Capítulo 7
Santiago primero fue a la oficina del doctor para preguntar sobre los resultados de los exámenes de su abuela. Cuando regresó a la habitación del hospital, Lina ya estaba despierta y estaba inclinada arropando a la anciana.

Al escuchar el ruido, ella se volteó. Sus ojos aún mostraban signos de somnolencia.

—Señor Cruz—dijo con voz bajita.

La voz de la joven era dulce y en la oscuridad de la noche parecía ablandar el corazón.

Santiago asintió.

—Gracias por cuidar a mi abuela.

Él entendió de inmediato por qué no se había ido. Su abuela no elogiaba a la gente fácilmente, así que era evidente que Lina tenía algunas cualidades admirables.

—No tiene que ser tan formal, no hice mucho. Además... comí de su sopa de costillas al mediodía.

Ella sentía que debía retribuir la amabilidad recibida. Había comido la sopa, así que cuidar un poco a la anciana no era gran cosa.

Santiago la miró y preguntó:

—¿Qué tal estuvo?

—¿Eh?—Lina no esperaba esa pregunta. Dudó un momento y respondió algo avergonzada:

—Estaba bien, solo un poco desabrida.

—Mmm—Santiago no se molestó, aceptó su opinión con calma y explicó:

—Los ancianos no pueden comer muy salado, así que le puse menos sal.

Lina se sorprendió.

—¿Usted hizo la sopa?

Antes de que Santiago pudiera responder, se escuchó la voz de Alicia:

—Sí, él la hizo. No solo sabe hacer sopas, también cocina, lava la ropa, cambia focos, arregla electrodomésticos... Un día de estos, cuando tengas tiempo, ven a casa y prueba su comida.

Lina se volteó. Alicia, que hace un momento dormía profundamente, ahora tenía los ojos abiertos y miraba a Santiago y a ella con una sonrisa.

Ante esto, Lina solo pudo elogiar:

—El señor Cruz es muy hábil.

Lina había conocido a muchos jefes y directivos en su trabajo que, si bien parecían imponentes y poderosos en el entorno laboral, resultaban ser bastante inútiles y torpes en la vida cotidiana. Sin embargo, parecía que Santiago era diferente a esos típicos jefes arrogantes. Cada uno de sus gestos y acciones demostraba una autosuficiencia y competencia que iban más allá del ámbito profesional.

Santiago no respondió y abrió el recipiente de comida para Alicia.

Alicia hizo un gesto con la mano.

—Ya cené.

—¿Ya cenó?—Santiago estaba sorprendido. Su abuela era más quisquillosa con la comida que él y nunca comía nada fuera de casa.

Alicia sonrió y dijo:

—La hermana de Lina trajo la cena y comí con ellas.

Santiago guardó el recipiente.

—Entonces le limpiaré la cara.

—No hace falta, Lina ya me la limpió y también me dio un baño de pies. No te necesito.

Lina tomó su bolso.

—Señor Cruz, ya es tarde, me voy. Adiós, Alicia.

—Adiós, niña—La anciana le hizo un gesto de despedida con la mano.

Cuando Lina se fue, Santiago comentó sonriendo:

—Parece que realmente le agrada esa chica.

—Me agrada mucho, ¿y a ti? ¿Te gusta?—Sin nadie más presente, la anciana hablaba más directamente. —Me he informado, ella terminó con su novio y ahora está soltera. Si estás interesado, deberías apresurarte.

Santiago tenía una expresión de resignación en su rostro.

Lina estaba bajo el alero del hospital esperando un taxi cuando de repente sopló una ráfaga de viento, salpicándola con gotas frías de lluvia. Instintivamente levantó la mano para cubrirse, pero alguien la jaló. El aroma fresco del hombre invadió sus sentidos. Lina miró atónita a la persona frente a ella.

—¿Señor Cruz?

Santiago sostenía delicadamente la muñeca de Lina. La piel bajo su palma era más suave y tersa de lo que jamás hubiera imaginado. Inexplicablemente, sentía un impulso de apretar con fuerza, pero se contuvo. En su lugar, habló en un tono de voz bajo y cuidadoso:

—¿Por qué te sonrojas cada vez que me ves?

Al escuchar esto, Lina sintió que su cara ardía, avergonzada sin saber dónde meterse.

—No... no es así, yo solo... solo...

Tartamudeó sin poder explicarse. Santiago no la interrumpió, solo la miraba en silencio, observando sus mejillas sonrojadas, sintiéndose muy interesado. Una brisa suave trajo consigo el aroma único de Lina, y sus ojos se entrecerraron. Con un leve tirón, Lina chocó contra su pecho.

Antes de que Lina pudiera reaccionar, él inclinó la cabeza para oler su cuello.

—¡Señor Cruz!— Lina exclamó con los ojos muy abiertos.

Sintió un escalofrío en el cuello cuando la punta de la nariz de Santiago rozó suavemente su piel, dejando un rastro íntimo. Lina entró en pánico, empujó a Santiago y huyó bajo la lluvia...

Cuarenta minutos después, llegó a su dormitorio en la universidad. Lina estaba empapada. Cuando subió las escaleras arrastrando los pies mojados y sacó las llaves para abrir la puerta, vio una figura parada frente a su habitación. Las piernas de Lina flaquearon, se detuvo sin poder avanzar.

Santiago apagó el cigarrillo y caminó hacia ella. A medida que su imponente figura se acercaba, Lina quiso huir, pero sus piernas no respondían, quedándose inmóvil. Solo pudo ver cómo se acercaba, y con voz ronca lo llamó:

—Señor Cruz.

Lina estaba completamente mojada, el agua goteaba de su cabello y ropa, formando rápidamente un charco en el suelo. Sus ojos estaban enrojecidos, y temblaba, quizás de frío.

—¿Por qué huyes?—La ira de Santiago se desvaneció en cuanto habló.

Era una chica tan frágil que no podía enfadarlo, solo quería protegerla. Pensó que probablemente sus acciones en la entrada del hospital la habían asustado, y se sintió un poco culpable.

—Perdona, me excedí antes. No tenía malas intenciones, solo percibí el aroma de tu perfume... Dime, ¿fuiste tú esa noche?

Su mirada era intensa, como si tuviera llamas, como si pudiera encenderla en un instante a pesar de estar empapada.

Lina negó con la cabeza y retrocedió.

—No... no sé de qué habla.

Santiago la agarró de la muñeca, impidiéndole retroceder, y preguntó directamente:

—La noche del campamento, ¿fuiste tú quien entró a mi tienda?

—No fui yo...—Lina lo negó rotundamente.

Santiago guardó silencio por un momento, su nuez de Adán se movió.

—¿Te atreves a demostrármelo?

Lina abrió mucho los ojos, sus pupilas temblaron, y después de un rato solo pudo decir:

—¡Sí!

En cuanto se cerró la puerta del dormitorio, el interior quedó en penumbras.

Lina encendió la lámpara del escritorio, iluminando un poco el entorno.

Lentamente, se dio la vuelta y comenzó a desabrochar sus botones uno por uno. Santiago, de pie junto a la puerta, la observaba. Aquella noche, la mujer había dejado varias marcas en su cuerpo, huellas del intenso placer. Santiago recordaba que no había sido gentil, y también había dejado marcas en el cuerpo de la mujer. Si Lina era esa mujer, ¡definitivamente tendría marcas en su cuerpo!

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