CAPÍTULO 4

Esa noche, en medio de la soledad de su habitación, Isabela abrazaba su almohada, única testigo de sus noches triste y llantos desgarradores. No sabía que había mal en ella, porque los hombres que había amado con toda su alma La habían destrozado de esa forma, haciéndola sentirse como una mujer que solo serbia para ser la otra.

Rafael la llamó en un par de ocasiones, hasta que aceptará verlo. Isabela aceptó porque creyó que le pediría disculpas por su engaño, no obstante, Rafael le ofreció el puesto de amante.

Esa noche, Isabela lloró y se río en la cara de él. Enfureció tanto que terminó golpeándolo.

Como se le ocurría que ella, después de ser la novia aceptaría ser la amante, más, cuando ya estaba comprometido con su hermana. Eso, no solo le produjo coraje, sino, un dolor profundo en su pecho.

Y luego estaba Daniel, el miserable que logró convertirla en lo que Rafael no pudo. En la pendeja amante, la que recibe migajas, la que debía conformarse con tenerlo una vez a la semana.

Como se odió aquel día que descubrió que había sido la amante de ese canalla que le habla de boda, de una familia feliz. Cómo sintió asco de sí misma por haber estado con un hombre que compartía la cama con otra mujer hace más de siete años.

Sí que le dolió, sí que la hirió de muerte y la dejó encerrada por muchas semanas en esa habitación.

Al día siguiente Isabela no fue al trabajo, se quedó en casa porque había llorado toda la noche, no por esos miserables, sino, por ella. Porque se sentía sucia, usada, como cada vez que recordaba su miserable pasado.

Cada vez que los recuerdos de esa vía de engaños que llevó regresaban a su cabeza, la hacía sentir tan inhumana y sin escrúpulos. Solía quedarse encerrada hasta sacar la tristeza y la amargura que la carcomía.

El viernes por la mañana, Isabela llegó a la oficina con una lista de tareas que parecía interminable. La luz del sol se filtraba a través de las ventanas, iluminando su escritorio desordenado. En el aire flotaba el aroma del café, y el murmullo de sus compañeros de trabajo creaba un ambiente de actividad constante.

—Buenos días, Isabela —saludó Lucía, su asistente, mientras entraba con dos tazas de café en las manos—. Te he traído tu café habitual.

—Gracias, Lucía —respondió Isabela, tomando la taza y sintiendo el calor en sus manos—. ¿Cómo va el informe de costos?

—Casi listo. Solo necesito que revises algunos detalles. Pero hay algo más que deberías saber…

Lucía se detuvo, mirando a Isabela con curiosidad y preocupación.

—¿Qué sucede? —preguntó Isabela, sintiendo que algo no estaba bien.

—He escuchado rumores en la oficina sobre el proyecto de la mansión. Algunos piensan que no deberíamos invertir tanto en ella, que es un gasto innecesario.

Isabela frunció el ceño. Sabía que había escépticos, pero escuchar que sus propios compañeros cuestionaban el proyecto la molestó.

—La mansión Victoria es una joya arquitectónica y tiene un gran potencial —afirmó con determinación.

—Lo sé, pero será mejor que te prepares para defender tu visión en la reunión del lunes. Algunos están listos para cuestionar tus decisiones.

Isabela asintió, sintiendo ansiedad por esa reunión. Estaba decidida a demostrar que su plan era viable y que la mansión podía convertirse en un hogar para niños, como Elena lo tenía planeado.

Después de un día lleno de reuniones y llamadas, Isabela decidió que necesitaba despejar su mente. Al salir de la oficina, sintió el aire fresco de diciembre acariciar su rostro. La ciudad estaba decorada para las festividades, luces brillantes colgaban de los árboles y los escaparates exhibían adornos navideños. Sin embargo, a Isabela le resultaba difícil disfrutar de la atmósfera festiva. En lugar de eso, se sentía atrapada en una burbuja de nostalgia y tristeza.

Decidió dar un paseo por el parque cercano. Mientras caminaba, sus pensamientos se centraron en Gabriel. No lo había visto en todos estos días, se preguntaba donde se encontraría. Recordó su sonrisa, la forma en que sus ojos verdes brillaban cuando hablaba de la mansión, y cómo su presencia había comenzado a afectar su concentración.

De repente, se dio cuenta de que había llegado a la plaza principal, donde un gran árbol de Navidad estaba adornado con luces y decoraciones. La música navideña sonaba suavemente, y un grupo de niños reía y jugaba alrededor del árbol. Isabela se detuvo un momento, observando la escena con melancolía y anhelo. Se vio a ella misma disfrutando esos momentos en su infancia, cuando no había dolor, cuando solo había felicidad.

—¿Te gusta? —preguntó una voz familiar a su lado.

Isabela se giró y encontró a Gabriel de pie junto a ella, con una sonrisa que iluminaba su rostro.

—No esperaba verte aquí —dijo, tratando de ocultar su sorpresa.

—Decidí dar un paseo para despejarme un poco. El aire fresco siempre ayuda a aclarar las ideas —respondió Gabriel, mirando hacia el árbol.

—Es hermoso —murmuró Isabela, sintiendo que su corazón se aceleraba al estar cerca de él.

—Sí, lo es. Pero lo que realmente importa son las historias que se esconden detrás de estas tradiciones —dijo Gabriel, volviendo su mirada hacia ella—. ¿Qué hay de ti? ¿Por qué pareces tan distante? —Ya lo sabía, pero esperaba abordar el tema con ella.

Isabela dudó un momento antes de responder. No quería abrirse a él, pero había algo en su mirada que la invitaba a compartir.

—Solo… estoy lidiando con algunas cosas —dijo, sintiendo que la honestidad era lo mejor en ese momento.

Gabriel asintió, comprendiendo que había más detrás de sus palabras.

—A veces, compartir lo que llevamos dentro puede ser liberador. No tienes que cargarlo sola —dijo con suavidad.

Isabela nunca había sido buena para abrirse a los demás, pero la calidez en la voz de Gabriel la hacía sentir segura.

—¿Por qué no te he visto en estos días? —Cambió radicalmente de tema.

—Me reuní con Elena y me encargó algunas cosas para la restauración. Estuve ocupado en ello.

Isabela se cruzó de hombros y enarcó una ceja. Mirando hacia los niños que se divertían dijo.

—Pensé había ido a visitar a tú familia.

Gabriel sonrió, pues él solo tenía un familiar, y era su hermano, quien se encontraba en Madrid haciendo lo mismo que estaba haciendo, restaurando edificios antiguos.

—No tengo a mi familia aquí.

—No eres de aquí, ¿verdad? —Gabriel negó.

—Soy nacido en Madrid, pero soy de todas partes.

Isabela le miró y cuestionó.

—¿Y no tienes esposa, hijos? ¿No les visitas a tus padres, hermanos? —Gabriel apartó la mirada de los niños y la posó en Isabela.

—Solo tengo un hermano, pero no solemos vernos con frecuencia, salvó que tengamos que intercambiar de proyectos.

—Tu hermano igual es arquitecto —asintió.

—Es igual a mí, muy igual a mí —dijo con una sonrisa— ¿Te gustaría dar un paseo por el parque?

Isabela dudó un momento, pero luego asintió. Tal vez era el momento de ver la vida de otra manera y no como la habían visto en estos últimos años.

Mientras caminaban, conversaron sobre sus vidas, sus sueños y las historias detrás de sus pasiones. Gabriel compartió anécdotas de su infancia, de cómo había crecido en una familia que valoraba el arte y la arquitectura. Isabela, a su vez, habló de su madre y de cómo había influido en su amor por la restauración.

—¿Y ella ya no está contigo?

—Ya no —comentó con tristeza—. Mi madre siempre creí que las casas tenían historias que contar, y que el trabajo del arquitecto es escucharlas y preservarlas.

Hiso una pausa significativa—. Ella pasaba contando historias, como tú.

—Es que las paredes de cada estructura están llenas de historias. Ellas son testigos de los amores, problemas, discusiones que hubo en cada época —hizo una pausa y mirándola a los ojos se disculpó—. Lamento ser un apasionado de las historias pasadas, pero estoy tan comprometido con mi trabajo, que cada vez que realizo uno, lo hago sumergiéndome en él.

—No tienes que disculparte. Al fin de cuentas, cada quien trabaja como quiere. Tú eres un apasionado arquitecto y yo soy…

—Una arquitecta que necesita recuperar su pasión. Porque si tú madre fue tan apasionada con su trabajo, creo que su hija debió heredar lo mismo.

Se miraron fijamente, Isabela contuvo el aire, la forma en que Gabriel la miraba, la hacía sentir frágil. Sin embargo, una parte de ella se resistía a dejar que esa conexión se profundizara. Había aprendido a proteger su corazón y no enamorarse por un rostro bonito.

—Deberíamos volver —dijo Isabela, rompiendo el momento y sintiendo que la vulnerabilidad la asustaba.

—Claro —respondió Gabriel.

El lunes llegó rápidamente, y la reunión sobre el proyecto de la mansión Victoria se convirtió en el centro de atención. Isabela se preparó para defender su visión con todas sus fuerzas. Cuando entró a la sala de juntas, el ambiente era tenso. Sus compañeros estaban sentados, con expresiones que iban desde la duda hasta la crítica.

—Gracias a todos por venir. Hoy estamos aquí para discutir el futuro de la mansión Victoria y por qué debemos invertir en su restauración.

Mientras explicaba su visión, Gabriel apareció. Su presencia desató controversia en los socios.

—¿Quién es ese hombre? ¿Por qué está aquí?

—Me presento, son Gabriel Andrade. Mi hermano y yo somos dueño de una corporación, y estoy a cargo de la reconstrucción de Victoria.

—Es mi invitado. Juntos trabajaremos en el proyecto —dijo Isabela—. Gabriel, toma asiento —respiró suave cuando lo vio sentarse frente a ella.

—¿Realmente crees que es un buen uso de nuestros recursos, invertirlos en esa hacienda? —preguntó uno de los socios, con una mirada escéptica.

—Mi padre lo aprobó.

—Lo sabemos, Pero esperábamos que tú no lo aceptarás.

—¿Y por qué no iba a aceptarlo? —respondió Isabela.

—Bueno, no tienes un buen corazón que se diga.

—¿En serio? Mira, que ni yo sabía que tenía el corazón podrido.

Comentó irónica.

—Pero ¿qué pasa si no obtenemos los beneficios esperados? —insistió otro miembro del equipo.

—La restauración de la mansión Victoria solo beneficiará a los niños. Nosotros no ganamos, al contrario, perdemos —acotó otro socio.

—Lo que estamos creando aquí es más que un proyecto; es una oportunidad para cambiar vidas. Y estoy dispuesta a trabajar arduamente, con o sin su consentimiento.

—Bien, que sea bajo tus recursos y los de tu padre. Lo nuestro no lo topes —dijeron los demás.

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