03. CAPÍTULO

Revisó entre las cosas de su madre, quien aún seguía tirada en la cama. Ni siquiera se inmutaba, nada. Ensanchó la sonrisa al toparse con la tarjeta de contacto de Parravicini. Rápidamente tecleó el número en su móvil y lo agendó como "El sexy doctor"; luego, volvió el pedazo de papel a su lugar.

Se marchó cerrando la puerta, cautelosa.

Casi celebró el hecho de poseer entre sus manos los dígitos de aquel espécimen de hombre. Al marcarle, el deseo se retorció dentro de sí. Sintió las palmas húmedas, y algo más.

¿Cómo podía desestabilizar un hombre su mundo, sin siquiera estar presente?

-Doctor Parravicini, ¿con quién hablo? -se mostró un tanto confuso, esa voz grave se deslizó en ella de forma electrizante, una corriente recorriendo su cuerpo al punto de volverla un manojo de nervios.

Ahora que lo tenía al teléfono, se hizo líos. ¿Por qué rayos le llamó?

-¿Hay alguien allí? -insistió con un tono de impaciencia.

Entonces colgó, sí, de forma infantil y ridícula, había finalizado la llamada. ¿Por qué no dijo nada? ¡Qué pésima actuación!

Se acostó boca arriba en la cama, dejando escapar un resoplido. Tan decidida a conquistarlo, pero apenas escucharlo enmudeció.

Un mensaje de texto iluminó la pantalla de su móvil. Con cierto temblor y vacilación al momento de tomar el aparato, tragó duro. ¿Y si era él? En una exhalación pretendió volver a tener oxígeno circulando en sus pulmones. Tal vez era Carrie. No creía que un doctor perdiera su tiempo al devolver una llamada desconocida.

En todo caso, miró la pantalla.

-¡Qué! -exclamó ofuscada.

El sexy doctor: Si tiene la osadía de llamar, debería poseer la valentía de hablar.

Gruñó. Eso no se quedaría así.

Tal vez no quiera precisamente hablar, señor Parravicini.

Envió la respuesta, ignorando el atrevimiento que envolvía el mensaje.

El sexy doctor: Déjeme adivinar, ¿es usted una mujer? Porque a diario recibo mensajes así, dígame, ¿también quiere lo mismo?

Había dado justo en el clavo. Pero el ego de aquel sujeto, que definitivamente no tenía los pies sobre la tierra, hizo que quisiera asestarle un golpe en la cara.

Sí, el tipo estaba bueno. Era todo lo que una mujer quería tener entre sus piernas, con un rostro esculpido de dios griego, un cuerpo fornido envidiable, labios invocando la pasión, el sinónimo de perdición clavado en sus ojos atrapantes. Y ¡Uff! Esa manera de sonreír.

Lo tenía todo, absolutamente todo a su favor. Ese poder de desquiciar su universo, de volverla loca con solo una vez, fue suficiente. Ya no podía sacárselo de la cabeza.

Pero la soberbia que rezumaba por los poros bastó de advertencia. Con hombres así, debía ir con cuidado, sin embargo no la detuvo, no extinguió la decisión de seguir en marcha con el plan.

Es usted un hombre tan listo, señor Parravicini.

No, claro que no estaba segura de ello. Jamás en su vida había tenido acción, pero se atrevió una vez más, dejándose llevar por las ansias y el frenesí.

El sexy doctor: ¿Tan desesperada está, señorita… ¿Me podría decir cómo se llama?

Ariadna suspiró. No iba a decirle su nombre.

No veo relevante decirle mi nombre.

La pantalla titiló a los cinco segundos.

El sexy doctor: Si sabes cómo me llamo, yo también debería de saber tu nombre. Pero si prefieres mantenerte en anonimato, de acuerdo. ¿A qué quiere jugar la señorita?

Liberó una sonrisita, qué rápido se enredaba el doctor con una desconocida en línea.

Ya sabe lo que quiero, depende de usted dármelo.

El sexy doctor: Mañana en el hotel Palace, habitación 234, llega antes de las seis. Por favor, no quiero que uses ropa interior, no llegues tarde, Ari.

Casi desfallece al terminar de leer el texto. ¿Cómo demonios supo que era ella? Se golpeó la frente al entender que si lo guardó en su teléfono, era obvio que Parravicini hizo lo mismo, y luego la buscó en su W******p, entonces miró su foto de perfil.

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