En un deprimente y gris día otoñal, Alba, se encontraba mirando la vieja puerta de roble con remaches y ornamenta de oro de una casona de corte imperial. Hacía frío en aquella mañana, motivo más que suficiente para que la joven se decidiera a entrar. Aun así, no lo hacía.
«¡Vamos! Solo golpea esa puerta y pide que te lleven ante Madame Lamere para darle esa nota. No es tan difícil, Alba.» Se alentó, sintiendo su corazón aletear con demasiada fuerza en su pecho. Inspiró hondo y se obligó a subir las escaleras del zaguán que la acercaban a la gran puerta de roble con ornamentas de oro. Adentro, en aquella vieja casona, ubicada en la esquina de una diagonal céntrica de la gran ciudad, a la que ella se dirigía con su modesta carta de recomendación, parecía bullir de gente que iba y venía azarosa. La joven apretó, indecisa, contra su pequeño pecho la carta que llevaba en su mano. Tenía miedo, a decir verdad, tenía mucho miedo de lo que fuera a ocurrir allí adentro. Pero, no nos apresuremos a juzgarla por cobarde. Primero, conozcamos un poco lo que la llevó a aquel lugar: Para empezar, hacía tan solo dos meses que ella había llegado a la mayoría de edad, al cumplir sus dieciocho años de vida. Nada importante, a decir verdad. Pero, lo cierto era que, había algo más profundo en eso. Ella era una simple y humilde huérfana a cargo de las hermanas de la caridad. De modo que, hacía tan solo un mes que las monjas del convento donde ella había crecido, le informaron que ya no podían tenerla entre ellas. Pues nadie pagaba por su estadía y la obligación de ellas solo había sido cuidarla hasta que fuera mayor. Claro está, que había una pequeña excepción a esa regla: Que ella se decidiera a vestir los hábitos de novicia y formar parte de la familia religiosa. Cosa que Alba se negó en retundo. Por eso, con esa breve explicación como argumento, las hermanas no tuvieron otra opción para solucionar el asunto que mandar a la pobre Alba a la capital con aquella carta de recomendación. De esta forma, ella podría la vida como empleada doméstica en la Vieja Casona de Madame Lamere. De modo que ese era el motivo por el cual se encontraba allí. Sintiendo ese miedo espantoso a lo que pudiera ocurrirle después de cruzar la puerta. Sí es que siquiera la cruzaba. Puesto que, Alba, sabía muy bien que, cabía la posibilidad de que la Madame la rechazase o que ni siquiera la recibiese. Si ese llegaba a ser el caso… ¿A dónde podría ir ella en aquella enorme ciudad desconocida? Con esa simple y trágica pregunta se podía resumir todo su verdadero pesar. «Si no me dejan estar aquí, no tendré donde ir… Oh, bueno, sí… si me vuelvo monja.» Tuvo que reconocer mientras sentía como un incómodo nudo de angustia crecía en su garganta. Por mucho que lo necesitase, para ella eso no era opción. A decir verdad, para nada quería aquella vida dedicada al servicio y la austera negación. Además ¿Cómo podría, aunque sea, llegar a ser una novicia, si ni siquiera sabía escribir su nombre? No, esa vida devota no sería para ella. A fin de cuentas, solo sabía de cocinar, lavar y zurcir ropa. Así pues, sería mejor que se envalentonara un poco y llamara a esa estúpida puerta de una vez por todas. Cerró con fuerza los ojos e inspiró el aire matutino. Ser consiente de la inmensidad del mundo que la rodeaba, la hacía tener mucho más miedo de lo que llegase a ocurrir tras cruzar el zaguán. Jamás, desde que tenía memoria, había salido del convento. No conocía más mundo que el que se le presentaba todos los domingos en las cuatro inmensas paredes de la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. «¡So, idiota, Alba! ¡Solo hazlo y ya!» Se amonestó perdiendo la paciencia consigo misma. Necesitaba con todas sus fuerzas convencerse de que no tenía porqué tener miedo a llevar la dichosa carta ante esa tal “Madame”. Sí a fin de cuentas, Sor María Isabel misma le había asegurado que allí nada le pasaría. También, Sor Juana se había desasido en halagos hacía esa noble señora, que tan caritativa era con las huérfanas del convento como ella. Además, Sor Ester, quien jamás se había apartado de su lado y había sido una madre para ella, con su eterna y dulce sonrisa la había tranquilizado al afirmar que Madame Lamere era una bondadosa mujer que jamás se permitiría dejar a una joven señorita indefensa en las calles de la inmensa ciudad capital del país. Por si fuera poco, el Padre Arthur Lewins en persona la había bendecido el día antes de su partida. Y por si fuera poco todavía, hasta le había entregado un escapulario de la bendita virgen patrona de la iglesia. Si ellas se lo habían asegurado, resultaba más que evidente que era verdad. Además, contaba con la mismísima protección del Señor mediante aquel amuleto que llevaba colgando del cuello. Por eso mismo, ella no debía tener miedo alguno de lo que pudiera llegar a ocurrir tras esa puerta. O al menos a esa conclusión logró llegar. Volvió a abrir los ojos, esta vez, con determinación. Se ordenó a sí misma que se dejase de idioteces y llamase a la puerta de una buena vez. Ya venía siendo hora de que madurara. Al fin y al cabo, ella era una señorita lo suficientemente mayor como para estar teniendo miedo de ir a pedir un empleo. —¡Oye niña! Si no piensas llamar a la puerta de una buena vez, haz el favor de no estorbar y correrte del camino ¿Quieres?— apremió con malos modos un señor apestoso de vino rancio y sudor que la observaba con evidente mal humor.—¡Vamos, niña, no tengo todo el día!— apremió aquel apestoso borracho con prepotencia.— ¡Muévete!¿Quieres?Al oírlo, Alba se sobresaltó. Conteniendo el aliento, dio la vuelta para observar a aquel extraño con ojos llenos de espanto. Notó como se tambaleaba aun agarrado a la baranda de las escaleras del viejo pórtico de la gran casona. Era solo un borracho de mediana edad. Pero, ella en su corta vida nunca había visto uno. Se recordó a sí misma que no tenía nada que temer y que ese hombre no le haría daño alguno. Aunque, de eso último no estaba tan segura. —Oh, disculpe…—respondió con una sonrisa tensa, avergonzada de si misma por ser tan miedosa.Dicho esto, con una pequeña reverencia de cortesía le dio la espalda para volver la vista a la puerta ante la permanente mirada de enojo del hombre. Por alguna extraña razón, sentía que entre menos contacto hiciera con ese hombre, mejor para ella. Así pues, con una nueva y real determinación e ignorando las quejas de ese molesto borrach
— Vamos, señor Rupert…— amonestó con cansancio la voz de un hombre joven que se encontraba a espaldas de Alba.«¡Deo gratias!»Exclamó la joven al escuchar la voz de aquel desconocido que llegaba en su rescate. De haber juzgado oportuno, se le habría abalanzado encima para poder besarlo y de esa forma demostrar todo su agradecimiento. Pero sabía que ese tipo de comportamiento no era digno de una jovencita de bien como ella. De modo que prefirió quedarse al margen con una sonrisa tensa adherida a la cara. — Haga el bendito favor de soltar a la pobre muchacha, que culpa no ha de tener con eso de que usted haya perdido otra vez las llaves por andar de jarana por allí.— insistió el recién llegado, esta vez, demostrando que no estaba para bromas. Alba observó en su dirección, encontrándose con la mirada triste y azul de un hombre joven de piel clara. Este por su parte, parecía que no estaba realmente enterado de su presencia.Además, al juzgar por la mueca que llevaba puesta en sus labi
—¡Oh! Mira nada más, Martha, que niña tan bonita ha llegado…— exclamó con burla una de esas mujeres de vida licenciosa cuando ellos hubieron llegado al rellano— ¿Es tu chica Damián? ¡Ah! Si yo sabía que todo esos poemas que me recitabas en las noches eran meras mentiras ¡Mentiroso! Al oír aquellas bromas, Alba sintió como a su corazón se le olvidaba un par de latidos. Muda de asombro, levantó la vista para observar con timidez la nuca de Damián.Le hubiera gustado preguntarle qué ocurría. Pero él , simplemente se mantenía en un silencio taciturno, como si no escuchara las risas chillonas de aquellas mujeres de vida ligera.—Ya, Clara ¿No ves que asustas a la pequeña? — intervino otra mujer, una que a la vista, parecía ser más grande que la tal Clara— además, déjame decirte que es evidente que todo lo que has dicho es verdad… pero, déjame admitirte, amiga mía, que, esa chiquilla tan bonita, dudo mucho que sea su querida…Alba vio con gran horror como aquellas palabras generaban un sil
De pie frente al hermoso escritorio de palo de rosa, Damián observaba con mirada ausente a la supuesta dueña de la gran casona. Quien en ese momento leía la carta con aire de profundo aburrimiento. Quizás lo fuera. Bastaba con verle la cara para intuirlo. Su rictus caprichoso daba a entender estuviera pensando en que toda esa diplomacia era una verdadera perdida de tiempo que le estorbaba. En opinión de Damián, lo era. A fin de cuentas, todo eso terminaba en el mismo lugar. Pero, ese no era asunto suyo. Por eso se guardaba muy bien de mantenerse a distancia.Sin embargo, para su desgracia, por mucho que se esforzase en aparentar un completo desinterés ante aquel tema, nada de aquello le era indiferente. Por la fuerza de convivir con aquella mujer frívola, él podía darse cuenta de todo lo que estaba pensando.Paseó distraído su mirada por el lugar buscando un mínimo detalle que sirviera para ocupar la mente y no pensar en esas cosas. Pero, no le fue tan fácil hacerlo. Ya se conocía
«¡No te metas en esto, Damián! Que tú sabes muy bien que no te conviene. No lo hagas…» Intentó recomendarse mientras levantaba la cara para observar a la Madame. No le cabía ninguna duda de que ahí estaba la trampa que ella le tendía. Ella no era tan estúpida como para no darse cuenta que esos temas no le eran indiferentes a él. Por eso le había pedido su opinión. Para tener una excusa de echarlo a la calle. Si hablaba de más, tendría consecuencias. «O para meterme en este asunto… no sería la primera vez que lo hace…» Analizó sintiendo como comenzaba a sudar frío. De solo recordar aquellas veces en las que se vio obligado a participar de esos negocios turbios hacia que se sintiera descompuesto y con ganas de vomitar. Pero tenía que disimular todo eso. De modo que se obligó a sonreír con la actitud de quien no entendía absolutamente nada de lo que ocurría. —¿Qué es lo que quiere que le diga exactamente, Madame?— preguntó como quien no quiere la cosa mientras se hacía a la
«Sino haces nada por ella ¿Realmente puedes llamarte un hombre de bien?¿Realmente podrías mirar a la cara a cualquier persona y decir que eres un hombre honrado?¿O es que acaso la hipocresía es una enfermedad tan contagiosa que ya se te ha pegado?» Decir que esa manera tan perversa de ver las cosas, a Damián le generaban asco, era quedarse corto. Decir que lo indignaba más ver su propia indiferencia ante el asunto, era subestimar aquella emoción que le cerraba la garganta y le llenaba la boca de bilis. Pero sea, quizás , aunque en un principio había decidido no entrometerse ante aquel asunto, en realidad sí podía hacer algo para ayudar a esa jovencita. Entonces, lo intentaría ¿Qué más le daba? Al menos, de esa forma podría callar sus propias acusaciones. —Pues, puede que esté en lo cierto. Sin embargo, creo que le será más útil en las cocinas y en el aseo…— replicó insistiendo con indiferencia, no sabía porqué lo hacía, a fin de cuentas, no era asunto suyo.—… es una niña inoce
«Si algo habrá que reconocer, es que no les gustará nada este asunto a mis “chicas”…» Se dijo irónico con la actitud de quien ya se había habituado a las bromas de aquellas mujeres. Lo cierto era que él sentía rechazo hacía la profesión más vieja del mundo y, jamás, se hubiese planteado la remota posibilidad de buscar a ninguna de ellas, por más que sabía que ellas lo aceptarían más que dispuestas. Sin embargo, quizás fuera por su desdén a esos asuntos lo que hizo que en la fuerza de convivir con esas mujeres, ellas terminan por verlo como alguien en quien podrían confiar sus penas. O, quizás solo fuera el motivo de ser él mismo el hijo de una meretriz lo que lo llevaba a entenderlas mejor. Lo cierto era que entre ellos, había una especie de amistad disimulada por su eterna indiferencia. Una indiferencia que ellas sabían muy bien que era fingida. <
Las cocinas de Madame Lamere Le Grand, solían ser realmente caóticas en aquellas horas que antecedían al almuerzo. No era para menos. Allí, no solo se preparaba los alimentos para Madame Lamere y los inquilinos que habían pagado por dicho servicio. Sino que, además, el almuerzo era también para las damas que vivían en la primer planta. Damián por su parte, debido a que él no era realmente un empleado de la gran casona, ni menos un inquilino, solía comer las sobras que, caritativamente le cedía aquella mujerona de aspecto tosco que reinaba en las cocinas del último patio. Observando de soslayo a Alba, pudo constatar que, en efecto, aquel caos de ollas y guisados, la atemorizaba menos que el labial rojo y las mejillas sonrojadas de las mujeres de alquiler con las que se había topado. Quizás, si demostraba buenas aptitudes, podría caber la remota posibilidad de que Madame Lamere la dejase