—¡Vamos, niña, no tengo todo el día!— apremió aquel apestoso borracho con prepotencia.— ¡Muévete!¿Quieres?
Al oírlo, Alba se sobresaltó. Conteniendo el aliento, dio la vuelta para observar a aquel extraño con ojos llenos de espanto. Notó como se tambaleaba aun agarrado a la baranda de las escaleras del viejo pórtico de la gran casona. Era solo un borracho de mediana edad. Pero, ella en su corta vida nunca había visto uno. Se recordó a sí misma que no tenía nada que temer y que ese hombre no le haría daño alguno. Aunque, de eso último no estaba tan segura. —Oh, disculpe…—respondió con una sonrisa tensa, avergonzada de si misma por ser tan miedosa. Dicho esto, con una pequeña reverencia de cortesía le dio la espalda para volver la vista a la puerta ante la permanente mirada de enojo del hombre. Por alguna extraña razón, sentía que entre menos contacto hiciera con ese hombre, mejor para ella. Así pues, con una nueva y real determinación e ignorando las quejas de ese molesto borracho, tomó el llamador con forma de león y se dispuso a golpear. El sonido se oía amortiguado desde el lado donde ella se encontraba. Pero eso no era para sorprenderse. A fin de cuentas, todo el mundo sabía, que del otro lado, el sonido había sido fuerte, llegando incluso a ser oído en los pisos superiores. O, bueno, al menos eso era lo que ella se aferraba a creer. De todas formas, esperó un momento, que le pareció eterno. Mientras tanto, a sus espaldas, sentía todo el peso de la mirada de ese hombre sobre ella. Eso la ponía cada vez más nerviosa. Para distraerse, paseó la vista por las hermosas ornamentas de ese viejo pero bien cuidado zaguán. Pero la alarmante sensación de inseguridad no la abandonaba en ningún segundo. No quería pensar en que la estuviera observando de esa forma tan incomoda. Sin embargo, no podía evitar que todo aquel asunto comenzara a inquietarla al punto de querer salir corriendo de ese lugar. Como a toda jovencita de bien, las hermanas del convento ya la habían prevenido muy bien sobre los peligros que toda bella señorita de su edad corría delante de hombres como ese. Aunque, quizás, todo eso no fuera otra cosa que su exagerada imaginación jugándole una mala broma. Sin poder soportar un momento más de aquella incomoda situación, decidió quitarse las dudas. Para disimularse, apoyó su cuerpo con timidez en el barandal, quedando de costado a su espectador, y le echó una mirada de soslayo con una expresión que éste supuso ser de profunda timidez. El borracho parecía haberse olvidado de su descontento inicial y, en ese momento, la estaba observando con otros ojos. Unos ojos asquerosos rebosante de un brillo lascivo. El brillo de una intención que Alba , en su inexperiencia, no conocía para nada. Pero que, aún así, podía palpar de manera tangible el peligroso escenario del que podría llegar a ser participe. —¡Oye, niña! ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Eh?— escuchó la voz ronca de ese hombre constatando que su enojo se había disipado completamente y en ese momento, le hablaba con un repulsivo tono meloso. La imagen de un depredador intentando endulzar a su presa para que esta callera en su trampa acudió a su mente. Atemorizada, desvió la mirada con rapidez, devolviéndola a la puerta de roble con ornamentas de oro. En su interior solo rogaba al Gran Señor de los cielos para que alguien acudiera de una buena vez a su llamado. Para hacer tiempo, prefirió hacer de cuenta que no lo había oído. Quizás, de esa forma él desistiría. No obstante, aquel insoportable individuo no pensaba lo mismo. —¡Oye! ¡Que descortés eres!— le informó ofendido el desconocido—… y yo que solo estaba tratando de ser amable contigo, mocosa arrogante. A Alba la podrían culpar de muchos defectos, pero jamás podrían decir que ella era arrogante. Pues las monjas del convento se habían cerciorado muy bien que ese pecado tan grave no tocara la inocente alma de la muchacha. Dolida por aquella acusación, bajó la vista al suelo. A fin de cuentas, ella solo era una mocosa inexperta que no sabía cómo hacerle frente a un hombre como aquel. Tampoco quería problemas, no los necesitaba y menos en su situación. —Oh… disculpe, no ha sido mi intención… la verdad es que no lo había oído, discúlpeme, en serio— respondió con aparente sincera humildad para luego agregar con una tensa e incómoda sonrisa—… Tengo que hablar con Madame Lamere. —¡Ah! Ya veo…— insistió el borracho ignorando heroicamente la incomodidad de Alba — ¿ Y se puede saber qué es lo que tienes que hablar con la vieja Lamere? A decir verdad, parecía que ese hombre disfrutaba de todo la inseguridad que podía provocar en ella. O al menos eso le parecía a Alba, quien a esas alturas solo se preguntaba porqué no la dejaba en paz de una buena vez. «¿Por qué se tardarán tanto en responder?¡Ayuda, por favor!» Volvió la vista a la puerta con actitud de súplica, la urgencia la corroía. Ignorando los nuevos reproches de ese viejo borracho, alzó la mano para volver a llamar, esta vez, con impaciencia. —¡Oye! ¿No te he dicho ya que es descortés ignorar a los mayores?— insistió ofendido el condenado viejo apestoso mientras se acercaba a ella amenazante. Sin darle tiempo a nada, la tomó por el brazo, obligándola a que lo viera a la cara. Para éstas alturas, la pobre Alba solo tenía ganas de echarse a llorar como la chiquilla indefensa y cobarde que realmente era. —¿Es qué acaso te han comido la lengua los ratones? ¡Qué chiquilla más impertinente! —insistió molesto, el viejo borracho, ignorando la mirada de súplica de ella — Si fueras mi hija, ya mismo te habría hecho escarmentar. —¿Es qué usted simplemente no aprende, Señor Rupert?— interrumpió alguien a espaldas de Alba. Al parecer, el Gran Señor de los cielos, había decidido ser benévolo con ella y atender a sus ruegos desesperados. Por fin, alguien había acudido a la puerta.— Vamos, señor Rupert…— amonestó con cansancio la voz de un hombre joven que se encontraba a espaldas de Alba.«¡Deo gratias!»Exclamó la joven al escuchar la voz de aquel desconocido que llegaba en su rescate. De haber juzgado oportuno, se le habría abalanzado encima para poder besarlo y de esa forma demostrar todo su agradecimiento. Pero sabía que ese tipo de comportamiento no era digno de una jovencita de bien como ella. De modo que prefirió quedarse al margen con una sonrisa tensa adherida a la cara. — Haga el bendito favor de soltar a la pobre muchacha, que culpa no ha de tener con eso de que usted haya perdido otra vez las llaves por andar de jarana por allí.— insistió el recién llegado, esta vez, demostrando que no estaba para bromas. Alba observó en su dirección, encontrándose con la mirada triste y azul de un hombre joven de piel clara. Este por su parte, parecía que no estaba realmente enterado de su presencia.Además, al juzgar por la mueca que llevaba puesta en sus labi
—¡Oh! Mira nada más, Martha, que niña tan bonita ha llegado…— exclamó con burla una de esas mujeres de vida licenciosa cuando ellos hubieron llegado al rellano— ¿Es tu chica Damián? ¡Ah! Si yo sabía que todo esos poemas que me recitabas en las noches eran meras mentiras ¡Mentiroso! Al oír aquellas bromas, Alba sintió como a su corazón se le olvidaba un par de latidos. Muda de asombro, levantó la vista para observar con timidez la nuca de Damián.Le hubiera gustado preguntarle qué ocurría. Pero él , simplemente se mantenía en un silencio taciturno, como si no escuchara las risas chillonas de aquellas mujeres de vida ligera.—Ya, Clara ¿No ves que asustas a la pequeña? — intervino otra mujer, una que a la vista, parecía ser más grande que la tal Clara— además, déjame decirte que es evidente que todo lo que has dicho es verdad… pero, déjame admitirte, amiga mía, que, esa chiquilla tan bonita, dudo mucho que sea su querida…Alba vio con gran horror como aquellas palabras generaban un sil
De pie frente al hermoso escritorio de palo de rosa, Damián observaba con mirada ausente a la supuesta dueña de la gran casona. Quien en ese momento leía la carta con aire de profundo aburrimiento. Quizás lo fuera. Bastaba con verle la cara para intuirlo. Su rictus caprichoso daba a entender estuviera pensando en que toda esa diplomacia era una verdadera perdida de tiempo que le estorbaba. En opinión de Damián, lo era. A fin de cuentas, todo eso terminaba en el mismo lugar. Pero, ese no era asunto suyo. Por eso se guardaba muy bien de mantenerse a distancia.Sin embargo, para su desgracia, por mucho que se esforzase en aparentar un completo desinterés ante aquel tema, nada de aquello le era indiferente. Por la fuerza de convivir con aquella mujer frívola, él podía darse cuenta de todo lo que estaba pensando.Paseó distraído su mirada por el lugar buscando un mínimo detalle que sirviera para ocupar la mente y no pensar en esas cosas. Pero, no le fue tan fácil hacerlo. Ya se conocía
«¡No te metas en esto, Damián! Que tú sabes muy bien que no te conviene. No lo hagas…» Intentó recomendarse mientras levantaba la cara para observar a la Madame. No le cabía ninguna duda de que ahí estaba la trampa que ella le tendía. Ella no era tan estúpida como para no darse cuenta que esos temas no le eran indiferentes a él. Por eso le había pedido su opinión. Para tener una excusa de echarlo a la calle. Si hablaba de más, tendría consecuencias. «O para meterme en este asunto… no sería la primera vez que lo hace…» Analizó sintiendo como comenzaba a sudar frío. De solo recordar aquellas veces en las que se vio obligado a participar de esos negocios turbios hacia que se sintiera descompuesto y con ganas de vomitar. Pero tenía que disimular todo eso. De modo que se obligó a sonreír con la actitud de quien no entendía absolutamente nada de lo que ocurría. —¿Qué es lo que quiere que le diga exactamente, Madame?— preguntó como quien no quiere la cosa mientras se hacía a la
«Sino haces nada por ella ¿Realmente puedes llamarte un hombre de bien?¿Realmente podrías mirar a la cara a cualquier persona y decir que eres un hombre honrado?¿O es que acaso la hipocresía es una enfermedad tan contagiosa que ya se te ha pegado?» Decir que esa manera tan perversa de ver las cosas, a Damián le generaban asco, era quedarse corto. Decir que lo indignaba más ver su propia indiferencia ante el asunto, era subestimar aquella emoción que le cerraba la garganta y le llenaba la boca de bilis. Pero sea, quizás , aunque en un principio había decidido no entrometerse ante aquel asunto, en realidad sí podía hacer algo para ayudar a esa jovencita. Entonces, lo intentaría ¿Qué más le daba? Al menos, de esa forma podría callar sus propias acusaciones. —Pues, puede que esté en lo cierto. Sin embargo, creo que le será más útil en las cocinas y en el aseo…— replicó insistiendo con indiferencia, no sabía porqué lo hacía, a fin de cuentas, no era asunto suyo.—… es una niña inoce
«Si algo habrá que reconocer, es que no les gustará nada este asunto a mis “chicas”…» Se dijo irónico con la actitud de quien ya se había habituado a las bromas de aquellas mujeres. Lo cierto era que él sentía rechazo hacía la profesión más vieja del mundo y, jamás, se hubiese planteado la remota posibilidad de buscar a ninguna de ellas, por más que sabía que ellas lo aceptarían más que dispuestas. Sin embargo, quizás fuera por su desdén a esos asuntos lo que hizo que en la fuerza de convivir con esas mujeres, ellas terminan por verlo como alguien en quien podrían confiar sus penas. O, quizás solo fuera el motivo de ser él mismo el hijo de una meretriz lo que lo llevaba a entenderlas mejor. Lo cierto era que entre ellos, había una especie de amistad disimulada por su eterna indiferencia. Una indiferencia que ellas sabían muy bien que era fingida. <
Las cocinas de Madame Lamere Le Grand, solían ser realmente caóticas en aquellas horas que antecedían al almuerzo. No era para menos. Allí, no solo se preparaba los alimentos para Madame Lamere y los inquilinos que habían pagado por dicho servicio. Sino que, además, el almuerzo era también para las damas que vivían en la primer planta. Damián por su parte, debido a que él no era realmente un empleado de la gran casona, ni menos un inquilino, solía comer las sobras que, caritativamente le cedía aquella mujerona de aspecto tosco que reinaba en las cocinas del último patio. Observando de soslayo a Alba, pudo constatar que, en efecto, aquel caos de ollas y guisados, la atemorizaba menos que el labial rojo y las mejillas sonrojadas de las mujeres de alquiler con las que se había topado. Quizás, si demostraba buenas aptitudes, podría caber la remota posibilidad de que Madame Lamere la dejase
—De modo que esta chiquilla tan bonita será mi ayudante en las cocinas ¿Eh? — observó María con un ojo crítico. Al escucharla, Damián no pudo evitar hacer un pequeño de preocupación. En su interior, rogaba porque, por una vez en la vida, Donna María, fuera lo suficientemente prudente de mantener la boca cerrada. Aunque, si lo pensaba bien, no le debía sorprender aquella actitud de recelo que demostraba Donna María. Solo bastaba ver a la pequeña Alba, con su carita de porcelana y su grácil cuerpecito para comenzar a sospechar que, si no había terminado en la primer planta, junto con las demás mujeres del lugar, era justamente porque alguien había intercedido por ella. Y, tampoco hacía falta ser una eminencia en sabiduría para darse cuenta de quién habría sido ese alguien que había intercedido en su favor. En efecto, por la suma de dos más dos igual a cuy, Donna María ya sabía todo lo que