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Rubén entró al despacho de su padre y encontró a Emilia mirando por el ventanal, cruzada de brazos y secándose lágrimas de las mejillas. Al verlo, ella abrió su boca para decir algo, tal vez gritar, e incluso dio un paso atrás para echar a correr.

—No tengas miedo –le pidió él elevando sus manos y enseñándole las palmas, como mostrándole que no iba armado, ni tenía intención de causarle daño.

Ella guardó silencio, y lo miró fijamente por espacio de dos minutos, como vigilándolo, tal como se vigila una serpiente.

Él tuvo que obligarse a s&iac

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