CAPÍTULO 3

La voz de su madre la sacó de sus pensamientos y ella dio un respingo.

—Gema... ¿Dónde tienes esa pequeña cabecita? —La miró con ojos tristes.

—En ningún lugar mamá, solo pensaba. El médico dijo que tomando sus medicamentos y guardando reposo, vivirá muchísimos años más... —Intentó animarla.

Giselle negó, sabía que no podrían permitirse todos esos gastos.

—¿Y con qué dinero vamos a comprar los medicamentos? —El semblante se le ensombreció.

—Los medicamentos los cubre el hospital, mamá, ¿lo habías olvidado? —Le mintió. Ya buscaría una forma para juntar el dinero.

—¿De verdad? No recordaba. Bueno, si es así me quedo más tranquila... —El rostro de Giselle se iluminó y sonrió. Se acomodó en la silla y su joroba se hizo más notoria.

Lógicamente se sintió mal por haberle mentido, pero, ¿qué hace un hijo cuando ve a su madre llorar? Odiaba verla llorar y si podía hacer algo por ella, lo haría con gusto aunque tuviera que enfrentar las consecuencias después.

Esa noche Giselle durmió junto a Peter, y Gema se tuvo que acomodar en una de las bancas de la sala de espera. No consiguió el sueño por más que pudo, solo se limitó a observar el amanecer a través de la fría ventana impregnada del molesto olor a hospital. Cuando el reloj marcó las ocho de la mañana, por fin logró ver a su padre, pero no pudo hablar con él ya que se encontraba dormido. Más tarde fue junto a su madre al restaurante donde trabajaba y le explicaron la situación a George, el hombre no dudó en brindarles su total apoyo.

—Mamá, toma esto... —Le entregó un billete de veinte libras que tenía guardado para alguna emergencia. Siempre había sido muy precavida.

—Te lo agradezco, cariño. —Tomó las manos de la muchacha entre las suyas.

—Es lo menos que puedo hacer. Ve a cuidar de papá, de noche iré a verlo...

Se despidieron. La vio marcharse y buscó en sus bolsillos a ver si le quedaba algo de dinero para el bus, pero solo llevaba algunos peniques... ¡Ay no! Olvidó por completo que tenía clases en la noche. Aunque sintió alivio al recordar que por suerte ese día pagaban el sueldo del mes. Mil trescientas libras que no eran ni siquiera el salario promedio, pero que le alcanzaba justo para pagar la renta, servicios públicos, medicina para la columna de su madre, algo de alimentación y el transporte. Sin contar que siempre andaba pidiendo dinero prestado a sus amistades y con suerte les pagaba a tiempo con el dinerito extra que ganaba como mesera en el restaurante.

Rápidamente llegaron las cuatro de la tarde y luego de una exhaustiva jornada, se encaminó hacia el hospital. Saludó a Peter y notó que el rostro de su padre estaba un poco inflamado y pálido. Sobre todo más pálido que de costumbre.

—¿Cómo te sientes? —Observó sus bellos ojos miel y su nariz aguileña y puntuda.

Sus labios se curvaron en una mueca que a Gema le gustaba mucho.

—Nada mal, pero la comida es horrible… —Peter agrió el gesto.

—Lo siento, pero vas a tener que acostumbrarte, papá. —La pelirroja se encogió de hombros.

—Hoy le dan de alta, ya podemos llevarlo a casa... —Giselle le informó feliz. Sus labios carnosos y rosas mostraron una sonrisa, las mejillas se volvieron coloradas debido al frío y la alegría le llegó a sus ojos azules.

—¡Muy bien! Eso quiere decir que hoy vamos a cenar algo muy saludable. Sé que mamá te mantendrá en una dieta especial. —Sonrió traviesa.

—Extrañaré las hamburguesas grasosas y deliciosas de Jasper... —Peter se saboreó con fingida tristeza.

El hombre bromeaba y disimulaba como podía, el preinfarto que había experimentado lo dejó como si le hubiese pasado una camioneta por encima. Sintió que casi moría y que no contaría el cuento, pero ahí estaba, haciendo sus memeces de siempre.

—Lo siento papá, pero no volverás más a ese puesto callejero. No señor... —Lo miró entrecerrando los ojos y desvió la mirada hacia su madre—. Mamá, toma... Te dejo el dinero de los gastos. Ah, y lo del taxi...

—Gracias hija, no te imaginas lo agradecidos que estamos contigo. Una hija como tú es alguien de admirar estos días... —La abrazó.

Gema sonrió algo incómoda, puesto que no estaba muy acostumbrada a los abrazos y muestras de cariño con frecuencia. Pero eso no la hacía alguien fría ni poco amorosa, solo le faltaba aprender a demostrar el amor de forma física.

—Bueno, me voy a clases. Los veo por la noche. —Se despidió de ambos.

No estuvo muy concentrada en clases, puesto que su padre seguramente a esa hora ya estaría saliendo del hospital. Pensar en eso la distraía en gran manera.

A las diez de la noche por fin acabó un dichoso examen y regresó a la parada de autobuses, donde tomó su transporte como de costumbre. Todo iba bien hasta que de un momento a otro el bus trastabilló y el conductor tuvo que bajarse para revisar el problema.

—¿Qué ocurre? —Alguien preguntó.

—¿Qué más? Seguro se averió de nuevo esta porquería... ¡En esto invierten lo que nos roban con los impuestos! —Un hombre bramó colérico.

Al cabo de unos minutos volvió a subir y les informó a todos que el autobús tenía problemas mecánicos. Cada quien se bajó y a duras penas siguieron su camino. Los jóvenes molestos decían groserías y otros maldecían, por lo que Gema apretó el paso para evitar presenciar alguna trifulca. Ya eran las diez y media de la noche y las luces de la calle permanecían muy tenues a esa hora, también los amigos de lo ajeno podrían aparecer en cualquier momento, o bueno, ya estaban ahí.

—Hey preciosa... ¿Por qué caminas tan rápido?

Su delgado y pequeño cuerpo se volvió helado. Con un andar más rápido intentó alejarse del lugar al escuchar aquella desagradable voz masculina.

—Parece que se quiere divertir la nena... Seguro tiene unos cuantos billetitos para ofrecer. —Otra voz se unió a la tortura.

—Por Dios, no... —susurró aterrada, adelantándose sus pensamientos a la desgracia inminente.

Observó de reojo a un cuarteto de chicas que iban caminando en la otra acera, tuvo la intención de pedirles ayuda, pero simplemente se alejaron corriendo al ver la situación peligrosa en la que Gema se encontraba sumida. ¡Qué egoístas!

El par de hombres se acercaron demasiado a ella, a tal punto de respirarle sobre la nuca, su nerviosismo aumentó y lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos para no desmayarse del horror. De pronto, unas luces iluminaron la calle oscura y un auto frenó en seco. Un hombre abrió la puerta y salió rápidamente del vehículo negro.

—¿Va todo bien? —preguntó. Su voz era grave, muy grave y casi intimidante.

La vista de Gema se acostumbró a la luz y trató de descifrar el rostro de aquella persona. ¡Se trataba del hombre del collar! Su mandíbula ancha, cabello negro extremadamente lacio y ese peinado tan prolijo… ¡Estaba segura que era él!

Se encontraba tan nerviosa que sus labios temblaban y ya no sentía los nudillos por lo fuerte que sus pequeñas manos apretujaban la mochila.

—No es asunto tuyo, viejito. —Uno de los asaltantes la tomó por la cintura y ella de nuevo cerró los ojos aterrada, rogando por ayuda en sus pensamientos al bendito San Pedro.

El olor fuerte a cigarrillo que tenían impregnado en la ropa le produjo náuseas.

—Suéltala ahora o verás un jodido hoyo en la frente de tu compañero de juegos. —El hombre tomó al ladrón por el cuello y lo inmovilizó con agilidad.

Los amenazó con una pistola a ambos y de inmediato los ladrones se fueron corriendo hacia una calle oscura, tropezaban con sus pies por la prisa que llevaban.

Gema se giró hacia el hombre, con una expresión de gratitud en el rostro. La había salvado de esos tipos, se merecía que le diera las gracias por el bondadoso gesto que había tenido con ella.

—Muchas gracias, señor, me ha... —Se detuvo cuando él soltó una carcajada burlona. Frunció el ceño—. ¿Señor?

—Súbete al auto. —Guardó la pistola en su bolsillo y la observó como si estuviera a punto de agredirla.

—¿Cómo dice? —Gema dio dos pasos hacia atrás, escuchando su propia voz temblorosa.

—¡Qué te subas! —El hombre gritó con fuerza, el vozarrón que tenía invadió la calle.

Ella dio un respingo y sollozó nerviosa. Miraba como una mema la silueta y rostro de nada más y nada menos que del traidor James de Luca, solo que ella no sabía quién era, pero sí recordaba su rostro y lo que hacía ese día en el restaurante junto a la clienta molesta. Dudó varias veces en hacer lo que le pedía, pero al ver que se rascaba la cabeza con el arma corrió hacia el auto y entró sin más remedio. Por culpa de su insana curiosidad se hallaba en problemas y no estaba segura si iba a salir bien librada de ellos.

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