El brillo de la noche era opacado por las grisáceas nubes que cubrían todo el cielo, y las pequeñas gotas de una suave brisa era sólo el inicio de una pronta tormenta. El monarca se encontraba en uno de los balcones del castillo, bebiendo un refrescante coñac, mientras observaba el deprimente panorama natural.
- ¿Cómo sigue Debora? - Preguntó Venecia quien llegaba inesperadamente a la estancia, ella se convirtió en reina luego de casarse con el heredero del trono.
-No lo sé. Don modesto está cuidando de ella, y no he recibido notificación alguna de su parte. –Respondió Víctor, volviéndose hacia su esposa. Su cabello largo, caía en ondulaciones rojas y castañas claras como un rayo de sol perpetuo, combinando de forma etérea con sus ojos color café. La belleza que derrochaba era una semejanza a la perfección. Venecia tenía seis meses de embarazo y el monarca sólo pedía que su primer descendiente se pareciera más a ella que a él, no sólo en el físico, también en lo intangible.
- ¿Crees que la enfermedad que padece tu hermana pueda ser hereditaria? –Cuestionó la mujer acariciando su vientre.
- Estoy seguro de que no lo es. –Afirmó el monarca, fueron interrumpidos con la inoportuna llegada de un hombre de estatura promedio. Su cabello y su frondosa barba estaban teñidos con el color de la vejez. El señor se acercaba a los setenta años de edad y su apariencia física evidenciaba el hecho.
- ¡Don modesto! –Dijo con sorpresa Víctor, acortando un poco de distancia entre él y el recién llegado. Sus pasos lo detuvieron a un lado de su esposa. -¿Cómo está Debora?
- La señorita se encuentra mejor, pero su temperatura sigue siendo alta. Puede pasar a verla, si así lo desea. –Respondió Don modesto con voz carrasposa y tono de sabiduría. El monarca no dudo en su repuesta y se encaminó a la habitación donde yacía su hermana, recuperándose, dejando atrás a su esposa. El anciano hombre había sido la mano derecha durante el reinado del padre de Víctor y Debora, conocía con minuciosidad cada secreto que se encerraba entre los muros del castillo y la importación de que se mantuvieran allí. Luego del desafortunado deceso del progenitor del heredero al trono, Don modesto había forjado una representación paternal para los hermanos Rousseau, encargándose desde disciplinar a Víctor en su camino como rey hasta cuidar de Debora quien padecía de una inexplicable enfermedad.
No demoraron demasiado en llegar. Víctor abrió la puerta con un cuidado meticuloso y observó a su hermana sentada en el borde de la cama, de espalda a él. Debora hizo un leve afán por levantarse sin embargo, sus piernas vacilaron. El monarca se apresuró hacia ella con el objetivo de sujetarla, venturosamente, la mujer cayó, nuevamente, sentada en el bordillo de la cama.
-¿Qué te sucede? –Cuestionó el mayor de los Rousseau, acomodándose a un lado de su hermana.
-Me duele la cabeza. –Se quejó Debora.
- Le traeré unas aspirinas. –Se ofreció Don modesto quien no había querido cruzar la entrada. El bienestar de la joven mujer era una problemática desde que ella estaba muy pequeña. Su padre le había asegurado que fue diagnosticada por centenares de médicos cuando su edad apenas se media en meses, pero ninguno pudo acertar con su padecimiento, así que Debora aprendió a vivir sobrellevando su enfermedad, aunque cada día que transcurría era más desalentador que el anterior.
-Mi salud empeora. –Vociferó, sintiéndose deshecha. Don modesto se apareció con las aspirinas en una de sus manos y un vaso de agua en la otra. Se encaminó hasta donde estaban los hermanos del trono y le entregó lo mencionado a la mujer. Debora metió dos tabletas en el interior de su boca para luego ingerirlas con un poco de agua.
- Encontraré la manera de que te recuperes. Lo prometo. –Dijo Víctor. Ninguno de los otros dos presentes en la estancia fue testigo de la mirada de desaprobación que Don modesto le dedicó, después de haber pronunciado esas palabras. Debora se acostó en su lecho y pidió privacidad a ambos hombres quienes, como buenos caballeros que eran, se retiraron sin objetar, aunque Víctor no se marchó hasta no haberla cobijado con una frazada.
Prefirieron regresar a la estancia que habían abandonado con anterioridad, el monarca siguiendo el paso lánguido, pero firme de Don modesto. El anciano hombre tomó el atrevimiento de servir coñac en dos pequeños vasos de cristal para luego entregarle uno a Víctor que yacía sentado en uno de los muebles aterciopelados de la habitación. Don modesto se acomodo en otro, frente a él.
-Tu padre estaría muy orgulloso por la preocupación que depositas en Debora aunque, como yo, reprocharía las promesas falsas que le dices. –Habló el veterano. Víctor le desafió la mirada con altivez. –Ella no tiene sanación, por el contrario, sólo empeorará.
-Tengo que buscar la manera. No puedo quedarme con los brazos cruzados, sin hacer nada.
-Lo mejor que puedes hacer por ella es desterrarla. –Dijo Don modesto.
-Jamás se me ocurriría hacer algo así. Es mi hermana, es mi familia. –Declaró Víctor, sellando sus labios con un trago de coñac.
-Venecia y la criatura que espera, son tu familia, Debora sólo los pone en riesgo. –Articuló el anciano hombre con testarudez. Víctor se terminó su bebida alcohólica en un sólo trago, mientras se obliga a calmarse.
-¿Qué pasaría si fuese Calvin quien atravesaría la misma situación por la que atraviesa mi hermana? –Cuestionó perspicazmente el monarca.
-No entiendo, ¿qué tiene que ver mi hijo en todo esto?
-Responde la pregunta. –Exigió Víctor. – ¿Lo desterrarías del reino? ¿Lo exiliarás de tu vida?
-Claro que lo haría. –Afirmó el vegete sin titubeó. Víctor creía muy desnaturalizada su respuesta, aunque no le sorprendía. Las creencias y principios de Don modesto lo habían forjado en el hombre que ahora era. –Sacrificaría a mi primogénito para proteger a mis otros hijos y a mis nietos.
-Es una lástima que sean sólo palabras. Me encantaría tener la misma facilidad que tú para mentirme. –Dijo el monarca. Colocó el vaso sobre la mesita de cristal que se interponía entre él y Don modesto, y se retiró de la estancia.
(...)
La violenta tormenta, que ya se había desatado, y la lúgubre noche era la alianza perfecta para el desastre. El centinela de turno se aseguraba de que todos en el reino se refugiarán del despiadado aguacero. Durante su indeseable paseo en las inundadas calles se había encontrado a algunos transeúntes a los que ordenó marcharse a sus respectivos hogares, inmediatamente, pero su cometido estaba lejos de terminar. Continúo con su vigilia, cubierto sólo con un impermeable que lograba mantenerlo seco. Se acoplaba a los cristales de los diferentes establecimientos para observaba que en su interior no hubiese nadie que, quizás, requiera de su ayuda y seguía andando.
A la distancia, avistó a un hombre que se ocultaba debajo de un sobretodo negro, quien caminaba las calles de la comarca sin ninguna prisa. El centinela trató de cautivar su atención con un colosal grito sin embargo, su voz se ahogaba con la sonora tempestad, así que no encontró otra solución, más que acercarse hasta donde el sujeto se encontraba. Emprendió un vertiginoso caminar que se detuvo sólo cuando ya estaba a espaldas del hombre.
-Caballero, el cielo se está cayendo, es peligroso transitar las calles. –Advirtió el centinela al hombre que no se tomó la molestia de volverse a encararlo, tan sólo se mantuvo quieto en el camino, observando la monumental construcción que yacía frente a él. El castillo del monarca estaba escudado con una verja de plata que se extendía hasta por dos manzanas para evitar que los vampiros tantearan con vulnerar su hogar.
-Refugio de los pecadores. –Vociferó el misterioso hombre en un inentendible murmuró.
-¿Disculpe? –Dijo el centinela, entonces el otro se giró hacia él.
-Refugio de los pecadores. –Repitió el Conde. El salvaguardia detalló los afilados colmillos que sobresalían de su boca y amagó con desenfundar su arma, pero el sobrenatural lanzó una de sus manos al cuello del mortal y apretó con fuerza. –Pronto está tierra volverá a ser de nosotros y todos los que osaron a hincarse ante el ilegítimo monarca será castigado por mi abad. –Dijo el Conde antes de que el centinela perdiera la conciencia, luego soltó su humanidad que quedó tendido el suelo.
El misterioso británico tenía la obligación de derrocar la falsa monarquía y devolver al reino a su verdadero líder sin embargo, no era tan fácil como decirlo. No podía destruir al falso monarca y hacerse con el poder. Sólo un descendiente del rey tenía la honra de continuar con su legado, la responsabilidad del Conde se basaba en ayudar y guiar al nuevo rey en su tiempo de ordenanza. Luego de la rebelión de los humanos, los vástagos del abad escaparon del reino y se ocultaron, tras haberse pronunciado una ostentosa recompensa por ellos. Howard pasó décadas de su vida recorriendo el mundo entero en busca de un heredero, pero nunca lo encontró, aunque no cedió sus esperanzas de hallarlo y decidió regresar al lugar donde todo había comenzado con el dócil vestigio de que uno de los hijos de su monarca residía, aún, en las primeras tierras que sufrieron la usurpación de los insolentes humanos.
El conde permanecía inmóvil frente al castillo, observando atraves de una de las ventanas a la mujer que tampoco apartaba su vista de él. Debora desde su habitación avistaba, atentamente, al hombre de ojos rojos que yacía parado en la acera de enfrente, era un vampiro muy osado, posarse a una distancia tan corta del castillo y mostrar su naturaleza era riesgoso. El régimen de su hermano no se caracterizaba por ser piadoso con los demonios inhumanos.
El sonar de la puerta cautivó su atención y su mirada se desvió hacia la entrada.
-¿Puedo pasar? –Cuestionó un hombre de cabello dorado y ojos azules como el zafiro quien se asomaba por la puerta. Debora regresó su mirada hacia afuera para afirmar que el mirador seguía ahí, si el recién llegado atestiguara su presencia, iniciaría una persecución en contra de lo que ella consideraba un pacificó transeúnte, así que decidió cerrar la ventana.
-Por supuesto, Lucaccio, adelante. –Invitó Debora con una sonrisa en su rostro. El chico no se hizo rogar e ingresó a la habitación. Ambos habían sido amigos cuando estaban pequeños, debido a su contemporánea edad. Lucaccio era uno de los superiores en la protección del reino, un guardia de alto prestigio, a pesar de su juventud.
Conversaron por largas horas en las que Debora no dejó de pensar en el hombre que apreció cruzando la calle. A diferencia de su hermano, ella no repudiaba a los vampiros. Los etiquetaba como a los humanos: los buenos y los que no lo eran. En ocasiones deseaba que Víctor los pudiera reconocer como lo hacía ella, en lugar de condenar en la mortandad a cualquier inhumano, y otra veces anhelaba ser partícipe del régimen impuesto por su padre y transmitido a su hermano en el que dictaba a todos los vampiros como demonios que debían ser destruidos sin importar, género, raza, ni edades. Debora pensaba con frecuencia que compartir los mismos principios que su hermano le haría disfrutar un poco más de la vida, pero ella, simplemente, no podía ver con justicia los crímenes del monarca.
El coliseo estaba abarrotado de personas, humanos y algunos vampiros que lograban mezclarse entre la multitud. La familia real estaba ubicada en el palco más alto y visible del lugar. Venecia, sentada al lado izquierdo del rey, vestía un extravagante vestido rojo, y accesorios del mismo color que adornaba su cuello y manos. La vestimenta de Debora era más sencilla. El blanco de su vestido hacía resaltar su largo cabello negro, y su hermosa piel blanca carecía de cualquier tipo de maquillaje y artificios, brindándole un aspecto más sencillo, pero nunca vulgar. El monarca vestía también de blanco, pero las miradas eran cautivadas por su inmensa corona decorada con rubíes. Justo debajo de ellos yacía otro palco, donde el portavoz del reino se comunicaba con todos los espectadores. -A través de los siglos hemos sido víctimas de los infames demonios. –Comunicaba el portavoz, envuelto entre aplausos y elogios – ¡Nunca más! –Finalizo así, aumentando aún más la euforia del público.
La brisa del invierno se hizo presente durante toda la mañana, una condición climática muy codiciada por los vampiros. El conde se encontraba en la sala de estar de la mísera casa de la familia Franco acompañado de su edecán Raymond, un hombre de estatura promedio, cabello negro y ojos de color pardo oscuro que se apreciaban bajo un par de cejas pobladas. Ambos hombres aguardaban, pacientes, arropados por la disminuida intensidad de la única lámpara que no lograba iluminar toda la estancia. El silencio no era inusual. Las palabras quedaban amarradas en un nudo cada vez que la monarquía asesinaba a miembros de su tribu. En el pasado, ya lejano, los inhumanos podían vulnerar la fortaleza del reino y salvar a su gente de la mortandad, pero luego de un tiempo era absurdo incluso fantasear con la posibilidad de hacerlo. La defensa del castillo se había consolidado. No tenían forma de penetrar al coliseo y salir airosos de una misión que se pudiera etiquetar como suicida. El final de la
Las agujas del reloj marcaban las doce de la noche y el cielo empezaba a desligar pequeñas gotas de lluvia. El temporal no cedía sus malos días, ni siquiera en junio cuando un cielo ligeramente nublado y temperatura de 15°C se consideraba un verano convencional. La habitación estaba sumergida en una impetuosa oscuridad para comodidad de Kisha quien yacía sentada en una esquina de la estancia observando con detenimiento a Sonya. Los ojos de la inhumana estaban pintados de color carmesí para que la falta de luz no cohíba su visión. A diferencia de Raymond, ella apoyaba los ideales del conde y de su raza. No le disgustaba sanar o salvar humanos siendo consciente que amparar a la especie más débil de la creación era el propósito de su existencia. Lamentaba que su amigo y edecán de la tribu desestimara sus creencias, aunque no podía culparlo, después de todo sus protegidos también eran sus verdugos.Los parpados de Sonya se levantaban despacio, mientras trataba de acomodar su distorsionad
Su vestimenta era tan convencional como la de cualquier transeúnte, quizás con un ápice extra de elegancia, el Conde aborrecía la simpleza en su imagen personal. Sin paso apresurado, se encaminaba a la morada de los Francos con el ánimo taciturno al recordar que su fiel aliada había capturada tras obedecer sus órdenes y marcharse a la casa de un purificador. Howard no dejaba de recriminarse por lo ocurrido, era como si hubiese colocado la cabeza de su amiga en una guillotina. Aunque ya no existían posibilidades de salvarla, el conde estaba dispuesto a evitar que una situación semejante se repitiera. No volvería a ofrendar a un miembro de su tribu. Presionó el timbre, cuando yacía frente a la puerta y enseguida tuvo respuesta. -¿Quién es usted? –Inquirió curiosa Sonya. Los Francos no era una familia distinguida en el vecindario, menos fuera de allí, así que la presencia de un desconocido era intrigante para la joven. -Mi nombre es Howard y estoy buscando a la señora Estela Franco.
Con gran indignación, Víctor regañaba a Debora por la decisión que tomó al liberar a la vampira, un acto que se consideraba traición y era condenado con privación de libertad. La menor de los Rousseau lo sabía, pero no estaba dispuesta a quedarse con los brazos cruzados, mientras se cometía una obvia injusticia. -Es tiempo que las leyes sean renovadas, no puedes seguir asesinando a inocentes sólo…-¿Inocentes? –Replicó con incredulidad el monarca. –Esos demonios chupa sangres han asesinado más de nosotros que nosotros de ellos.-Hacen lo necesario para protegerse y evitar su exterminio.-No tienes ni idea de lo que dices. –Vociferó el primogénito, sintiéndose al borde de la exasperación. La traición de su propia hermana lo había puesto entre la espada y la pared, aún respiro del derrocamiento. La solución era indiscutible, Debora tenía que excusarse ante todo el reino sin embargo, Víctor temía que el remedio fuese peor que la enfermedad. Su hermana podía ser muy impredecible.
El Conde yacía de pie en la sala de estar de la casa Franco, a esperas de Sonya quien nostálgica se despedía de su madre y de su abuelo. No era la primera vez que Howard refugiaba a un humano en su tribu y no tenía inconvenientes en hacerlo, así podía depurar la mala reputación que la falsa monarquía les imputó. Varios de esos refugiados agradecían el gesto apoyando su causa.-Debemos irnos. El camino es largo. –Dijo el conde, cansado de la prolongada despedida. Antes de que pudiese marcharse, Estela le entregó a su hija el único objeto de valor que la familia podía presumir, un colgante hecho de plata pura. -Nunca te lo quites. –Aconsejó la madre. Los accesorios de aquel material podían vulnerar a los vampiros, era la manera en la que los ilustres se defendían. -Estará bien, lo prometo. –Dijo el Conde.-Tu raza es descendiente del mismísimo Lucifer. Con ustedes, mi nieta, jamás estará a salvo. – Acusó el longevo hombre. –Juró que no descansaré hasta a ver a tu raza devuelta en e
La incertidumbre era predominante en el sinfín de emociones que el monarca sentía. Todo a su alrededor se estaba derrumbando pedazo a pedazo. Después de la hazaña de su hermana en la mortandad, sus aliados de otras comarcas estaban reconsiderando desvincular sus convenios, negándose a involucrarse con un régimen que apoyaba, parcialmente, a los vampiros. Si desterraba a Debora del reino sus alianzas se fortificarían, además de que estuviera evitando problemas futuros sin embargo, no parecía ser razón suficiente para flaquear su corazón. Víctor se sentó en el borde de la cama y suspiró profundamente. Sus pensamientos estaban tan ofuscados como lo estaba el cielo de aquella noche, y la lluvia del exterior no se asemejaba a la tormenta desatada en su cabeza. Sintió las turbulencias de su alma despejarse cuando los brazos de su esposa se enlazaron alrededor de su cintura. -No te sigas mortificando. –Dijo la mujer depositando un beso en la parte posterior de su cuello. -No entiendo c
Usaba sus manos para terminar de arreglar un par de hebras rebeldes en su cabello rubio, mientras detallaba su reflejo en el espejo, esperando ver un deterioro en su traje oscuro que pudiera deshacer antes de partir de su casa. Lucaccio no solía vestirse con tanta elegancia, así que se aseguraba de lucir perfecto las pocas veces que lo hacía, más aún cuando la velada sería junto a la hermana del monarca. Ojeó por última vez al aquel caballero del espejo antes de acercarse a un buró de madera caoba y sacar de uno de sus cajones una afilada daga de plata que guardó en la parte posterior de sus pantalones a la altura de su cintura, el tamaño del pequeño objeto no formaba bulto, así que no era divisible, pero más importante, no desaliñaba su traje. Abandonó su ostentosa morada que en ningún lugar expresaba modestia. El verdugo no gozó de ninguna riqueza cuando era un niño, así que, de adulto ya, no se limitaba con sus caprichos. Cualquier cosa que quisiera la adquiría, sin medir costos u