Capítulo 1

Tambaleándome, salgo de mi despacho. Desciendo las escaleras con sumo cuidado, consciente de que no deseo terminar rodando por ellas. Me encamino hacia la salida y empujo la puerta con todas mis fuerzas, como si ella fuera la culpable de todos mis problemas.

Levanto la mano y, como por arte de magia, un taxi aparece ante mí. Diez minutos más tarde, el taxista detiene el coche. Al bajarme, suspiro, me digo a mi misma que solo voy a echar un vistazo, simplemente quiero observar a ese hombre, nada más y regresaré a casa.

La oscuridad es mi aliada mientras me deslizo entre las sombras, estudiando cada detalle del barrio. Todas las casas son blancas, coronadas por tejados de un azul intenso, y porches de madera. El número seis brilla bajo la luz de la luna, llamándome. Me acerco con precaución.

Subo los escalones de madera cautelosamente, me aproximo a la ventana entreabierta. Con un suspiro silencioso, deslizo la cortina, pero no veo a nadie. Sintiendo cómo mi corazón golpea fuerte contra mi pecho con una intensidad que casi ahoga el sonido de mis movimientos. Una gota de sudor cae por mi espina dorsal debido al miedo que siento.

Justo en ese momento, apoyo mis manos en el marco de la ventana. Me inclino hacia delante.

Pero la gravedad me juega una mala pasada, y caigo en picado hacia el interior de la casa. Me levanto, me tambaleo y trato de recuperar el equilibrio. La borrachera, nubla todos mis sentidos.

Envuelta en la penumbra de la casa, la indecisión me paraliza. En ese instante, una oleada de arrepentimiento me invade por haber venido a curiosear, no soy capaz de interferir en una relación de pareja, no soy de esa clase de personas, prefiero afrontar las consecuencias que destruir la vida de otras personas.

Con un giro rápido sobre mis talones, me dispongo a abandonar la casa, pero entonces, una voz corta la oscuridad como un cuchillo afilado:

—¡Ni se te ocurra correr, ladrona!

El grito resuena en la penumbra, congelando mi sangre y paralizando mis sentidos. La urgencia de huir choca con la realidad de la voz que me acorrala, una voz que parece decidida a no dejarme escapar.

El salón se ilumina, parpadeo luchando contra el brillo que me ciega. Cuando mis ojos se adaptan a la luz tintineante de la bombilla, me encuentro con la mirada penetrante de unos ojos verdes.

Ante mí, un hombre esbelto me apunta con una pistola. ¡Dios mío! Está prácticamente desnudo. Su torso al descubierto y una toalla beige ceñida a su cintura. No sé si estallar en carcajadas, romper a llorar o echar a correr. ¡Por el amor de Dios! Lo observo boquiabierta pero... ¿Cuánto mide este hombre? ¿Uno ochenta y cinco? ¿Uno noventa? Creo que me ha impactado más su altura que la pistola que apunta hacia mí. Observo en silencio su expresión colérica. Incapaz de seguir con el acuerdo, busco desesperadamente una salida. Afortunadamente, la ventana por la que entré minutos antes está a mi alcance.

De repente, una oleada de adrenalina recorre mi cuerpo. ¡Es ahora o nunca, tengo que huir! Me impulso sobre mis talones y me lanzo hacia la ventana, mi única vía de escape. Mis dedos rozan el marco frío cuando siento un agarre férreo sobre mí. La fuerza del hombre es implacable, y en un instante, me encuentro derribada contra el suelo.

El hombre de los ojos esmeralda se lanza sobre mí, sus manos como grilletes impidiéndome cualquier movimiento. Con su peso sobre mí, me siento atrapada y vulnerable.

—Maldita ladrona —escupe con desdén—. Has entrado a la casa de mi abuela, y te aseguro que te arrepentirás.

De repente, la toalla que rodea su cintura se desliza al suelo.

Buenooooooo… Me quedo boquiabierta.

Los nervios provocan en mí una risa incontenible. El castaño, no muestra ni un ápice de vergüenza. Al contrario, parece complacido, y no es para menos, pues ha sido bendecido generosamente por los dioses. Recoge su toalla y se pone de pie con un movimiento rápido para cubrirse.

Una vez envuelto nuevamente en la toalla, me lanza una mirada fulminante. Me obliga a levantarme del suelo mientras mi risa nerviosa sigue sin cesar. Pero no soy ingenua, y aprovecho para propinarle un rodillazo en su punto más vulnerable, sí, justo en esa parte que acabo de ver segundos antes. Su rostro se tiñe de un rojo intenso, sus ojos se entrecierran por el dolor y me mira con una furia aún mayor por mi atrevimiento. Retrocedo para huir, pero la mala suerte me persigue y tropiezo, perdiendo el equilibrio y cayendo de espaldas. No tarda en alcanzarme, inmovilizándome con rapidez y me arrastra hasta una silla de madera, atándome con firmeza y dejándome sin ninguna posibilidad de escape.

—Estás buenorro —le suelto a bocajarro.

El hombre me mira, con una ceja levantada.

¡Madre mía! ¿En serio acabo de decir eso? No puede ser, lo llamé buenorro en voz alta. Esto es lo que pasa cuando el alcohol actúa como mi portavoz. ¡Qué papelón! Y ahora sigue ahí, observándome con curiosidad. Espero que no espere que siga con un monólogo sobre sus abdominales. Tierra, prefiero que me tragues antes de que empiece a recitar poesía sobre sus bíceps.

—¿Estás borracha?

—Eres guapo, pero tonto. ¿No lo notas? Por supuesto que estoy borracha.

El calor es sofocante, y una risa involuntaria se escapa de mis labios. No es que él haya dicho algo gracioso, es más bien un estallido de nerviosismo que no puedo contener. Siempre me ocurre lo mismo, cuando me pongo nerviosa, siempre acabo riéndome.

¡Dios mío! Qué borrachera más mala llevo encima. Por esa razón, me abstengo de beber; cuando lo hago, mi lado sombrío emerge, desvaneciendo la razón y el pudor.

El atractivo se inclina, y su aliento roza mi oreja.

¡Tierra, trágameeeeee!

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