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3 La Resaca de la Verdad

Capítulo 3 La Resaca de la Verdad

Emanuel llegó a su casa con el cuerpo pesado y la mente destrozada. Apenas podía sostenerse en pie.

No sabía si era el whisky que había bebido o el impacto de su sueño… o pesadilla. Todo se sentía demasiado real.

Los pensamientos lo atormentaban, cada uno más oscuro que el anterior.

Ismael.

Georgina.

Su propio hijo, involucrado con la misma mujer que él había tenido en su cama.

El asco le revolvió el estómago.

No podía ser cierto.

Pero la angustia que lo carcomía por dentro le decía lo contrario.

Entró en su habitación y cerró la puerta con fuerza, como si pudiera dejar todo lo que sentía del otro lado.

Se quedó de pie en la oscuridad, respirando con dificultad. El pecho le dolía. Sentía que algo lo estaba ahogando por dentro.

Se llevó las manos al rostro, intentando calmarse. Pero no podía.

El peso de la incertidumbre lo estaba matando.

Se dejó caer en la cama y miró el techo. Quería dormir, desaparecer, dejar de pensar.

Pero su cuerpo temblaba.

Se levantó de golpe. No iba a poder dormir así.

Se quitó la ropa con movimientos torpes y fue al baño.

Necesitaba una ducha.

Abrió el grifo y dejó que el agua caliente cayera sobre su piel.

El vapor llenó el baño, envolviéndolo en una sensación momentánea de alivio.

Pero no era suficiente.

Nada lo era.

Se apoyó contra la pared de azulejos y cerró los ojos.

Inspiró. Exhaló.

Sandra.

El recuerdo de su esposa lo golpeó con fuerza.

La única mujer que realmente había amado. La única que había sido su refugio. La única que jamás lo había traicionado.

—Sandra… —susurró, con la voz rota—. Dame claridad.

Pero el agua solo arrastraba su angustia temporalmente.

Cuando salió de la ducha y se miró en el espejo, vio a un hombre destruido.

Ojeras.

Una mirada vacía.

Los labios apretados con rabia contenida.

Se pasó una mano por el cabello mojado y salió del baño.

Se vistió sin ganas, con una simple camiseta y pantalón de pijama.

Se dejó caer en la cama, sintiendo cómo su cuerpo por fin se rendía al agotamiento.

Cerró los ojos.

Por primera vez en mucho tiempo, no soñó nada.

El sonido del despertador lo arrancó del sueño como una bofetada.

Emanuel abrió los ojos y vio la luz del día filtrarse por la ventana.

Maldijo en voz baja. Era tarde.

Se levantó de golpe y miró el reloj. Tenía que estar en la oficina en menos de una hora.

M****a.

Se vistió apresuradamente, sin tomarse siquiera un café. No tenía hambre.

No tenía ganas de nada.

Lo único que quería era saber la verdad.

Pero tenía que trabajar.

Tenía que fingir que todo estaba bien.

Respiró hondo, se acomodó la camisa y salió de su casa.

El trayecto hasta la oficina se sintió interminable.

Las calles, el tráfico, la ciudad… todo pasaba frente a él como un borrón.

Su mente solo repetía una cosa.

Ismael.

¿Dónde estaba?

¿Con quién había pasado la noche?

El miedo se enroscaba en su pecho como un nudo imposible de desatar.

Si descubría que su hijo lo había traicionado…

No sabía qué haría.

Cuando Emanuel entró a la oficina, sintió las miradas sobre él.

Sabía que era su imaginación. Nadie sabía nada. Nadie podía saberlo.

Pero él sentía la carga sobre sus hombros como un maldito cartel luminoso.

"Aquí está el idiota que fue manipulado por una mujer como un gran cornudo ."

Caminó con paso firme hasta su despacho. No quería hablar con nadie.

Pero, por supuesto, ella estaba ahí.

Esperándolo.

Georgina López estaba de pie junto a su escritorio, sosteniendo una carpeta con documentos, como si no hubiera nada fuera de lo normal.

Como si no hubiera destruido su estabilidad la noche anterior.

Como si no hubiera sembrado en él una duda tan asfixiante que lo estaba matando.

—Buenos días, señor Ferreira —dijo con una sonrisa radiante.

La misma sonrisa que ahora le provocaba náuseas.

Emanuel apretó los dientes.

Tuvo que contenerse.

Porque lo único que quería en ese momento era destruir esa máscara falsa.

Pero no iba a darle el gusto.

No iba a caer en su juego.

—Buenos días, señorita López —respondió con frialdad—. Tráigame un café.

Ella parpadeó, sorprendida por su tono seco.

Pero se recuperó rápidamente.

—Por supuesto —dijo, con esa voz melosa que antes lo atrapaba, pero que ahora le resultaba repugnante.

Salió de la oficina con su elegante caminar, moviendo las caderas como si aún tuviera control sobre él.

Pero no lo tenía.

No más.

Emanuel apretó los puños y se dejó caer en su silla.

Un impulso de ira recorrió su cuerpo y, antes de pensarlo, tomó la primera cosa que encontró en el escritorio y la arrojó contra la pared.

El portaplumas de metal se estrelló con un ruido sordo, dejando una marca en la pared blanca.

Respiró agitado.

M****a.

Estaba perdiendo el control.

Pero no iba a dejar que ella lo viera.

No iba a darle el placer de saber cuánto lo había jodido.

Se pasó una mano por el rostro, tratando de calmarse.

Cuando Georgina regresó con su café, él ya estaba de vuelta en su fachada de hielo.

Se lo dejó sobre el escritorio y, antes de irse, se inclinó demasiado cerca.

Demasiado confiada.

—Si necesita algo más, ya sabe dónde encontrarme —murmuró con un tono insinuante.

Emanuel la miró directamente a los ojos y dijo con frialdad:

—Sí. Le agradecería que se limitara a su trabajo.

Por primera vez, la vio pestañear.

Esa ligera grieta en su máscara de seguridad lo hizo sentirse un poco menos miserable.

Ella sonrió, pero su mirada estaba calculando algo.

Se dio la vuelta y salió, dejándolo solo.

Emanuel suspiró.

Se quedó mirando su café. Ni siquiera tenía ganas de tomarlo.

Su celular vibró.

Lo tomó con rapidez, con la esperanza de ver el nombre de Ismael en la pantalla.

Pero no.

Era un mensaje de un número desconocido.

"Nos vemos esta noche. Quieres hablar."

Emanuel sintió un escalofrío en la nuca.

No reconoció el número.

Pero sabía que no era una coincidencia.

Algo estaba por estallar.

Y esta vez, no iba a esperar sentado.

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