Por un nuevo amanecer
Por un nuevo amanecer
Por: Kain Storm
Capítulo 1

En un deprimente y gris día otoñal, Alba, se encontraba mirando la vieja puerta de roble con remaches y ornamenta de oro de una casona de corte imperial. Hacía frío en aquella mañana, motivo más que suficiente para que la joven se decidiera a entrar. Aun así, no lo hacía.

«¡Vamos! Solo golpea esa puerta y pide que te lleven ante Madame Lamere para darle esa nota. No es tan difícil, Alba.»

Se alentó, sintiendo su corazón aletear con demasiada fuerza en su pecho. Inspiró hondo y se obligó a subir las escaleras del zaguán que la acercaban a la gran puerta de roble con ornamentas de oro.

Adentro, en aquella vieja casona, ubicada en la esquina de una diagonal céntrica de la gran ciudad, a la que ella se dirigía con su modesta carta de recomendación, parecía bullir de gente que iba y venía azarosa.

La joven apretó, indecisa, contra su pequeño pecho la carta que llevaba en su mano. Tenía miedo, a decir verdad, tenía mucho miedo de lo que fuera a ocurrir allí adentro.

Pero, no nos apresuremos a juzgarla por cobarde. Primero, conozcamos un poco lo que la llevó a aquel lugar:

Para empezar, hacía tan solo dos meses que ella había llegado a la mayoría de edad, al cumplir sus dieciocho años de vida. Nada importante, a decir verdad.

Pero, lo cierto era que, había algo más profundo en eso. Ella era una simple y humilde huérfana a cargo de las hermanas de la caridad.

De modo que, hacía tan solo un mes que las monjas del convento donde ella había crecido, le informaron que ya no podían tenerla entre ellas. Pues nadie pagaba por su estadía y la obligación de ellas solo había sido cuidarla hasta que fuera mayor.

Claro está, que había una pequeña excepción a esa regla: Que ella se decidiera a vestir los hábitos de novicia y formar parte de la familia religiosa. Cosa que Alba se negó en retundo.

Por eso, con esa breve explicación como argumento, las hermanas no tuvieron otra opción para solucionar el asunto que mandar a la pobre Alba a la capital con aquella carta de recomendación. De esta forma, ella podría la vida como empleada doméstica en la Vieja Casona de Madame Lamere.

De modo que ese era el motivo por el cual se encontraba allí. Sintiendo ese miedo espantoso a lo que pudiera ocurrirle después de cruzar la puerta. Sí es que siquiera la cruzaba.

Puesto que, Alba, sabía muy bien que, cabía la posibilidad de que la Madame la rechazase o que ni siquiera la recibiese. Si ese llegaba a ser el caso…

¿A dónde podría ir ella en aquella enorme ciudad desconocida?

Con esa simple y trágica pregunta se podía resumir todo su verdadero pesar.

«Si no me dejan estar aquí, no tendré donde ir… Oh, bueno, sí… si me vuelvo monja.»

Tuvo que reconocer mientras sentía como un incómodo nudo de angustia crecía en su garganta. Por mucho que lo necesitase, para ella eso no era opción.

A decir verdad, para nada quería aquella vida dedicada al servicio y la austera negación. Además ¿Cómo podría, aunque sea, llegar a ser una novicia, si ni siquiera sabía escribir su nombre?

No, esa vida devota no sería para ella. A fin de cuentas, solo sabía de cocinar, lavar y zurcir ropa. Así pues, sería mejor que se envalentonara un poco y llamara a esa estúpida puerta de una vez por todas.

Cerró con fuerza los ojos e inspiró el aire matutino. Ser consiente de la inmensidad del mundo que la rodeaba, la hacía tener mucho más miedo de lo que llegase a ocurrir tras cruzar el zaguán.

Jamás, desde que tenía memoria, había salido del convento. No conocía más mundo que el que se le presentaba todos los domingos en las cuatro inmensas paredes de la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

«¡So, idiota, Alba! ¡Solo hazlo y ya!»

Se amonestó perdiendo la paciencia consigo misma. Necesitaba con todas sus fuerzas convencerse de que no tenía porqué tener miedo a llevar la dichosa carta ante esa tal “Madame”.

Sí a fin de cuentas, Sor María Isabel misma le había asegurado que allí nada le pasaría. También, Sor Juana se había desasido en halagos hacía esa noble señora, que tan caritativa era con las huérfanas del convento como ella.

Además, Sor Ester, quien jamás se había apartado de su lado y había sido una madre para ella, con su eterna y dulce sonrisa la había tranquilizado al afirmar que Madame Lamere era una bondadosa mujer que jamás se permitiría dejar a una joven señorita indefensa en las calles de la inmensa ciudad capital del país.

Por si fuera poco, el Padre Arthur Lewins en persona la había bendecido el día antes de su partida. Y por si fuera poco todavía, hasta le había entregado un escapulario de la bendita virgen patrona de la iglesia.

Si ellas se lo habían asegurado, resultaba más que evidente que era verdad. Además, contaba con la mismísima protección del Señor mediante aquel amuleto que llevaba colgando del cuello.

Por eso mismo, ella no debía tener miedo alguno de lo que pudiera llegar a ocurrir tras esa puerta. O al menos a esa conclusión logró llegar.

Volvió a abrir los ojos, esta vez, con determinación. Se ordenó a sí misma que se dejase de idioteces y llamase a la puerta de una buena vez.

Ya venía siendo hora de que madurara. Al fin y al cabo, ella era una señorita lo suficientemente mayor como para estar teniendo miedo de ir a pedir un empleo.

—¡Oye niña! Si no piensas llamar a la puerta de una buena vez, haz el favor de no estorbar y correrte del camino ¿Quieres?— apremió con malos modos un señor apestoso de vino rancio y sudor que la observaba con evidente mal humor.

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