EL LIBRO DE LOS VIGILANTES.

—Los Álamos dispone de su propia capilla, la cual ordené construir hace poco.

—¡Me encantaría conocerla! —manifestó con entusiasmo, ignorando mi comentario amargo.

—En ese caso, prosiga - en ese momento el padre giró hacia mí.

—Disculpe, joven, ¿podría mostrarme el lugar? Claro, si no está demasiado ocupado. Me he dado cuenta de que llegué en medio de una reunión.

—Faltaba más —se anticipó mi padre a responder—. A mi hijo le vendría bien distraerse un poco —no dije nada en respuesta al comentario y, en silencio, guíe al nuevo padre hacia la capilla de la hacienda, pero antes de salir él me dijo su nombre, que era Gabriel.

Nos habíamos alejado ya de la casa grande; los dos permanecíamos callados, sintiendo el viento en nuestras caras y contemplando el cielo gris, que parecía haber desterrado el sol. Desde que Arturo Palacios había llegado, el sol no salía mucho, y no solo había traído consigo su presencia el exilio del sol, sino que había logrado en mí una obsesión morta
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