05. CAPÍTULO

—No he dicho que seré sincera con él. Ya verás. 

—¡No sé qué tienes en la cabeza! —exclamó bajito, a lo que la joven sonrió de oreja a oreja, como si le hubiera dicho un cumplido. 

Un claxon sonando con insistencia evitó que Carrie siguiera empecinada con el asunto. El chófer la pasó buscando, como de costumbre. Se despidió rápidamente de su amiga. 

El trayecto a casa se le hizo lento, tal vez estaba demasiado ansiosa de que saliera la luna, de entregarse a ese hombre volviéndola loca. Aunado al tedioso tráfico de la ciudad, la hora avanzó con parsimonia. 

El día no dejaba de ser perfecto, no encontró rastro de guardaespaldas, nada, y su madre aún no llegaba de su sucia cita. Esta raramente le dejó una nota sobre el buró. No solía escribir notitas, así que lo vio como una situación inusual. Tomó el papel y lo desdobló leyendo su terrible caligrafía. Ahí le avisaba que salió con Riccardo a comer. 

—Ni siquiera me importa —musitó haciendo del papel una bola, luego la tiró al tacho de basura. 

¿A comer? Riccardo tenía una agenda demasiado apretada, ponía en tela de juicio la barata explicación de su madre para justificar la prolongada ausencia. 

Era demasiado absurdo. 

Por otro lado, no le resultó extraño que la dejara por fuera. 

¡Ja! Nunca estaba en los planes de su progenitora. 

No había una sola vez que fue parte de un plan en su corta vida, siquiera antes de venir al mundo. 

Parpadeó coqueta, disfrutando de ver el hechizante baile de sus rizadas, largas y curvadas pestañas. Dejó la máscara sobre el lavabo para tomar un labial mate rojo y barnizó sus labios. 

Se sintió poderosa, atractiva, atreviéndose a decir que parecía una diosa sensual a la que ningún hombre en su sano juicio iba a rechazar. Corrió la vista sobre su reflejo impactante en el espejo de cuerpo completo. El recorrido le gustó, se veía hermosa y gloriosa en un vestido negro batista. Sus largos dedos tantearon cada centímetro del lino, hasta cerciorarse de verse perfecta. El look lo terminaba de complementar unos tacos de infarto, los compró con el ahorro de las últimas cuatro mesadas de parte de Riccardo. 

Sí, el precio era de muerte. No había encontrado algo “módico” que se ajustara a su estilo. 

El calzado tenía incrustaciones, que en contraste con la oscuridad del negro, exaltaba la confulgencia en aquellos Stilettos. 

Se alisó la falda de su vestido antes de tomar la bolsa y abandonar su recámara. 

La servidumbre no vivía con ellos. De hecho la cocinera y sirvienta solo se quedaban cuando Riccardo, Evangelini y ella brillaban por su ausencia. De todos modos avanzó con sigilo, pero el impacto de las agujas en su pies no se ahogaban tan fácil sobre el mármol. 

Dejó la cautela, al final ni Riccardo y Evangelini retornaban de su “salida”. 

No creyó que al abrir la puerta principal iba a encontrarlo. Abrió los ojos con desmesura, sorprendida con la presencia de ese enigmático sujeto. Unos irresistibles ojos verdes azulados se clavaron en la tormenta de sus grisáceos perplejos. 

La bordeó un ataque cardíaco, que estuviera ahí la descolocó por completo. Todo era más fácil con una pantalla en medio, en persona su capacidad del habla la abandonaba. 

—¿U-usted qué hace aquí? —se atrevió a decir vacilante, aunque su expresión distaba de nervios. 

No, no dejaría que la creyera una ovejita, o un conejillo de indias asustadizo. Sin embargo con la potencia de sus orbes ya la estaba devorando. 

—Buenas noches, señorita Ariadna. ¿Esperaba a alguien o iba de salida? —quiso saber, detrás de sus apetecibles labios una mofa se acercó. 

Era tan guapo, que con solo una lasciva mirada la volvía flama. En vez de alejarse, no, ella quería quemarse. Deseaba ser suya. A pesar de todo, los colores se agolparon brutalmente en su rostro. El italiano con su traje a la medida, peinado elegante y la sonrisa más caliente que le había regalado, era una tentación que estaba dispuesta a volver pecado. 

Sí, sin miedo a pagar penitencias. 

—¿Cómo estás, Ari? —continuó diciendo ahí, al corriente de todo lo que provocaba en la joven. 

Palpando sus nervios a flor de piel, el sonrojo en sus mejillas y esa sonrisa temblorosa, tenía el control de todo. 

—¿Bien? —frunció el ceño —. Me ha engañado, ¿no es así? 

—¿Yo? —dio un paso hacia adelante, la chica contuvo el aliento. Ese peligro, su imponencia varonil, incluso advirtiendo, cambiaba sus ejes a su antojo. 

Embragándola, eso le hacía su cercanía. Un radioactivo, una bomba, un misil. En todo caso él resultaba aniquilante. 

—Sí, usted. —soltó cara a cara. 

Al borde de un colapso se atrevió al replique. 

—No suelo engañar a las personas —empezó a decir mirándole los labios, esa boquita que desde esa noche quiso probar —. No como una jovencita rebelde que tengo frente a mí, o ¿me vas a decir lo contrario? Solo vine a decirte que… —paró acercando los labios a su oreja, con desafuero el escalofrío desapacible le atravesó la dorsal, una lluvia de sensaciones le apretaron el interior.

Calor, calor, hacía tanto calor que empezó a ubicarse mentalmente en el mismísimo desierto del Sahara. 

—¿Qué? —logró decir con la marea embravecida batiéndose en ella —. ¿Por qué ha venido? 

—A decirte que no estaré contigo... ¿tienes idea en cuántos problemas me puedo meter? 

¿La había rechazado? 

—¿No cree que con un texto bastaba? No era necesario aparecerse por aquí, señor Parravicini —escupió ofendida. 

Porque si se tomó el tiempo de venir hasta ahí, existía una razón, ¿no? 

El hombre le dedicó una repasada. 

—Quien te vea así se cree el cuento de que eres madura, pero solo tienes diecisiete años, ¿por qué haces esto, Ariadna? Conozco a Riccardo, empiezo a conocer a tu madre, ellos no estarán orgullosos de saber lo que tú haces. 

Se aguantó las ganas de rodar los ojos, la opinión de esos dos era cosa irrelevante. 

—No tiene ningún derecho de venir a darme regaños, eh —soltó retándolo —. Y pronto tendré dieciocho años, señor.

Le faltó cruzarse de brazos y hacer un puchero. Pero se mantendría al margen de parecer una cría. 

El doctor la rodeó con posesión, invadiendo su espacio, fiero, azaroso, sin la mínima intención de despejar el campo. Con delicadeza posó sus dedos debajo de su tersa barbilla. Era como si le sirvieran un aperitivo difícil de declinar, sin embargo lo rechazaba. 

—Solo te advierto que jugar con fuego no es lo mejor para alguien que ni siquiera conoce el ardor de un beso.

Y se marchó.

¡Maldición! 

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