El coliseo estaba abarrotado de personas, humanos y algunos vampiros que lograban mezclarse entre la multitud. La familia real estaba ubicada en el palco más alto y visible del lugar. Venecia, sentada al lado izquierdo del rey, vestía un extravagante vestido rojo, y accesorios del mismo color que adornaba su cuello y manos. La vestimenta de Debora era más sencilla. El blanco de su vestido hacía resaltar su largo cabello negro, y su hermosa piel blanca carecía de cualquier tipo de maquillaje y artificios, brindándole un aspecto más sencillo, pero nunca vulgar. El monarca vestía también de blanco, pero las miradas eran cautivadas por su inmensa corona decorada con rubíes. Justo debajo de ellos yacía otro palco, donde el portavoz del reino se comunicaba con todos los espectadores.
-A través de los siglos hemos sido víctimas de los infames demonios. –Comunicaba el portavoz, envuelto entre aplausos y elogios – ¡Nunca más! –Finalizo así, aumentando aún más la euforia del público.
En ese instante llegaron al coliseo tres guardias, cada uno con un vampiro con las manos atadas a la espalda. Caminaron toda la arena hasta llegar a tres pilares que se hallaban en el centro del coliseo. Los espectadores se agasajaban como si de un espectáculo de circo se tratase, mientras que los hombres inhumanos guardaban silencio. Sabían qué les deparaba el destino desde el instante en el que fueron capturados y no había nada que pudieran hacer para evitarlo, así que prefirieron perecer con orgullo que hacerlo suplicando perdón sólo por ser quienes eran.
No demoró mucho tiempo para que un hombre de piel blanca, cabello rubio, y ojos claros se apareciera en el coliseo. Lucaccio vestía pantalones negros, sin camisa y sus pies estaban en contacto directo con la arena. Sostenía en sus manos un arco, y en su espalda tres flechas con punta de plata. Cuando los tres vampiros yacían aferrados a los pilares, el singular guardia se posicionó frente a ellos. Los ojos de Debora se enfocaban enfáticamente, sobre el hombre semidesnudo del coliseo. No recordaba en qué momento, Lucaccio, se había convertido en quien era ahora: ese hombre atroz y servicial al régimen de su hermano. No lo desestimaba como amigo, pero no consideraba plausible su estilo de vida. El joven guardia no era sólo un cazador de vampiros, también los asesinaba.
-Lucaccio –Dijo el portavoz, dirigiéndose al arquero –Verdugo de nuestros verdugo ¡Acaba con ellos! –La multitud estalló en euforia. El hombre puso sus pies firmes en el arenoso suelo, alcanzó una de las flechas en su espalda y la acomodó en el arcó que apuntaba hacia uno de los tres demonios en el centro del coliseo. Los ojos claros del verdugo miraban con precisión su primer objetivo. Le gustaba que su rostro fuese el último que sus víctimas apreciaran antes de morir. En un instante tan efímero como un parpadeo la flecha que sostenía fue lanzada hasta clavar justo en el corazón del vampiro quien agonizó por breves segundos antes de fallecer. Los labios de Víctor se extendieron en una soberbia sonrisa luego de que la muchedumbre colmara el coliseo de aplausos, en cambio Debora se vio forzada a cerrar los ojos para evitar ser testigo del crimen que Lucaccio cometía. Bajó la cabeza para ver su regazo, mientras sus oídos seguían percibiendo el alboroto y el escándalo que formaban cuando el verdugo se preparaba para aniquilar al segundo vampiro.
-¿Te encuentras bien, Debora? –Cuestionó Venecia al ver a su cuñada cabizbaja.
-Sí, sólo necesito un poco de aire fresco. –Se excusó Debora, levantándose y marchándose. De haber estado en otra circunstancia Víctor hubiese ido detrás de ella, pero no podida correr a mitad de la mortandad, sería desvalorizar una tradición.
Los pasos de Debora la llevaron hasta uno de los pasillos más extensos del castillo. Desde que estaba muy pequeña, Debora había sido testigo de aquel acto atroz, pero no importaba cuánto tiempo pasará, ella seguía reaccionando como una niña pequeña, horrorizada con algo que su hermano sentía natural. Se aproximó a una de las ventanas que yacían abiertas y respiró un poco del aire fresco que se colaba por la apertura. Tratando de desprender su alma de la sensación que percibía con la mortandad. Advirtió el sonar de unas pisadas que se acercaban a su dirección y no tardó en avistar a Don modesto quien llegaba a compartir la estancia donde ella se hallaba.
-Niña Debora. –Habló el longevo hombre, robándole una sonrisa a la mencionada. –No debería estar aquí.
-Prefiero estar aquí que volver al coliseo. –Se sinceró Debora. Don modesto sabía lo mucho que detestaba la mortandad, aunque lo adjudicaba al buen corazón de la chica quien siempre se mostró empática hacia los demás. Era una cualidad que compartía con su madre, Víctor, en cambio, se asemejaba más a su padre con un talante austero y frío.
-¿Asistirá al festejo de esta noche? –Cuestionó Don modesto.
-¿Tengo otra opción?
-Por supuesto que la tiene. Si no siente el gusto de acompañarnos, no lo haga. No la podemos obligar a contradecir sus deseos. –Articuló el hombre, cautivando el interés de Debora. La festividad que se llevaba a cabo luego de la mortandad era una costumbre de antaño a la que Debora asistía, siempre, exigida, por tal razón fue una sorpresa para ella oír a Don modesto cediéndole la posibilidad de no hacer acto de presencia en la prestigiosa velada. El longevo hombre sabía que su decisión causaría polémica entre los medios de comunicación del reino, y eso enfurecería al monarca, más aún al ser una decisión efectuada sin su consentimiento, pero prefería enfrentarse a Víctor antes de arriesgarse a que Debora se viera rodeada de tantas personas. Don modesto estaba seguro que más temprano que tarde el caos entre la familia real estallaría. Aunque no tenía manera de evitarlo, sí podía atrasarlo, y así lo haría hasta más no poder.
(…)
Mientras que sus diseñadoras tomaban las medias exactas para confeccionar un traje a la medida que el rey pudiera lucir en la celebración de la noche, Víctor apreciaba su reflejo en el espejo, no por vanidad, más bien era por la ironía que advertía al ver a un hombre recio posado de pie al otro lado del cristal, nada semejante al hombre temeroso y preocupado que sentía en su interior. El monarca siempre creyó tener todo bajo su control, a pesar de las cientos de veces en las que Don modesto le hacía saber que lo que se avecinaba era algo más grande que sus capacidades. Empezaba a sentir la presión de la realidad y no tenía ni la menor idea de qué hacer. Consideraba una locura meditar como solución los consejos de Don modesto, y aunque la desesperación lo convertía en un loco, la cordura volvía a él cuando recordaba que no se trataba de alguien apilado en lo trivial, sino de su hermana, sangre de su sangre. Sus ojos saltaron de su reflejo al de Venecia quien entraba a la estancia inesperadamente.
-Tómense un descanso. –Vociferó el monarca bajándose del pequeño taburete en el que estaba posado. Las costureras no cuestionaron su decisión y se marcharon dejando un ambiente de privacidad y comodidad para los reyes.
-Lucirás perfecto está noche. –Afirmó Venecia, Víctor esbozó una carcajada. Deseaba que todos pudieran verlo con los mismos ojos con los que lo hacía su esposa.
-Quedé intrigada con la manera en la que Debora actuó en el coliseo.
-No es algo nuevo. –Repuso Víctor encogiéndose de hombros.
-Lo sé, pero creo que está vez reaccionó con exageración. –Opinó Venecia, el rey guardó silencio, no tenía razones para desestimarla. Sólo esperaba que la acción de Debora no tuviera relación con respecto a su anomalía.
-Le diré que pronuncie una disculpa durante la cena de la velada de hoy.
-¿Cómo dices? –Inquirió la mujer con inquietud. –Estuve hablando con Debora y me comentó que Don modesto le había permitido ausentarse en el festejo.
-¿Disculpa? –Replicó Víctor atónito. En ese instante agradeció a las casualidades de la vida que llevaron a Don modesto hasta la estancia en la que se encontraban. El monarca no esperó un solo segundo para exigirle una explicación al longevo hombre.
-Creó que es la mejor decisión…
-¿Crees que es buena idea que Debora se ausente de la velada, luego de marcharse de forma irrespetuosa de la mortandad? –Preguntó incrédulo Víctor, enfadado.
-La señorita Debora no se encuentra en sus mejores condiciones para compartir con otras personas. –Dijo Don modesto con calma, entonces Víctor entendió la verdadera razón por la que el hombre frente a él osó a perjudicar la reputación de la realeza. Ojeó a Venecia quien se detallaba confundida. Conocía bien a su mujer y sabía lo curiosa que podía llegar a ser, así que prefirió no seguir ondeando en el tema.
La brisa del invierno se hizo presente durante toda la mañana, una condición climática muy codiciada por los vampiros. El conde se encontraba en la sala de estar de la mísera casa de la familia Franco acompañado de su edecán Raymond, un hombre de estatura promedio, cabello negro y ojos de color pardo oscuro que se apreciaban bajo un par de cejas pobladas. Ambos hombres aguardaban, pacientes, arropados por la disminuida intensidad de la única lámpara que no lograba iluminar toda la estancia. El silencio no era inusual. Las palabras quedaban amarradas en un nudo cada vez que la monarquía asesinaba a miembros de su tribu. En el pasado, ya lejano, los inhumanos podían vulnerar la fortaleza del reino y salvar a su gente de la mortandad, pero luego de un tiempo era absurdo incluso fantasear con la posibilidad de hacerlo. La defensa del castillo se había consolidado. No tenían forma de penetrar al coliseo y salir airosos de una misión que se pudiera etiquetar como suicida. El final de la
Las agujas del reloj marcaban las doce de la noche y el cielo empezaba a desligar pequeñas gotas de lluvia. El temporal no cedía sus malos días, ni siquiera en junio cuando un cielo ligeramente nublado y temperatura de 15°C se consideraba un verano convencional. La habitación estaba sumergida en una impetuosa oscuridad para comodidad de Kisha quien yacía sentada en una esquina de la estancia observando con detenimiento a Sonya. Los ojos de la inhumana estaban pintados de color carmesí para que la falta de luz no cohíba su visión. A diferencia de Raymond, ella apoyaba los ideales del conde y de su raza. No le disgustaba sanar o salvar humanos siendo consciente que amparar a la especie más débil de la creación era el propósito de su existencia. Lamentaba que su amigo y edecán de la tribu desestimara sus creencias, aunque no podía culparlo, después de todo sus protegidos también eran sus verdugos.Los parpados de Sonya se levantaban despacio, mientras trataba de acomodar su distorsionad
Su vestimenta era tan convencional como la de cualquier transeúnte, quizás con un ápice extra de elegancia, el Conde aborrecía la simpleza en su imagen personal. Sin paso apresurado, se encaminaba a la morada de los Francos con el ánimo taciturno al recordar que su fiel aliada había capturada tras obedecer sus órdenes y marcharse a la casa de un purificador. Howard no dejaba de recriminarse por lo ocurrido, era como si hubiese colocado la cabeza de su amiga en una guillotina. Aunque ya no existían posibilidades de salvarla, el conde estaba dispuesto a evitar que una situación semejante se repitiera. No volvería a ofrendar a un miembro de su tribu. Presionó el timbre, cuando yacía frente a la puerta y enseguida tuvo respuesta. -¿Quién es usted? –Inquirió curiosa Sonya. Los Francos no era una familia distinguida en el vecindario, menos fuera de allí, así que la presencia de un desconocido era intrigante para la joven. -Mi nombre es Howard y estoy buscando a la señora Estela Franco.
Con gran indignación, Víctor regañaba a Debora por la decisión que tomó al liberar a la vampira, un acto que se consideraba traición y era condenado con privación de libertad. La menor de los Rousseau lo sabía, pero no estaba dispuesta a quedarse con los brazos cruzados, mientras se cometía una obvia injusticia. -Es tiempo que las leyes sean renovadas, no puedes seguir asesinando a inocentes sólo…-¿Inocentes? –Replicó con incredulidad el monarca. –Esos demonios chupa sangres han asesinado más de nosotros que nosotros de ellos.-Hacen lo necesario para protegerse y evitar su exterminio.-No tienes ni idea de lo que dices. –Vociferó el primogénito, sintiéndose al borde de la exasperación. La traición de su propia hermana lo había puesto entre la espada y la pared, aún respiro del derrocamiento. La solución era indiscutible, Debora tenía que excusarse ante todo el reino sin embargo, Víctor temía que el remedio fuese peor que la enfermedad. Su hermana podía ser muy impredecible.
El Conde yacía de pie en la sala de estar de la casa Franco, a esperas de Sonya quien nostálgica se despedía de su madre y de su abuelo. No era la primera vez que Howard refugiaba a un humano en su tribu y no tenía inconvenientes en hacerlo, así podía depurar la mala reputación que la falsa monarquía les imputó. Varios de esos refugiados agradecían el gesto apoyando su causa.-Debemos irnos. El camino es largo. –Dijo el conde, cansado de la prolongada despedida. Antes de que pudiese marcharse, Estela le entregó a su hija el único objeto de valor que la familia podía presumir, un colgante hecho de plata pura. -Nunca te lo quites. –Aconsejó la madre. Los accesorios de aquel material podían vulnerar a los vampiros, era la manera en la que los ilustres se defendían. -Estará bien, lo prometo. –Dijo el Conde.-Tu raza es descendiente del mismísimo Lucifer. Con ustedes, mi nieta, jamás estará a salvo. – Acusó el longevo hombre. –Juró que no descansaré hasta a ver a tu raza devuelta en e
La incertidumbre era predominante en el sinfín de emociones que el monarca sentía. Todo a su alrededor se estaba derrumbando pedazo a pedazo. Después de la hazaña de su hermana en la mortandad, sus aliados de otras comarcas estaban reconsiderando desvincular sus convenios, negándose a involucrarse con un régimen que apoyaba, parcialmente, a los vampiros. Si desterraba a Debora del reino sus alianzas se fortificarían, además de que estuviera evitando problemas futuros sin embargo, no parecía ser razón suficiente para flaquear su corazón. Víctor se sentó en el borde de la cama y suspiró profundamente. Sus pensamientos estaban tan ofuscados como lo estaba el cielo de aquella noche, y la lluvia del exterior no se asemejaba a la tormenta desatada en su cabeza. Sintió las turbulencias de su alma despejarse cuando los brazos de su esposa se enlazaron alrededor de su cintura. -No te sigas mortificando. –Dijo la mujer depositando un beso en la parte posterior de su cuello. -No entiendo c
Usaba sus manos para terminar de arreglar un par de hebras rebeldes en su cabello rubio, mientras detallaba su reflejo en el espejo, esperando ver un deterioro en su traje oscuro que pudiera deshacer antes de partir de su casa. Lucaccio no solía vestirse con tanta elegancia, así que se aseguraba de lucir perfecto las pocas veces que lo hacía, más aún cuando la velada sería junto a la hermana del monarca. Ojeó por última vez al aquel caballero del espejo antes de acercarse a un buró de madera caoba y sacar de uno de sus cajones una afilada daga de plata que guardó en la parte posterior de sus pantalones a la altura de su cintura, el tamaño del pequeño objeto no formaba bulto, así que no era divisible, pero más importante, no desaliñaba su traje. Abandonó su ostentosa morada que en ningún lugar expresaba modestia. El verdugo no gozó de ninguna riqueza cuando era un niño, así que, de adulto ya, no se limitaba con sus caprichos. Cualquier cosa que quisiera la adquiría, sin medir costos u
Las horas del día resultaron eternas para Debora, quien en ningún momento cruzó palabras con nadie. Para la inusual ocasión decidió colocarse un elegante vestido rojo, su cabello suelto con ondulaciones en las puntas y sus labios estaban pintados del mismo tono carmesí del vestido, decidió lucir igual que lo haría en una cena convencional, sólo esperaba que no fuera demasiado elegante ni extravagante para cenar con un vampiro. Debora bajó de su habitación para encontrarse con el encargado de conducir el carruaje que la llevaría hasta el lugar de encuentro pautado, el cochero yacía en espera de la joven Rousseau en la estancia principal del castillo, Debora frenó en seco al percatarse de la inesperada presencia de su hermano que platicaba con el empleado. -Iré a preparar el carruaje, señor. –Pronunció el cochero, abandonado la estancia después de una reverencia para el rey, dejando en privacidad a los hermanos. -Te ves bien. –Alagó con sinceridad Víctor, levantándose del mueble con s