¡Se acerca el gran final!
Don modesto siempre creyó que Víctor no estaba preparado para hacerse cargo del reino, menos arrastrando con él el secreto de Debora, por esa razón se había abstenido de contarle acerca del significado de la herencia de sangre que corría en las venas de su hermana. Insipiente de tal información, creía exagerada la decisión de Debora al querer huir del reino. -Sabemos cómo ocultar está verdad como hasta ahora lo hemos hecho. No tienes por qué irte. -Se afanaba por tranquilizar el rey, viendo desde la entrada a su hermana empacando. -Es más grande de lo que crees, más grande de lo que podemos controlar. -Dijo Debora paseándose toda su habitación, buscando sólo objetos de importancia. -Ellos vendrán por mí. -No permitiré que te lastimen. -Y no querrán hacerlo, te lo aseguro. Es todo lo contrario, me van a veneran. -Escapó de la boca de la mujer. Víctor se vio obligado a acercarse y detener su andanza. -¿Qué quieres decir con eso? -Preguntó confundido. -Yo soy... -Un desgarrador grit
El brillo de la noche era opacado por las grisáceas nubes que cubrían todo el cielo, y las pequeñas gotas de una suave brisa era sólo el inicio de una pronta tormenta. El monarca se encontraba en uno de los balcones del castillo, bebiendo un refrescante coñac, mientras observaba el deprimente panorama natural.- ¿Cómo sigue Debora? - Preguntó Venecia quien llegaba inesperadamente a la estancia, ella se convirtió en reina luego de casarse con el heredero del trono.-No lo sé. Don modesto está cuidando de ella, y no he recibido notificación alguna de su parte. –Respondió Víctor, volviéndose hacia su esposa. Su cabello largo, caía en ondulaciones rojas y castañas claras como un rayo de sol perpetuo, combinando de forma etérea con sus ojos color café. La belleza que derrochaba era una semejanza a la perfección. Venecia tenía seis meses de embarazo y el monarca sólo pedía que su primer descendiente se pareciera más a ella que a él, no sólo en el físico, también en lo intangible. - ¿Cree
El coliseo estaba abarrotado de personas, humanos y algunos vampiros que lograban mezclarse entre la multitud. La familia real estaba ubicada en el palco más alto y visible del lugar. Venecia, sentada al lado izquierdo del rey, vestía un extravagante vestido rojo, y accesorios del mismo color que adornaba su cuello y manos. La vestimenta de Debora era más sencilla. El blanco de su vestido hacía resaltar su largo cabello negro, y su hermosa piel blanca carecía de cualquier tipo de maquillaje y artificios, brindándole un aspecto más sencillo, pero nunca vulgar. El monarca vestía también de blanco, pero las miradas eran cautivadas por su inmensa corona decorada con rubíes. Justo debajo de ellos yacía otro palco, donde el portavoz del reino se comunicaba con todos los espectadores. -A través de los siglos hemos sido víctimas de los infames demonios. –Comunicaba el portavoz, envuelto entre aplausos y elogios – ¡Nunca más! –Finalizo así, aumentando aún más la euforia del público.
La brisa del invierno se hizo presente durante toda la mañana, una condición climática muy codiciada por los vampiros. El conde se encontraba en la sala de estar de la mísera casa de la familia Franco acompañado de su edecán Raymond, un hombre de estatura promedio, cabello negro y ojos de color pardo oscuro que se apreciaban bajo un par de cejas pobladas. Ambos hombres aguardaban, pacientes, arropados por la disminuida intensidad de la única lámpara que no lograba iluminar toda la estancia. El silencio no era inusual. Las palabras quedaban amarradas en un nudo cada vez que la monarquía asesinaba a miembros de su tribu. En el pasado, ya lejano, los inhumanos podían vulnerar la fortaleza del reino y salvar a su gente de la mortandad, pero luego de un tiempo era absurdo incluso fantasear con la posibilidad de hacerlo. La defensa del castillo se había consolidado. No tenían forma de penetrar al coliseo y salir airosos de una misión que se pudiera etiquetar como suicida. El final de la
Las agujas del reloj marcaban las doce de la noche y el cielo empezaba a desligar pequeñas gotas de lluvia. El temporal no cedía sus malos días, ni siquiera en junio cuando un cielo ligeramente nublado y temperatura de 15°C se consideraba un verano convencional. La habitación estaba sumergida en una impetuosa oscuridad para comodidad de Kisha quien yacía sentada en una esquina de la estancia observando con detenimiento a Sonya. Los ojos de la inhumana estaban pintados de color carmesí para que la falta de luz no cohíba su visión. A diferencia de Raymond, ella apoyaba los ideales del conde y de su raza. No le disgustaba sanar o salvar humanos siendo consciente que amparar a la especie más débil de la creación era el propósito de su existencia. Lamentaba que su amigo y edecán de la tribu desestimara sus creencias, aunque no podía culparlo, después de todo sus protegidos también eran sus verdugos.Los parpados de Sonya se levantaban despacio, mientras trataba de acomodar su distorsionad
Su vestimenta era tan convencional como la de cualquier transeúnte, quizás con un ápice extra de elegancia, el Conde aborrecía la simpleza en su imagen personal. Sin paso apresurado, se encaminaba a la morada de los Francos con el ánimo taciturno al recordar que su fiel aliada había capturada tras obedecer sus órdenes y marcharse a la casa de un purificador. Howard no dejaba de recriminarse por lo ocurrido, era como si hubiese colocado la cabeza de su amiga en una guillotina. Aunque ya no existían posibilidades de salvarla, el conde estaba dispuesto a evitar que una situación semejante se repitiera. No volvería a ofrendar a un miembro de su tribu. Presionó el timbre, cuando yacía frente a la puerta y enseguida tuvo respuesta. -¿Quién es usted? –Inquirió curiosa Sonya. Los Francos no era una familia distinguida en el vecindario, menos fuera de allí, así que la presencia de un desconocido era intrigante para la joven. -Mi nombre es Howard y estoy buscando a la señora Estela Franco.
Con gran indignación, Víctor regañaba a Debora por la decisión que tomó al liberar a la vampira, un acto que se consideraba traición y era condenado con privación de libertad. La menor de los Rousseau lo sabía, pero no estaba dispuesta a quedarse con los brazos cruzados, mientras se cometía una obvia injusticia. -Es tiempo que las leyes sean renovadas, no puedes seguir asesinando a inocentes sólo…-¿Inocentes? –Replicó con incredulidad el monarca. –Esos demonios chupa sangres han asesinado más de nosotros que nosotros de ellos.-Hacen lo necesario para protegerse y evitar su exterminio.-No tienes ni idea de lo que dices. –Vociferó el primogénito, sintiéndose al borde de la exasperación. La traición de su propia hermana lo había puesto entre la espada y la pared, aún respiro del derrocamiento. La solución era indiscutible, Debora tenía que excusarse ante todo el reino sin embargo, Víctor temía que el remedio fuese peor que la enfermedad. Su hermana podía ser muy impredecible.
El Conde yacía de pie en la sala de estar de la casa Franco, a esperas de Sonya quien nostálgica se despedía de su madre y de su abuelo. No era la primera vez que Howard refugiaba a un humano en su tribu y no tenía inconvenientes en hacerlo, así podía depurar la mala reputación que la falsa monarquía les imputó. Varios de esos refugiados agradecían el gesto apoyando su causa.-Debemos irnos. El camino es largo. –Dijo el conde, cansado de la prolongada despedida. Antes de que pudiese marcharse, Estela le entregó a su hija el único objeto de valor que la familia podía presumir, un colgante hecho de plata pura. -Nunca te lo quites. –Aconsejó la madre. Los accesorios de aquel material podían vulnerar a los vampiros, era la manera en la que los ilustres se defendían. -Estará bien, lo prometo. –Dijo el Conde.-Tu raza es descendiente del mismísimo Lucifer. Con ustedes, mi nieta, jamás estará a salvo. – Acusó el longevo hombre. –Juró que no descansaré hasta a ver a tu raza devuelta en e