El sol de la tarde se colaba por los ventanales del elegante despacho de Anthony Lennox, proyectando sombras sobre las paredes de madera oscura. La mesa de reuniones, de cristal y acero, estaba rodeada por los socios de su firma. La discusión giraba en torno a un caso penal complejo, uno de esos que podían marcar el destino de la firma y de las personas implicadas. Anthony, sentado al final de la mesa, escuchaba en silencio, sus dedos tamborileando sobre los documentos mientras sus colegas intercambiaban opiniones.
—El caso es complicado —comentó uno de los abogados—. La evidencia no es concluyente y la presión mediática está en nuestra contra.
—No hay manera de ganar esto sin un acuerdo —agregó otro socio—. Si forzamos el juicio, arriesgamos mucho.
Anthony, siempre implacable y calculador, alzó la mirada. Con un gesto de la mano, indicó que era hora de hablar. El silencio en la sala fue inmediato. Todos sabían que cuando Lennox hablaba, había una dirección clara que seguir.
—Un acuerdo no es una opción —dijo, con voz firme y fría—. No estamos aquí para negociar, sino para ganar.
Sus ojos azules, penetrantes como el acero, recorrieron la mesa. El ambiente se volvió tenso al instante. Anthony era conocido por ser implacable en los tribunales, un hombre que no aceptaba nada menos que la victoria. Sus colegas lo admiraban, pero también le temían.
—La clave está en desacreditar la principal prueba de la fiscalía —continuó Anthony, levantando un documento—. El testimonio del testigo es débil, y los análisis forenses presentan inconsistencias que podemos explotar. Si llevamos esto al juicio, debemos destrozar su credibilidad desde el principio.
Uno de los socios, más joven e inexperto, se atrevió a replicar.
—Pero el testigo tiene respaldo de la prensa. Si lo atacamos, podríamos parecer agresivos y perder el favor del jurado.
Anthony lo miró, sus ojos fríos como el hielo.
—No estamos aquí para parecer simpáticos —respondió sin vacilar—. Estamos aquí para hacer justicia, y la justicia no se negocia. Si el testigo miente, lo expondremos. Y si la fiscalía no tiene nada más que un testimonio débil, ya han perdido.
La sala quedó en silencio. Todos sabían que Anthony Lennox no era solo un abogado. Era un estratega implacable, alguien que calculaba cada movimiento con precisión quirúrgica. Su ética era clara: ganar dentro de los límites de la ley, pero nunca retroceder.
—Prepara los interrogatorios —ordenó Anthony, mientras recogía sus papeles—. Nos vemos en el tribunal, pero antes voy a finiquitar un contrato importante —agregó, con un ligero toque de ironía en la voz, aunque su rostro permanecía serio.
Hubo un momento de silencio, hasta que uno de sus socios y amigos, Philip, frunció el ceño y se inclinó hacia adelante, mirándolo con curiosidad.
—¿Qué contrato? —preguntó, sin entender del todo la gravedad de la situación.
Anthony soltó una breve exhalación, dejando caer los papeles que tenía en la mano sobre la mesa. Sus profundos ojos azules se encontraron con los de su socio y amigo, quien finalmente comprendió el peso de sus palabras.
—Mi matrimonio —repitió Anthony, sin apartar la vista de su amigo.
El aire en la sala pareció volverse más denso. Algunos de los socios intercambiaron miradas incómodas, mientras que otros bajaron la vista, conscientes de que algo personal estaba sucediendo, algo que no se arreglaría fácilmente con palabras de apoyo o bromas. Philip, siempre con su actitud despreocupada, no pudo contenerse y lanzó una sonrisa traviesa mientras se inclinaba hacia Anthony.
—Por fin libre, amigo —dijo con un tono ligero—. Ya era hora, ¿no? Al final del día, el matrimonio es solo otro contrato, ¿verdad? Y tú eres uno de los mejores para romperlos.
Algunos socios soltaron una risa nerviosa, mientras otros intercambiaron miradas de reprobación. Philip, fiel a su estilo, siguió adelante, disfrutando del comentario.
—Deberíamos celebrarlo, Lennox. Tal vez un buen whisky esta noche. O dos. Ahora que eres oficialmente un hombre libre, podemos ponernos al día con todo lo que te has perdido, tú sabes, puedo invitar un par de amiguitas.
Anthony levantó una ceja, aunque su expresión seguía seria. Sabía que Philip no podía dejar pasar la oportunidad de bromear, incluso en situaciones delicadas como esta.
—Gracias, Philip, pero no creo que lo celebre de esa manera —respondió Anthony, con una sonrisa irónica apenas perceptible—. Aunque lo del whisky no suena mal.
Philip soltó una carcajada y se encogió de hombros, como si todo fuera un juego.
—Como quieras, amigo. Pero créeme, al final verás que es lo mejor. A veces un contrato necesita romperse antes de que se vuelva una sentencia de por vida.
La tensión en la sala se alivió, aunque solo un poco, mientras los socios volvían a sus papeles, aunque todos seguían sintiendo el peso de lo que Anthony acababa de confesar.
Más tarde él llegó al juzgado decidido a dar por terminado su matrimonio. Hacía tres años que se había casado con Rachel, una mujer que había entrado en su vida de forma inesperada, con dos hijos de un matrimonio anterior. Anthony había aceptado a esos niños como si fueran suyos desde el primer día. Había querido ser un padre para ellos, llenar el vacío que su verdadero padre había dejado. Sin embargo, el matrimonio no había funcionado.
Rachel y él simplemente no se entendían. Lo intentaron una y otra vez, pero las discusiones, las diferencias de visión sobre la vida y la tensión constante habían hecho imposible mantener el matrimonio. Finalmente, ambos habían decidido poner fin a lo que ya no podía salvarse.
Anthony firmó el divorcio en el juzgado aquella tarde. Mientras entregaba los papeles, sentía el vacío en el pecho, pero lo que más lo inquietaba era lo que sabía que vendría después. Apenas salió del juzgado, escuchó la puerta cerrarse tras él y, antes de que pudiera alejarse, Rachel apareció, caminando rápidamente hacia él. Su rostro estaba endurecido, la expresión de una mujer resentida.
—No quiero que vuelvas a ver a los niños —le dijo con frialdad, deteniéndose justo frente a él.
Anthony se detuvo, su mandíbula apretándose al escuchar esas palabras directamente de sus labios. Sabía que Rachel estaba furiosa porque él no había querido conciliar, porque se había negado a seguir adelante con un matrimonio que no funcionaba. Ella quería vengarse, y lo estaba haciendo de la peor manera posible: separándolo de los niños.
—¿De verdad vas a hacer esto, Rachel? —respondió Anthony, su voz contenida, pero con una frialdad que igualaba la de ella—. Sabes perfectamente que los amo, aunque no sean míos.
Rachel cruzó los brazos, sus ojos brillando con resentimiento.
—Eso no cambia nada. Decidiste no conciliar, Anthony. No quisiste intentarlo. Así que, sí, vas a perderlos. Y no pienses que voy a ceder. No me importa lo que sientas —dijo con un tono venenoso, disfrutando del daño que sabía que le estaba haciendo.
Anthony la miró, su control amenazando con romperse, pero sabía que no podía darle más armas para usar en su contra.
—Esto no es por los niños, es por ti —dijo, mirándola a los ojos—. Pero no importa lo que intentes, voy a encontrar la manera de estar en sus vidas. Ellos no tienen la culpa de que las cosas entre nosotros no funcionaran.
Rachel esbozó una sonrisa amarga.
—Haz lo que quieras, pero no ganarás. Ellos me pertenecen, y tú no vas a tener ni una sola visita.
Anthony la observó un momento más, su expresión endureciéndose. Sabía que Rachel estaba dispuesta a usar cualquier táctica para vengarse, pero él también estaba dispuesto a pelear. No iba a permitir que los separara de él.
Sin decir una palabra más, Anthony giró sobre sus talones y se alejó, con las palabras de Rachel todavía resonando en su mente. No te dejaré ganar, Rachel, pensó, decidido a luchar por los niños que había amado como propios.
Caminó por las calles de Boston, una ciudad que siempre había sido su refugio. Era un hombre exitoso, con una firma que respetaban en todo el país, pero esa tarde, el triunfo no le sabía a nada.
El final de su matrimonio con Rachel había sido inevitable, pero aun así dolía. No era la primera vez que una relación se desmoronaba. Pensó en Elena, con quien estuvo a punto de casarse, otro fracaso. Y ahora, este divorcio... parecía un patrón repetido. Mientras caminaba por las calles grises, no pudo evitar que un pensamiento lo golpeara: María Elena Duque.
Hacía mucho que no pensaba en ella de esa manera, pero ahora, en medio del fracaso más reciente, no pudo evitar recordar lo que tuvo con ella. Quizás porque en el fondo sabía que nunca había superado lo que ocurrió entre ellos. Fue su relación más intensa, y también la más devastadora. María Elena lo conocía de una manera que nadie más lo había hecho. Había algo en su conexión que ninguna otra relación había podido reemplazar.
Las discusiones, la ruptura, todo volvió a su mente. Se preguntaba si alguna vez encontraría a alguien con quien pudiera tener ese tipo de conexión de nuevo, pero ¿cómo hacerlo cuando todo terminaba en fracaso? Se detuvo por un momento, observando las luces de la ciudad a su alrededor. Era un hombre acostumbrado a ganar en la sala de juicios, pero cuando se trataba de su vida personal, el resultado siempre parecía ser el mismo: perder.
Quizás era él. O quizás... simplemente había sido María Elena todo este tiempo.
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No olviden dejar sus comentarios. Anthony Lennox es hijo de Gerald y Myriam de Casada con el padre de mi hijo y María Elena Duque, es hija de Miguel y Luciana de No sabía que tuvimos dos hijos, pero tranquilas, si llegas por primera vez, no necesitas leer los libros que menciono, lo puedes hacer después.
El reloj en la pared marcaba las 7:30 a.m., y el ajetreo matutino en el apartamento de María Elena Duque estaba en su apogeo. Mientras intentaba encontrar sus llaves y revisar su agenda para el día, su hijo Michael comía su cereal tranquilamente, completamente ajeno a la prisa de su madre.—Michael, cariño, apúrate con ese desayuno. El bus escolar ya casi llega, y no podemos llegar tarde —dijo María Elena, apresurándose de un lado a otro.Michael, siempre curioso, levantó la vista de su tazón y la observó con sus grandes ojos claros, tan parecidos a los de Anthony.—Mamá, en la escuela dijeron que hay un evento la próxima semana, y tienen que ir todos los papás. —Michael la miró directamente, sus palabras saliendo con total naturalidad—. ¿Por qué mi papá no está conmigo? ¿Cuándo va a venir?La pregunta de su hijo la descolocó por completo. Cada vez que Michael preguntaba por su padre, sentía el mismo nudo en el estómago. Anthony. El hombre que nunca supo que tenía un hijo. Michael se
El aire en la sala se volvía más denso con cada segundo. María Elena sentía cómo la adrenalina subía por su cuerpo, alimentada por la furia y el desconcierto. Sin pensarlo, dio un paso hacia el hombre que acababa de soltar esa confesión devastadora. Lo agarró del brazo y lo zarandeó, sus ojos azules llenos de rabia.—¿¡Qué dijiste!? —espetó, con la voz temblorosa de indignación—. ¡¿Vienes ahora, después de ocho años, a decirme que Luis Díaz es inocente?! ¡¿Por qué callaste todo este tiempo?!El hombre, visiblemente asustado, levantó las manos en un intento de defenderse, pero no se apartó. Sabía que merecía ese reclamo.—¡Tenía miedo! —respondió con la voz rota—. ¡Estaba amenazado! Si hablaba, iban a matarme... a mí, a mi familia. No podía hacer nada. Pero no puedo seguir con esto. No puedo dormir, doctora. Luis Díaz es inocente, ¡no fue él! El verdadero asesino fue su socio... Roberto Medina.María Elena sintió un frío recorrerle la espalda al escuchar el nombre. Recordaba a Medina,
El silencio en la sala era palpable. Todos sabían lo que esa decisión significaba para ella. Su familia asintió, respetando su valentía. El próximo paso sería el más difícil, pero María Elena estaba decidida a enfrentarlo.La llamada con Majo y Salvador fue cortada, y María Elena se quedó frente a sus padres, aun procesando todo lo que había ocurrido. Tomó el teléfono y llamó a su asistente.—Charlotte, necesito que me consigas el número del doctor Anthony Lennox. Tiene un despacho en Boston.Charlotte, siempre eficiente, respondió al instante.—Enseguida, doctora. Le avisaré cuando lo tenga.—¿Estás segura de enfrentarlo? —preguntó Lu.María Elena tragó saliva.—Sí mamá, estoy segura.—¿Le dirás acerca de Micky? —indagó Miguel.María Elena tenía la cabeza vuelta un caos. Apenas estaba procesando lo del caso de Díaz cuando la pregunta de su padre le cayó como una piedra encima.«¿Decirle a Tonny sobre la existencia de Micky?» Quizás no estaba preparada para eso.—No lo sé, primero ten
María Elena llegó a su apartamento, agotada. El día había sido interminable, y la conversación con Anthony la había dejado confundida y triste. Al cerrar la puerta, el silencio del lugar le ofreció un respiro, pero el peso de sus pensamientos seguía ahí. Michael ya estaba dormido, bajo el cuidado de su hermana mayor, Dafne, quien la esperaba en el sofá.—Se quedó dormido hace un rato —avisó Dafne en voz baja—. Estaba inquieto, preguntando por ti, pero lo tranquilicé.María Elena sonrió débilmente y asintió.—Gracias, Dafne. Necesitaba terminar unas cosas.—No hay problema. Sabes que siempre estoy para ti y para él —respondió Dafne, observando el cansancio en su hermana.María Elena no respondió más. Solo se dirigió a la habitación de Micky. Abrió la puerta con cuidado y vio a su hijo profundamente dormido. Su pequeño rostro reflejaba paz, algo que a María Elena le resultaba cada vez más difícil de encontrar.Se acercó despacio a la cama, y al mirarlo, su corazón se apretó. Michael, co
La puerta del apartamento se cerró de golpe, y el sonido resonó en la sala silenciosa. María Elena Duque estaba de pie, con el rostro endurecido por la rabia que no podía contener. Su cabello castaño claro, largo y ondulado, caía desordenado sobre su rostro. Sus ojos azules, normalmente calmados, ahora brillaban con incredulidad y furia. Alta y esbelta, irradiaba una energía contenida, lista para explotar.Cuando Anthony entró, sus miradas se encontraron. Los ojos dulces de María Elena, que él tanto conocía, ahora lo miraban con una mezcla de ira y decepción que jamás había visto en ella.—No puedo creerlo —espetó ella, su voz se quebraba por la rabia contenida—. ¿Cómo puedes defender a un asesino?Anthony detuvo el paso, su porte elegante y confiado comenzaba a tambalear bajo la presión. Alto, musculoso, con su cabello oscuro y ondulado enmarcando su rostro de facciones finas, intentó mantener el control. Sus ojos azules, que siempre transmitían serenidad, ahora reflejaban la tensión