Cap. 2: ¡Ese hombre es inocente!

El reloj en la pared marcaba las 7:30 a.m., y el ajetreo matutino en el apartamento de María Elena Duque estaba en su apogeo. Mientras intentaba encontrar sus llaves y revisar su agenda para el día, su hijo Michael comía su cereal tranquilamente, completamente ajeno a la prisa de su madre.

—Michael, cariño, apúrate con ese desayuno. El bus escolar ya casi llega, y no podemos llegar tarde —dijo María Elena, apresurándose de un lado a otro.

Michael, siempre curioso, levantó la vista de su tazón y la observó con sus grandes ojos claros, tan parecidos a los de Anthony.

—Mamá, en la escuela dijeron que hay un evento la próxima semana, y tienen que ir todos los papás. —Michael la miró directamente, sus palabras saliendo con total naturalidad—. ¿Por qué mi papá no está conmigo? ¿Cuándo va a venir?

La pregunta de su hijo la descolocó por completo. Cada vez que Michael preguntaba por su padre, sentía el mismo nudo en el estómago. Anthony. El hombre que nunca supo que tenía un hijo. Michael se parecía tanto a él, y la culpa siempre estaba ahí, silenciosa, pero constante.

María Elena respiró hondo, buscando una respuesta que no lo lastimara, aunque la realidad era mucho más compleja de lo que podía explicarle.

—Michael, ya te lo he dicho, amor. Tu papá no puede estar aquí, pero siempre me tienes a mí —respondió, intentando sonar calmada, aunque por dentro su corazón estaba desmoronándose.

El niño frunció el ceño, no satisfecho con la respuesta.

—¿Pero por qué no viene? Los papás de mis amigos siempre están ahí —insistió, su voz cargada de la confusión inocente que María Elena no sabía cómo manejar.

Ella se agachó a su nivel y le acarició el cabello, intentando contener las lágrimas que amenazaban con brotar.

—Micky, es complicado, pero te prometo que algún día lo entenderás —dijo, obligándose a sonreír—. Yo siempre voy a estar a tu lado.

Michael asintió con resignación, y María Elena se levantó para apresurarlo a ponerse la chaqueta. El sonido del autobús escolar acercándose la sacó de sus pensamientos. Michael tomó su mochila y salió corriendo hacia la puerta.

—¡Adiós, mamá! —gritó con una sonrisa antes de subir al autobús.

Cuando el autobús se alejó, dejando una nube de polvo tras de sí, María Elena se quedó en la acera, observando cómo se alejaba su hijo. El silencio que siguió solo intensificó el eco de la pregunta de Michael: ¿Por qué mi papá no está conmigo?

María Elena se apoyó en la barandilla, mirando al horizonte. Anthony. ¿Qué habría pasado si él hubiera sabido la verdad? Si hubiera estado ahí para Michael, para ella. Si no se hubieran separado de la peor manera posible. ¿Y si ambos supieran la verdad?

La culpa la consumía. Anthony no sabía que tenía un hijo. Y ahora Michael, cada día más grande, preguntaba más. ¿Cuánto tiempo más podría seguir ocultando la verdad? ¿Cómo se lo diría a Michael? ¿Cómo se lo explicaría a Anthony, si alguna vez llegaban a enfrentarse de nuevo?

María Elena se enderezó, sacudiéndose los pensamientos. No podía permitirse distraerse ahora. Tenía un día largo por delante, pero sabía que la respuesta de su hijo, y el recuerdo de Anthony, seguirían persiguiéndola.

****

Más tarde, el tribunal estaba lleno de murmullos mientras las últimas palabras del juez resonaban en la sala. María Elena Duque, confiada, seguía atentamente al abogado del demandado.

—Señoría, mi cliente ha sido un padre responsable. No hay razones para negarle la custodia compartida —dijo él con una sonrisa segura.

María Elena avanzó un paso, su voz clara y firme.

—Con respeto, señoría, lo que mi colega omite es la negligencia emocional del señor Escobar. Sus visitas han sido esporádicas y sin compromiso real. Los testimonios de los hijos y los informes psicológicos confirman esto.

El abogado intentó intervenir, pero María Elena lo detuvo con un gesto.

—Los hijos necesitan un padre presente, no cuando le sea conveniente —agregó, manteniendo su autoridad.

El juez los observó, sopesando los argumentos. Tras unos momentos, golpeó la mesa.

—El tribunal dicta sentencia a favor de la demandante. Custodia exclusiva para la señora Miranda y visitas supervisadas para el señor Escobar, además de cumplir con el pago de pensión alimenticia.

María Elena exhaló suavemente mientras su cliente, visiblemente aliviada, se acercó con gratitud.

—Gracias, doctora Duque —dijo con lágrimas en los ojos—. No sé cómo voy a poder agradecérselo.

—No tienes que agradecerme —dijo María Elena, con una sonrisa leve—. Lo único que quiero es que tú y tus hijos estén bien. Eso es lo importante.

Era la respuesta que siempre daba. Para ella, la justicia para las mujeres era lo que más importaba. Había dedicado su vida a esa causa, porque su pasado le había dado la fuerza para abogar por las que no tenían voz.

Con un asentimiento, despidió a su cliente y caminó hacia su oficina en el centro de Nueva York. Duque Arismendi y Asociados era uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad, y como socia del despacho, María Elena se había consolidado como una figura clave. Su oficina moderna, decorada con diplomas y fotos de eventos importantes, reflejaba su dedicación y éxito. Desde la ventana, la vista de la ciudad le recordaba lo lejos que había llegado. Cada caso ganado representaba no solo una victoria profesional, sino su compromiso con la justicia y su lucha por los más vulnerables.

Detrás de su escritorio, una foto de su hijo, Michael, de siete años, era su recordatorio constante del porqué de todo. Micky lo era todo para ella. Desde el día que decidió alejarse de su pasado y comenzar una nueva vida como madre soltera, su hijo había sido su motor. A pesar de su éxito profesional, María Elena había hecho todo lo posible para estar presente en su vida, siendo madre y padre a la vez.

Miró la hora. Tenía una cita importante esa tarde: recoger a su hijo de su clase de fútbol. Esa era una promesa que no rompía. Su rostro endurecido y serio, el que usaba en el tribunal, se suavizaba al pensar en su hijo. Era su única prioridad, y no había lugar para nada más.

Antes de salir, María Elena revisó su agenda del día siguiente. Más casos de divorcio, custodia y pensión alimenticia, los temas que mejor dominaba. Mujeres y niños vulnerables, su lucha diaria, y una guerra que continuaba peleando sin descanso. Cerró la carpeta con un suspiro y se levantó de su escritorio, lista para marcharse del despacho.

Justo cuando estaba por marcharse, Austin, un colega abogado de familia también exitoso, apareció en la puerta de su oficina con su típica sonrisa confiada. Salían a divertirse de vez en cuando, y algunas noches compartían algo más, pero ambos sabían que solo eran amigos. Mantenerlo así siempre había sido fácil para ellos.

—¿Te animas a un par de copas esta noche? —preguntó Austin en tono juguetón.

María Elena le sonrió, pero negó con la cabeza.

—No puedo, tengo que ir por mi hijo. Le prometí que estaría ahí.

Austin levantó una ceja, pero no insistió.

—Está bien, pero puede ser mañana —bromeó, con una sonrisa pícara—. Pero bueno, te guardo la invitación.

Ella se despidió con un leve gesto y salió del despacho. 

Al llegar al campo de fútbol, lo vio desde lejos. Micky corría feliz, su risa llenaba el aire. Observó con una sonrisa mientras su pequeño se movía con esa energía interminable. Pero no pudo evitar notar, como siempre, el parecido. Michael era el vivo retrato de Anthony. El mismo cabello oscuro, los mismos ojos profundos. Era imposible no ver a Anthony en su hijo. Y aunque intentaba dejar el pasado atrás, esas similitudes la devolvían a recuerdos que creía enterrados.

"¿Pensará en mí alguna vez?", se preguntó. Pero rápidamente sacudió la cabeza. Sabía muy bien por qué habían terminado. Lo que fue entre ellos ya no tenía cabida en su vida, y no debía distraerse con esas preguntas.

Michael corrió hacia ella con una sonrisa radiante, y María Elena se centró en lo importante. Su hijo era lo único que realmente importaba ahora.

María Elena abrazó a su hijo Michael con fuerza, su sonrisa lo iluminaba todo.

—¿Vamos por ese helado que te prometí? —dijo con una sonrisa, mientras le revolvía el cabello.

Justo en ese momento, su teléfono sonó. Era del despacho. Dudó en contestar, ya que había dejado claro que no volvería esa tarde, pero algo en su instinto le dijo que debía atender.

—Doctora Duque, lo siento por molestarla, pero hay un hombre aquí muy ansioso. Dice que es un asunto de vida o muerte, insiste en hablar con usted —dijo su asistente, preocupada.

María Elena suspiró, mirando a Ian con un toque de culpabilidad.

—¿Qué desea? ¿Te dijo que asunto es?

—Dice que es confidencial —avisó la asistente—, pero se ve muy mal doctora, mejor venga. 

María Elena soltó un resoplido. 

—Voy para allá—, entonces dirigió su mirada a su hijo—, cariño, tenemos que pasar por la oficina primero. Te prometo que después iremos por ese helado.

Michael, con una ceja levantada y su típica sonrisa pícara, respondió:

—Mamá, siempre dicen que es vida o muerte, ¿no? ¡Espero que no se acabe el helado antes de que lleguemos!

María Elena no pudo evitar reírse y darle un suave empujón en el hombro.

—Te prometo que no se acabará, campeón. Iremos en cuanto termine.

Michael asintió, todavía con su energía contagiosa. 

Cuando María Elena llegó al despacho, le dio un suave apretón en el hombro a Michael.

—Cariño, ¿por qué no te quedas un rato con Charlotte? —le dijo, refiriéndose a su asistente—. No tardaré mucho.

Michael puso los ojos en blanco, pero sonrió y respondió con su habitual vivacidad.

—Está bien, mamá. Pero más te vale que haya helado después.

María Elena sonrió mientras lo veía irse, luego se dirigió hacia la sala de espera, donde la esperaba el hombre ansioso que la había hecho regresar.

El hombre, visiblemente nervioso, estaba sentado, retorciendo sus manos mientras miraba a la puerta con ojos llenos de ansiedad. Su aspecto desaliñado y el sudor en su frente dejaban claro que lo que fuera que tuviera que decir lo estaba carcomiendo por dentro. Al verla entrar, se levantó bruscamente, casi tropezando con la mesa frente a él.

—Doctora Duque, gracias por verme —dijo con voz temblorosa—. Soy Orlando Jones.

El nombre resonó en su cabeza. Lo reconoció de inmediato, fue uno de los testigos principales en el caso de Luis Díaz, el hombre al cual ella refundió en prisión en ese entonces cuando era abogada penalista, el mismo hombre a quién Anthony había defendido con vehemencia.

—¿Qué lo trae por aquí señor Jones? —preguntó ella sintiendo un ligero escalofrío recorrer su columna. 

—Debe ser confidencial, doctora —susurró el hombre mirando a todo lado, como si tuviera miedo de que las paredes lo escucharan. 

María Elena lo llevó a su oficina, cerró la puerta, lo invitó a sentarse, pero el hombre parecía no escucharla. 

—Quiero confesar algo que no me deja dormir —continuó, con su voz entrecortada—. Luis Díaz... él es inocente. Él no asesinó a esa mujer. Fue…

—¿Qué? —cuestionó palideciendo en el acto. Su corazón se aceleró, pero su cuerpo permaneció inmóvil. 

El peso de aquella confesión se le clavaba en el pecho.

¿Inocente? ¿Cómo era posible que después de todos esos años, después de haber destruido no solo una vida, sino también la suya propia, el caso pudiera dar un giro tan devastador?

El hombre frente a ella respiraba con dificultad, sus ojos le suplicaban por comprensión. Pero María Elena apenas podía procesar lo que estaba escuchando. 

¿Cómo pudo estar tan equivocada?

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