02. CAPÍTULO

Ella era inexperta, alguien que no se imaginaba lo que su cabeza pensaba, sí, ella era la protagonista de una naciente fantasía que surgió en cuanto la miró a sus ojos grises.

La cena avanzó con miradas compartidas, enigmáticas, y alguna que otra que no dejaba nada a la imaginación. Ariadna no podía creer la osadía de su madre al invitar a un doctor adonde se estaban quedando, tampoco sabía con qué objetivo lo hizo. Hasta que a mitad de la comida, fue la misma Evangelini la que sacó el asunto de la cirugía, quería un aumento de senos. Lo entendió todo. Al tiempo que vio innecesario traerlo con ella. El cirujano era amigo de Riccardo, por lo que no le sorprendió que este accediera a venirse con su madre.

Tarde se apareció el mismo Riccardo, sin molestarle ver a su cercano amigo ahí. Lo de la operación ya lo sabía, la única no al corriente era la muchacha. Al final los hombres se quedaron platicando de asuntos, a su parecer, irrelevantes. Su madre hace mucho que se había ido a la cama. Pero ella permaneció cerca.

Se sostuvieron las miradas cada cierto tiempo, quemaba, sus pupilas la volvieron cenizas, y aún no llegaban a ese punto de ebullición donde el roce, los besos, y finalmente el placer derretían a dos cuerpos.

Una semana después…

Tiziano llegó al hospital, casi a zancadas atravesó el pasillo, en el camino fue interceptado por la señorita Bunderland. Como siempre apretando contra su pecho una que otra carpeta, el historial médico de algún paciente, o donde tenía los pendientes marcados del cirujano.

—Buenos días, doctor. Que bueno saber que ha llegado, ya tiene una hora en su oficina la señorita Mía, le dije que no podía entrar, pero sabe como es su novia.

—¿Qué? No sé qué rayos hace aquí, es que, ¿no le quedó claro que terminamos? —inquirió enfadado.

Su asistente lo miró sin decir o saber qué hacer. La verdad no sabía que Carduccio y él terminaron. De seguro se cansó de esa molesta manipuladora, berrinchuda y altiva mujer. En todo caso, motivos sobraban para la ruptura de la que ahora se puso al corriente.

—¿Puedes dictarme mis pendientes? —cambió de tema, dando un largo suspiro.

—De acuerdo —empezó a correr la vista sobre el papel, donde todo estaba anotado —. Dos cirugías, una a las diez de la mañana, la otra a las tres de la tarde, además le toca hacer guardia esta noche.

—Entonces será un día largo.

—Así es, será otro agotador día, doctor.

—Bien, gracias. Ahora debo encargarme de otro asunto —mencionó refiriéndose a la italiana que no quería dejarlo ni a sol ni a sombra.

—Sí claro, con permiso —le regaló una amable sonrisa antes de partir de ahí.

Tiziano resopló. Lo más pronto se encaminó a su oficina, al ingresar su chillona voz opacó el silencio, sin verlo venir, ya lo tenía como koala en su cuello. Esos delgados brazos pálidos estaban rodeándolo. Su exagerado perfume, que casi repugnaba, lo ofuscó. No, definitivamente no sentía nada por ella. Hace tanto que dejó de interesarle, pero siguió con la relación, fingiendo que cada noche tenerla a su lado era una agradable compañía, se engañó a sí mismo inventando que aquellos labios rojos le apetecían, hasta que se cansó y la dejó. Mía no se resignó, para muestra un botón, ahí estaba con la poca dignidad que le quedaba, rogando con sus coqueteos.

Y esa vez tampoco funcionó.

—¿Qué crees que haces, eh? —espetó rabioso, quitándose de encima de forma abrupta el contacto con la fémina.

***

No encontró la razón por la que sus pensamientos se vieron direccionados a la bonita joven de lindos ojos grises, esos que se clavaron en él con timidez. Lo atrajo, lo envolvió, ahora necesitaba saber más de ella, nada más desistió al saberla en el circulo familiar de ese intimo amigo suyo, Riccardo Valentini. Es que si no fuera su hijastra, ya tuviera planes de conquista con ella, incluso alguna habitación lujosa de hotel reservada.

Encima, era probable volver a verla, porque su madre Evangelini, deseaba hacerse una cirugía. La cita con la señora Valentini se consignó para el viernes. Debía mantenerse al margen, romper la necesidad, deshacer el fuego en su cuerpo al evocarla, pero acabar calcinado resultó ser una atracción irrefutable, que de presentarse la disposición de su parte, no pensaría dos veces.

Se paseó por todo el salón principal sin despegar la vista de su móvil, como cada día, tampoco tenía intenciones de hacer mucho ese martes. Se carcajeó con un gracioso vídeo de un gatito, y se aburrió al rato, suspirando con pesadez. Revisando la galería de su teléfono, se encontró varias fotos de Tiziano.

El restó de su estadía en Los Ángeles no lo dejó de pensar, devuelta a New York, seguía con su imagen grabada a fuego en la memoria.

Nada cambió en el vuelo.

No retrocedió, no se alejó del peligro que emanaba él. Lo quería cerca, teniendo que hacer planes de seducción. Ariadna no se resistió a la idea, una locura perfecta, infalible. Era una chica de riesgos, y aquella rebasaba la cordura, iba más allá de su arraigada rebeldía. Estaba segura de que no fallaría en el intento, convencida de lograr meterse en la cama de un hombre mayor, encima el cirujano plástico más importante del país.

Volvió a mirar las fotos en el teléfono.

Se tiró en el sofá elegante y suntuoso en medio del salón, desganada. Había salido temprano de la secundaria, gracias a la ausencia de un profesor. Por eso Carrie la llamó más tarde invitándola a su casa, a diferencia de ella, ya había terminado sus tareas. Las tardes en casa de los Hill dejaron de ser divertidas cuando el mayor de los hijos se marchó a otra ciudad, de resto nada que la animara, ir a casa de Carrie significaba pasar la noche viendo películas cursis. Ni modo que los padres chapados a la antigua de su amiga iban a tolerar que miraran algo más… Adulto. A pesar de que sabía de antemano la negación, le propuso un día al ángel de Carrie que pusiera una película erótica, nada más pronunciar la palabra, todos los colores se le subieron a la cara.

Fue divertido mirar su reacción, por otro lado todo una noche aburrida también.

¡Agh! Le marcaría excusándose de algún modo, todo por no ir a su casa.

—¿No deberías estar haciendo tus deberes? —hizo acto de presencia la mujer a la que llamaba madre, pero no actuaba como tal.

—Déjame en paz, madre —escupió dejando su lugar, al pasar por su lado, Evangelini le tomó el antebrazo, forzando su detención.

—No me hables de esa manera, Ariadna. ¿Qué tanto miras eh? —le echó un vistazo al móvil que sostenía en la mano —. Deja que te descubra en cochinadas, y verás.

La soltó de golpe.

Rugió pasando de ella y sus palabras ridículas. Se encerró de nuevo en su habitación deseando con ímpetu no tener que verle la cara otra vez a esa mujer. La olvidó de nuevo, sumergiéndose en su nuevo cometido, enredarse en la piel del doctor Parravicini, lo apuntó en lo más profundo de sí, porque dejar de ser virgen no podía suceder de otra forma mejor que entregándose a él.

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