CAPÍTULO 3

La mañana amaneció con una fina capa de nieve cubriendo los jardines de la mansión Victoria. Isabela llegó temprano, como siempre, pero esta vez encontró a Gabriel ya allí, examinando la fachada con una expresión concentrada.

—Madrugador —comentó con ironía, ajustándose la bufanda y causando una leve sonrisa en Gabriel.

—Decidí madrugar porque a mi compañera no le gustan los impuntuales, sobre todo, los secretos de una mansión se revelan mejor al amanecer —respondió, señalando las sombras que proyectaba el sol naciente sobre la arquitectura—. Mira cómo la luz resalta cada imperfección, cada grieta.

Isabela se acercó, notando efectivamente cómo las primeras luces del día exponían detalles que antes habían pasado desapercibidos.

—Estas grietas son más profundas de lo que pensaba —dijo mientras observaba los bordes.

—Efectivamente. Tan profundas como las que muchos de nosotros llevamos dentro —murmuró, tan bajo que Isabela casi no lo escuchó, pero sí que lo escuchó, y es que Isabela Montero tenía unos oídos bien afinados.

Antes de que pudiera reprochar las ironías de Gabriel, este ya se había alejado hacia su coche para sacar el equipo de medición de su Jeep.

Isabela se ponía para esas fechas a la defensiva, le parecía que todo lo que sucedía a su alrededor: las risas, gestos, susurros que escuchaba o veía, todo le parecía una burla hacia ella.

Cuando Gabriel la miró desde el Jeep, ella se giró hacia la mansión y procedió a ingresar, sintiendo que su espalda quemaba.

El día transcurrió entre evaluaciones técnicas, mediciones y discusiones sobre métodos de restauración. No eran tantas las discusiones, porque casi siempre coincidían en las discrepancias. Eso hacía que las ideas fueran estimulantes en lugar de frustrantes.

—El problema de Victoria no es solo estructural —comentó Gabriel mientras examinaban una habitación en el segundo piso—. Es como si la casa hubiera perdido su alma.

—Las casas no tienen alma —respondió Isabela automáticamente.

Gabriel la regresó a ver. Ella pasó por su lado dejando su exquisito aroma.

—La que parece que no tiene alma, eres tú —Isabela le miró sobre el hombro, pero Gabriel le dio la espalda, caminó hacia la otra pared y se detuvo frente a una vieja fotografía enmarcada que había sobrevivido al tiempo, la cual mostraba una fiesta navideña de la época: niños sonrientes rodeando un árbol, mientras la familia Victoria repartía regalos.

—¿Ves esta foto? —preguntó suavemente—. Esta mansión se construyó con un propósito: ser un hogar, un refugio. No solo para una familia adinerada, sino para todos los que necesitaban de esperanza.

Isabela se acercó a la fotografía, y por un momento creyó ver el reflejo de una niña pequeña en el cristal del marco, una versión más joven de sí misma, cuando aún creía en la magia de la Navidad.

—Bien por los niños, que aun son ingenuos y creen que esa fecha solo trae gozo y felicidad…

—¿Qué te pasó, Isabela? —preguntó Gabriel con una suavidad que hizo que las defensas de ella temblaran—. ¿Qué fue lo que te hicieron para que te volvieras fría como el invierno?

El silencio que siguió se pesó, cargado de memorias no reveladas, de secretos guardados que no compartía con nadie, menos lo haría con alguien a quien apenas conocía.

—Deberíamos revisar el ático —dijo finalmente, evitando la pregunta y la mirada de Gabriel.

Él la observó hasta que desapareció.

El ático estaba lleno de polvo y recuerdos abandonados: muebles cubiertos con sábanas, baúles antiguos y decoraciones navideñas de otra época.

Una corriente de aire frío se colaba por alguna grieta invisible, haciendo que las sábanas se movieran como fantasmas danzantes.

—Cuidado —advirtió Gabriel cuando una tabla crujió bajo los pies de Isabela. Sin pensarlo, la tomó del brazo para estabilizarla, y por un momento quedaron muy cerca, tanto que Isabela podía ver las motas doradas en los ojos verdes de Gabriel.

—Estoy bien —murmuró alejándose, como si las manos de él la quemaran.

Se apartó inmediatamente y le dio la espalda.

—No, no lo estás —respondió él con gentileza—. Y está bien no estarlo…

Isabela lo miró con la mandíbula tensa—. Tú, ¿qué puedes saber de mí si apenas me conoces?

—Solo tengo que mirar tus ojos para darme cuenta de que detrás de ellos y de esa mujer fuerte que aparentas ser, hay una gran desilusión y muchas grietas por reconstruir…

Isabela se río mientras contenía las ganas de responderle con palabras groseras, pero ese aire poético, se lo impidió.

—Eres arquitecto, poeta, ahora lector de ojos —le miró con una sonrisa—. ¿Qué otra habilidad tienes?

—Muchas —dijo acercándose.

La boca de Isabela se secó, y antes de que Gabriel llegara hasta ella, giró el rostro y entonces vio un pequeño árbol de Navidad de metal, oxidado, pero aún hermoso, asomando bajo una sábana polvorienta.

—Vaya, que hay muchas cosas que perduran por años y años —Gabriel siguió la mirada hacia donde la tenía Isabela. Al ver el árbol, dirigió sus pasos hasta este. Lo sacó de su cubierta y lo sacudió, levantando polvo que hizo estornudar a Isabela.

—Es un árbol musical —giró una llave en su base, y una melodía suave, melancólica comenzó a sonar—. Silent Night.

Isabela sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Era la misma canción que sonaba aquella noche, hace dos años, cuando…

«Cuando creía que había encontrado el amor de su vida, pero él no era suyo, era de alguien más. Otra mujer había llegado antes que ella, alguien más ya era su esposa legitima y ella, solo era la amante, la aventura, la zorra que se había interpuesto. No lo sabía, Isabela no lo sabía hasta que esa mujer se lo dijo, hasta que esa mujer le suplicó que dejara libre a su esposo y que no dañara un hogar.

Isabela quiso morir, morir ese mismo instante porque ella se había criado con muchos valores, y un miserable la había convertido en su amante secreta. Y lo más doloroso, era que hablaban de boda, de planes juntos, de una familia, cuando el cobarde mentiroso ya la tenía».

—Saldré un momento, el polvo me produce alergia —estornudó y se marchó.

Bajó las escaleras apresuradamente, ignorando el llamado de Gabriel, que sabía muy bien que no era el polvo lo que la hacía salir de esa forma.

En el jardín nevado, el aire frío golpeó su rostro, pero no se detuvo. Fue hasta el auto y se marchó, abandonando por ese día el trabajo.

Gabriel continuó trabajando hasta el mediodía, luego se fue a su departamento, se dio un baño y quedó de reunirse con Elena. La elegante mujer lo esperaba en el restaurante del hotel.

—Disculpa, me atrase un poco —Elena no le dio importancia.

—Tranquilo, también suelo llegar tarde —hizo una pausa—, menos con Isa, porque ya pudiste darte cuenta de que odia los atrasos.

—Sí, ya me di cuenta, pero parece que no es solo eso lo que odia.

—Ah —Elena miró a su alrededor y se inclinó hacia adelante—. Ella odia a los hombres y a la Navidad —susurró bajo—, pero es una buena chica, un encanto de mujer, solo que esos dos canallas no supieron valorarla.

—Dos canallas. Así que, por qué dos hombres le destrozaron el corazón, está amargada contra el mundo y la Navidad.

—Es que los dos engaños los descubrió en diciembre, uno más doloroso que el otro.

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