

Pero aún no había entendido que ella nunca perdía un juego.

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