Ariadna disfrutaba del sol en su balcón, bebiendo un exótico cóctel, supuestamente sin una gota de alcohol, sin preocuparse por la regla de su madre."No te atrevas a embriagarte, jovencita", le había dicho su madre.Ella revoloteó los ojos, sin importarle la advertencia. Su madre misma se drogaba con las dosis ilegales que le suministraba su doctor, mientras mantenía una fachada de perfección. Evangelini era una mujer infeliz, atrapada en sus malas decisiones y adicciones.Ariadna admiraba la vista desde su balcón, agradecida por la vida privilegiada que llevaba. Aunque Las Vegas era fabulosa, extrañaba su hogar en New York y la facilidad con la que podía cumplir sus caprichos gracias a la servidumbre.La joven se planteó encontrar una forma de escapar de la vigilancia de los dos fornidos guardaespaldas que su padrastro había contratado. Quería explorar los lugares de la ciudad y perderse en la noche de Las Vegas, pero se sentía atrapada por las restricciones impuestas en su entorno.
Ella era inexperta, alguien que no se imaginaba lo que su cabeza pensaba, sí, ella era la protagonista de una naciente fantasía que surgió en cuanto la miró a sus ojos grises. La cena avanzó con miradas compartidas, enigmáticas, y alguna que otra que no dejaba nada a la imaginación. Ariadna no podía creer la osadía de su madre al invitar a un doctor adonde se estaban quedando, tampoco sabía con qué objetivo lo hizo. Hasta que a mitad de la comida, fue la misma Evangelini la que sacó el asunto de la cirugía, quería un aumento de senos. Lo entendió todo. Al tiempo que vio innecesario traerlo con ella. El cirujano era amigo de Riccardo, por lo que no le sorprendió que este accediera a venirse con su madre. Tarde se apareció el mismo Riccardo, sin molestarle ver a su cercano amigo ahí. Lo de la operación ya lo sabía, la única no al corriente era la muchacha. Al final los hombres se quedaron platicando de asuntos, a su parecer, irrelevantes. Su madre hace mucho que se había ido a la cama.
Revisó entre las cosas de su madre, quien aún seguía tirada en la cama. Ni siquiera se inmutaba, nada. Ensanchó la sonrisa al toparse con la tarjeta de contacto de Parravicini. Rápidamente tecleó el número en su móvil y lo agendó como "El sexy doctor"; luego, volvió el pedazo de papel a su lugar.Se marchó cerrando la puerta, cautelosa.Casi celebró el hecho de poseer entre sus manos los dígitos de aquel espécimen de hombre. Al marcarle, el deseo se retorció dentro de sí. Sintió las palmas húmedas, y algo más.¿Cómo podía desestabilizar un hombre su mundo, sin siquiera estar presente?-Doctor Parravicini, ¿con quién hablo? -se mostró un tanto confuso, esa voz grave se deslizó en ella de forma electrizante, una corriente recorriendo su cuerpo al punto de volverla un manojo de nervios.Ahora que lo tenía al teléfono, se hizo líos. ¿Por qué rayos le llamó?-¿Hay alguien allí? -insistió con un tono de impaciencia.Entonces colgó, sí, de forma infantil y ridícula, había finalizado la llama
¡Maldición!-¡Ariadna, sal de ahí ahora mismo! -gritó su madre furiosa.Rodó los ojos, no contestó. Afortunadamente, había puesto seguro a la puerta, por lo que no tardó en escuchar la forma forzada en la que Evangelini atacaba el pomo, intentando entrar.-¡Madre, estoy ocupada, vete!-¡Maldito sea el día en que naciste, Ariadna Metaxàs! -escupió como solía.La verdad es que no le sorprendía su veneno, la manera en la que reafirmaba una vez más que ella era un error, un error que no debería existir. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a las dagas perforando su pecho, ya no dolía, un día dejó de sentirlo, un día pasó de ella, de su aborrecimiento cada vez que la miraba. No valía la pena quedarse atascada en la pregunta, ¿por qué la odiaba? La respuesta estaba definida por un embarazo adolescente, le echaba toda la culpa a ella, así fuera inocente en todo ese asunto.-¡¿Escuchaste?! -gritó nuevamente, golpeando la madera.-¡Créeme que sí, tampoco estoy orgullosa de que seas mi
—No he dicho que seré sincera con él. Ya verás. —¡No sé qué tienes en la cabeza! —exclamó bajito, a lo que la joven sonrió de oreja a oreja, como si le hubiera dicho un cumplido. Un claxon sonando con insistencia evitó que Carrie siguiera empecinada con el asunto. El chófer la pasó buscando, como de costumbre. Se despidió rápidamente de su amiga. El trayecto a casa se le hizo lento, tal vez estaba demasiado ansiosa de que saliera la luna, de entregarse a ese hombre volviéndola loca. Aunado al tedioso tráfico de la ciudad, la hora avanzó con parsimonia. El día no dejaba de ser perfecto, no encontró rastro de guardaespaldas, nada, y su madre aún no llegaba de su sucia cita. Esta raramente le dejó una nota sobre el buró. No solía escribir notitas, así que lo vio como una situación inusual. Tomó el papel y lo desdobló leyendo su terrible caligrafía. Ahí le avisaba que salió con Riccardo a comer. —Ni siquiera me importa —musitó haciendo del papel una bola, luego la tiró al tacho de ba
—Entonces podrás ver a tu hermano.—Es lo que me alegra de todo esto, lo echo de menos.—Ahora estoy sola en casa, no he querido acompañarlos en la salida, menos con esa brujita de Regina —giró los ojos recordando a esa destructiva niña.Al otro lado de la línea, Carrie se partió de la risa. A Ariadna no le hizo ni una pizca de gracia.—Vale, es tu hermanastra, debes de tenerle amor, mucho amor.—Siquiera paciencia le tengo, voy a colgar, el timbre no deja de sonar —añadió escuchando la impertinencia con la que el aparato estaba siendo tocado.—¡De acuerdo! —canturreó.Terminó la llamada. Con recelo se encaminó a la entrada. Se olvidó de mirar por la mirilla; ya había girado el pomo. Entonces se encontró de frente con un mismísimo Adonis.Sus ojos…Sus labios…Esa cautivadora sonrisa…Volver a verle la dejó congelada, agitada, vulnerable ante esa mirada llena de lujuria.—*Cattivo Ari, eccomi qui, ho volato qui solo per una ragione, tu.Y por si fuera poco, ahora estaba él hablando en
No era con exactitud como quería que fuera ese día, aunque al final la ropa sobraría esa noche.Todo.La adrenalina corría por todo su cuerpo. No sabría qué hacer o qué decir si Valentini, su madre y Regina regresaban y encontraban a un apuesto doctor con ella.Volvió de inmediato a la sala. El cirujano giró sobre sus talones, perforando su imagen atractiva con sus ojos brillantes de lujuria. Abajo, su amiguito se quejó de la tiranía de una ropa interior que lo apretaba.Necesitaba liberarse.Mierda.La atravesó de arriba abajo con la mirada, haciendo el debido estudio como si fuera un tour por su fisonomía. El viaje terminó en la tormenta adornada por sus largas y rizadas pestañas, y él quería domar el mal tiempo en su mirada.—¿Nos vamos?Se aclaró la garganta.—Por supuesto, vamos, preciosa —le guiñó un ojo.El gesto surtió efecto, seduciéndola y dándole un vuelco al corazón que latía como un león detrás de una indefensa cebra. Pero ella era la presa en ese momento.Al cruzar la pu
—Me parece que tu queridísima esposa está armando un show solo porque decidí salir sin avisarle. Pesada —masculló esto último caminando hacia su habitación.La mujer intentó seguirla, pero fue detenida por su esposo.—Evangelini, déjala, ¿no crees que estás exagerando?—¿Eso crees, Riccardo? —lo miró mal.Las malas miradas entre ella y su madre, así como la tensión descomunal, no desaparecieron con la llegada del siguiente día. Ni una cálida mañana soleada, el mar a pocos metros, ni siquiera una exquisita comida marina pudieron cambiar el mal humor de las dos. Madre e hija: enemigas.—Papi, ¿vamos a nadar? —propuso Regina en medio del almuerzo, la rubita era la única con una sonrisa de oreja a oreja. De seguro se debía a que su contrincante, Ariadna, había sido reñida la noche anterior.—¿Nadar? —asintió con frenesí —Principessa, no podemos meternos al mar de inmediato, debemos esperar un rato una vez terminemos de comer.—Vale.Dulcemente le acarició la mejilla. Ante el sutil cariño,