Capítulo 2

 —¡Vamos, niña, no tengo todo el día!— apremió aquel apestoso borracho con prepotencia.— ¡Muévete!¿Quieres?

 

Al oírlo, Alba se sobresaltó. Conteniendo el aliento, dio la vuelta para observar  a aquel extraño con ojos llenos de espanto.

 

Notó como se tambaleaba aun agarrado a la baranda de las escaleras del viejo pórtico de la gran casona. Era solo un borracho de mediana edad.

 

 Pero, ella en su corta vida nunca había visto uno. Se recordó a sí misma que no tenía nada que temer y que ese hombre no le haría daño alguno. Aunque, de eso último no estaba tan segura.

 

—Oh, disculpe…—respondió con una sonrisa tensa, avergonzada de si misma por ser tan miedosa.

 

Dicho esto, con una pequeña reverencia de cortesía le dio la espalda para volver la vista a la puerta ante la permanente mirada de enojo del hombre. Por alguna extraña razón, sentía que entre menos contacto hiciera con ese hombre, mejor para ella.

 

Así pues, con una nueva y real determinación e ignorando las quejas de ese molesto borracho, tomó el llamador con forma de león y se dispuso a golpear. El sonido se oía amortiguado desde el lado donde ella se encontraba.

 

Pero eso no era para sorprenderse. A fin de cuentas, todo el mundo sabía, que del otro lado,  el sonido había sido fuerte, llegando incluso a ser oído en los pisos superiores.

 

O, bueno, al menos eso era lo que ella se aferraba a creer.

 

De todas formas, esperó un momento, que le pareció eterno. Mientras tanto, a sus espaldas, sentía todo el peso de la mirada de ese hombre sobre ella. Eso la ponía cada vez más nerviosa.

 

Para distraerse, paseó la vista por las hermosas ornamentas de ese viejo pero bien cuidado zaguán. Pero la alarmante sensación de inseguridad no la abandonaba en ningún segundo.

 

No quería pensar en que la estuviera observando de esa forma tan incomoda. Sin embargo, no podía evitar que todo aquel asunto comenzara a inquietarla al punto de querer salir corriendo de ese lugar.

 

 Como a toda jovencita de bien, las hermanas del convento ya la habían prevenido muy bien sobre los peligros que toda bella señorita de su edad corría delante de hombres como ese. Aunque, quizás, todo eso no fuera otra cosa que su exagerada imaginación jugándole una mala broma.

 

Sin poder soportar un momento más de aquella incomoda situación, decidió quitarse las dudas. Para disimularse, apoyó su cuerpo con timidez en el barandal, quedando de costado a su espectador, y le echó una mirada de soslayo con una expresión que éste supuso ser de profunda timidez.

 

El borracho parecía haberse olvidado de su descontento inicial y, en ese momento, la estaba observando con otros ojos. Unos ojos asquerosos rebosante de un brillo lascivo.

 

El brillo de una intención que Alba , en su inexperiencia, no conocía para nada. Pero que, aún así, podía palpar de manera tangible el peligroso escenario del que podría llegar a ser participe.

 

—¡Oye, niña! ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Eh?— escuchó la voz ronca de ese hombre constatando que su enojo se había disipado completamente y en ese momento, le hablaba con un repulsivo tono meloso.

 

La imagen de un depredador intentando endulzar a su presa para que esta callera en su trampa acudió a su mente. Atemorizada, desvió la mirada con rapidez, devolviéndola a la puerta de roble con ornamentas de oro.

 

En su interior solo rogaba al Gran Señor de los cielos para que  alguien acudiera de una buena vez a su llamado. Para hacer tiempo, prefirió hacer de cuenta que no lo había oído. Quizás, de esa forma él desistiría.

 

No obstante, aquel insoportable individuo no pensaba lo mismo.

 

—¡Oye! ¡Que descortés eres!— le informó ofendido el desconocido—… y yo que solo estaba tratando de ser amable contigo, mocosa arrogante.

 

A Alba la podrían culpar de muchos defectos, pero jamás podrían decir que ella era arrogante. Pues las monjas del convento se habían cerciorado muy bien que ese pecado tan grave no tocara la inocente alma de la muchacha.

 

 Dolida por aquella acusación, bajó la vista al suelo. A fin de cuentas, ella solo era una mocosa inexperta que no sabía cómo hacerle frente a un hombre como aquel. Tampoco quería problemas, no los necesitaba y menos en su situación.

 

—Oh… disculpe, no ha sido mi intención… la verdad es que no lo había oído, discúlpeme, en serio— respondió con aparente sincera  humildad para luego agregar con una tensa e incómoda sonrisa—… Tengo que hablar con Madame Lamere.

 

—¡Ah! Ya veo…— insistió el borracho ignorando heroicamente la incomodidad de Alba — ¿ Y se puede saber qué es lo que tienes que hablar con la vieja Lamere?

 

A decir verdad, parecía que ese hombre disfrutaba de todo la inseguridad que podía provocar en ella. O al menos eso le parecía a Alba, quien a esas alturas solo se preguntaba porqué no la dejaba en paz de una buena vez.

 

«¿Por qué se tardarán tanto en responder?¡Ayuda, por favor!»

 

Volvió la vista a la puerta con actitud de súplica, la urgencia la corroía. Ignorando los nuevos reproches de ese viejo borracho, alzó la mano para volver a llamar, esta vez, con impaciencia.

 

—¡Oye! ¿No te he dicho ya que es descortés ignorar a los mayores?— insistió ofendido el condenado viejo apestoso mientras se acercaba a ella amenazante.

 

 Sin darle tiempo a nada, la tomó por el brazo, obligándola a que lo viera a la cara. Para éstas alturas, la pobre Alba solo tenía ganas de echarse a llorar como la chiquilla indefensa y cobarde que realmente era.

 

—¿Es qué acaso te han comido la lengua los ratones? ¡Qué chiquilla más impertinente! —insistió molesto, el viejo borracho, ignorando la mirada de súplica de ella — Si fueras mi hija, ya mismo te habría hecho escarmentar.

 

—¿Es qué usted simplemente no aprende, Señor Rupert?— interrumpió alguien a espaldas de Alba.

 

Al parecer, el Gran Señor de los cielos, había decidido ser benévolo con ella y atender a sus ruegos desesperados.  Por fin, alguien había acudido a la puerta.

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