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En cuanto termino con la sesión de yoga de las cinco y apago la música relajante que se supone que debería dejar mi mente en blanco, me doy cuenta de que sigo igual de cabreada e indignada que los anteriores cuatro días. Ni siquiera la ascendencia al mismísimo nirvana podría haberme puesto de buen humor, de hecho, llevo de un humor de perros desde el mismo instante en que no recibí ni una mísera llamada o un triste mensaje después de que atravesara la puerta de mi casa.

Le di la oportunidad de que empezáramos con llamadas, pero ya veo cuanto le importa recuperar nuestros lazos: nada.

No he hecho más que darle vueltas y más vueltas a nuestra emotiva conversación del sábado, en él, que me pedía ayuda para intentar recuperarse de sus problemas emocionales. Pero cómo narices quiere que lo ayude si pasa de mí, como si después de haber pasado toda la noche juntos, se hubiera arrepentido de abrirse por una maldita vez en su vida.

Mientras enrollo la esterilla y le pongo l

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