— Vamos, señor Rupert…— amonestó con cansancio la voz de un hombre joven que se encontraba a espaldas de Alba.
«¡Deo gratias!» Exclamó la joven al escuchar la voz de aquel desconocido que llegaba en su rescate. De haber juzgado oportuno, se le habría abalanzado encima para poder besarlo y de esa forma demostrar todo su agradecimiento. Pero sabía que ese tipo de comportamiento no era digno de una jovencita de bien como ella. De modo que prefirió quedarse al margen con una sonrisa tensa adherida a la cara. — Haga el bendito favor de soltar a la pobre muchacha, que culpa no ha de tener con eso de que usted haya perdido otra vez las llaves por andar de jarana por allí.— insistió el recién llegado, esta vez, demostrando que no estaba para bromas. Alba observó en su dirección, encontrándose con la mirada triste y azul de un hombre joven de piel clara. Este por su parte, parecía que no estaba realmente enterado de su presencia. Además, al juzgar por la mueca que llevaba puesta en sus labios, no estaba de buen humor para soportar aquella situación. —¡Y hablando de mocosos impertinentes, apareces tú, Damián! ¡No te permitiré que me hables en ese tono! ¿Me has oído bien?— amenazó el hombre sin soltar a la pobre muchacha. Sin embargo, al juzgar por su actitud, ese hombre temía al recién llegado. O al menos eso creyó la joven al sentir como le temblaba la mano. Aún así, parecía reacio a querer soltarla. —Vamos, señor Rupert, suelte a la joven y entre de una vez con calma ¿O desea que se lo haga saber a Madame Lamere?— replicó el joven, ese que respondía al nombre de Damián y que ignoraba con toda naturalidad las quejas despectivas del viejo borracho. Alguna cosa más pareció querer en insistir ese tal Rupert, mas, tuvo la suficiente capacidad racional de no hacerlo. Con un silencio hosco, soltó a la indefensa Alba y entró al lugar sin decir ninguna palabra. Claro está que, como todo viejo borracho, al pasar por al lado de Damián, no se quiso evitar hacer una pequeña escena. Ya saben, para dejar bien en claro que no aprobaba aquella intervención. A decir verdad, el joven le había dejado espacio suficiente para poder pasar al interior sin problema alguno. Pero el señor Rupert, juzgó oportuno chocar su hombro contra el del joven. Al hacerlo, sus miradas se cruzaron. Pese a que Damián simplemente rodó los ojos con fastidio, Rupert intentó en vano demostrarle todo el desdén que sentía por alguien como él. No conforme, se inclinó hacia la oreja del joven y algo susurró. Algo que Alba no llegó a oír y que el muchacho no dio muestras de inquietarse. Por el contrario, con un chasquido de lengua le dio a entender que más le valía dejar de jugar con fuego y que se metiera en la condenada casona de una condenada vez sino quería problemas. Tal lo visto, eso surtió efecto y el viejo borracho desapareció trastabillando por el recibidor. Alba, no pudo menos que sorprenderse con aquella patética escena. Se preguntó sí, por casualidad, ese tal Damián no sería algo más que un simple criado en esa gran casona. Quizás fuera un mayordomo, no le parecía nada descabellada aquella idea. Al fin y al cabo ¿No era eso algo muy común de la gente pudiente? —¿Necesitaba algo, Señorita…? — le preguntó con amabilidad el joven, sacándola de sus meditaciones. —¡Oh! Si… disculpe…— respondió Alba sonrosándose por verse tan tonta y distraída— He venido a hablar con Madame Lamere de Legrand, tengo una carta de recomendación… eh… Sor… Sor Ester me aseguró que… que ella… me estaba esperando… Toda la poca determinación que tenía se le había quedado en algún lado escondida y, en su reemplazo, solo el miedo a que la rechazaran habitaba en ella. Damián clavó su mirada triste de ojos azul cielo en su pequeño ser, parecía que no le gustaba en lo más mínimo. A punto estuvo la joven Aurora de darse la vuelta y buscar algún sitio en donde quedarse. Todo fuera para no escuchar sus negativas. —Oh, ya veo…acompáñeme, entonces. Madame Lamere debe estar en su despacho en este momento, iré a informarle de su llegada, señorita… eh, ¿su nombre, por favor?—accedió con voz suave llenando el pequeño corazón de la joven de alegría. Alba levantó la vista de sus pies y sonrió con agradecido entusiasmo. Intentando recobrar un poco la compostura, se acomodó con delicadeza un mechón de cabello castaño detrás de la oreja para disimular aquella actitud de mocosa desesperada. —Alba María Bernad…— respondió con la corrección digna de una dama de noble cuna. Damián asintió con la misma corrección para luego instarla en un simple y mudo gesto de su mano a que lo siguiera por el interior de los pasillos de la vieja casona. Sin mediar palabra alguna, Alba lo obedeció sintiendo que por fin se encontraba a salvo. Ese lugar había visto mejores épocas, cuando el gran Señor Donathien Legrand aun vivía. Sin embargo, en ese momento no era más que una vieja casona que servía como pensión para cualquier persona que pudiera pagar la estadía. Caminando por los pasillos, Alba, comprobó con desilusión como el lugar, pese a estar pulcramente limpio, distaba mucho de ser esa pequeña mansión idílica de la que las monjas le habían hablado antes de partir. A decir verdad, ese lugar parecía abandonado. Notando las manchas de humedad en el papel tapiz de las paredes, se preguntó de qué manera podría ser ella empleada allí. Damián la condujo por unas escaleras que daban a la primer planta. A medida que subía, los peldaños no dejaban de rechinar bajo la suela de sus zapatos. A pocos escalones de llegar, escuchó el murmullo de voces femeninas que hablaban con buen ánimo de algún tema sin importancia. Miró hacía arriba, con ojos curiosos, y se encontró con que un grupo de coquetas damas de labios rojos y mejillas sonrojadas los observaban divertidas. Al juzgar por la ropa que llevaban, Alba se preguntó si ellas no serían “damas de compañía”. Al darse cuenta que las posibilidades eran muchas, se sonrojó indignada. Por consiguiente, para no dar mala impresión, prefirió voltear la vista a la espalda de Damián.—¡Oh! Mira nada más, Martha, que niña tan bonita ha llegado…— exclamó con burla una de esas mujeres de vida licenciosa cuando ellos hubieron llegado al rellano— ¿Es tu chica Damián? ¡Ah! Si yo sabía que todo esos poemas que me recitabas en las noches eran meras mentiras ¡Mentiroso! Al oír aquellas bromas, Alba sintió como a su corazón se le olvidaba un par de latidos. Muda de asombro, levantó la vista para observar con timidez la nuca de Damián.Le hubiera gustado preguntarle qué ocurría. Pero él , simplemente se mantenía en un silencio taciturno, como si no escuchara las risas chillonas de aquellas mujeres de vida ligera.—Ya, Clara ¿No ves que asustas a la pequeña? — intervino otra mujer, una que a la vista, parecía ser más grande que la tal Clara— además, déjame decirte que es evidente que todo lo que has dicho es verdad… pero, déjame admitirte, amiga mía, que, esa chiquilla tan bonita, dudo mucho que sea su querida…Alba vio con gran horror como aquellas palabras generaban un sil
De pie frente al hermoso escritorio de palo de rosa, Damián observaba con mirada ausente a la supuesta dueña de la gran casona. Quien en ese momento leía la carta con aire de profundo aburrimiento. Quizás lo fuera. Bastaba con verle la cara para intuirlo. Su rictus caprichoso daba a entender estuviera pensando en que toda esa diplomacia era una verdadera perdida de tiempo que le estorbaba. En opinión de Damián, lo era. A fin de cuentas, todo eso terminaba en el mismo lugar. Pero, ese no era asunto suyo. Por eso se guardaba muy bien de mantenerse a distancia.Sin embargo, para su desgracia, por mucho que se esforzase en aparentar un completo desinterés ante aquel tema, nada de aquello le era indiferente. Por la fuerza de convivir con aquella mujer frívola, él podía darse cuenta de todo lo que estaba pensando.Paseó distraído su mirada por el lugar buscando un mínimo detalle que sirviera para ocupar la mente y no pensar en esas cosas. Pero, no le fue tan fácil hacerlo. Ya se conocía
«¡No te metas en esto, Damián! Que tú sabes muy bien que no te conviene. No lo hagas…» Intentó recomendarse mientras levantaba la cara para observar a la Madame. No le cabía ninguna duda de que ahí estaba la trampa que ella le tendía. Ella no era tan estúpida como para no darse cuenta que esos temas no le eran indiferentes a él. Por eso le había pedido su opinión. Para tener una excusa de echarlo a la calle. Si hablaba de más, tendría consecuencias. «O para meterme en este asunto… no sería la primera vez que lo hace…» Analizó sintiendo como comenzaba a sudar frío. De solo recordar aquellas veces en las que se vio obligado a participar de esos negocios turbios hacia que se sintiera descompuesto y con ganas de vomitar. Pero tenía que disimular todo eso. De modo que se obligó a sonreír con la actitud de quien no entendía absolutamente nada de lo que ocurría. —¿Qué es lo que quiere que le diga exactamente, Madame?— preguntó como quien no quiere la cosa mientras se hacía a la
«Sino haces nada por ella ¿Realmente puedes llamarte un hombre de bien?¿Realmente podrías mirar a la cara a cualquier persona y decir que eres un hombre honrado?¿O es que acaso la hipocresía es una enfermedad tan contagiosa que ya se te ha pegado?» Decir que esa manera tan perversa de ver las cosas, a Damián le generaban asco, era quedarse corto. Decir que lo indignaba más ver su propia indiferencia ante el asunto, era subestimar aquella emoción que le cerraba la garganta y le llenaba la boca de bilis. Pero sea, quizás , aunque en un principio había decidido no entrometerse ante aquel asunto, en realidad sí podía hacer algo para ayudar a esa jovencita. Entonces, lo intentaría ¿Qué más le daba? Al menos, de esa forma podría callar sus propias acusaciones. —Pues, puede que esté en lo cierto. Sin embargo, creo que le será más útil en las cocinas y en el aseo…— replicó insistiendo con indiferencia, no sabía porqué lo hacía, a fin de cuentas, no era asunto suyo.—… es una niña inoce
«Si algo habrá que reconocer, es que no les gustará nada este asunto a mis “chicas”…» Se dijo irónico con la actitud de quien ya se había habituado a las bromas de aquellas mujeres. Lo cierto era que él sentía rechazo hacía la profesión más vieja del mundo y, jamás, se hubiese planteado la remota posibilidad de buscar a ninguna de ellas, por más que sabía que ellas lo aceptarían más que dispuestas. Sin embargo, quizás fuera por su desdén a esos asuntos lo que hizo que en la fuerza de convivir con esas mujeres, ellas terminan por verlo como alguien en quien podrían confiar sus penas. O, quizás solo fuera el motivo de ser él mismo el hijo de una meretriz lo que lo llevaba a entenderlas mejor. Lo cierto era que entre ellos, había una especie de amistad disimulada por su eterna indiferencia. Una indiferencia que ellas sabían muy bien que era fingida. <
Las cocinas de Madame Lamere Le Grand, solían ser realmente caóticas en aquellas horas que antecedían al almuerzo. No era para menos. Allí, no solo se preparaba los alimentos para Madame Lamere y los inquilinos que habían pagado por dicho servicio. Sino que, además, el almuerzo era también para las damas que vivían en la primer planta. Damián por su parte, debido a que él no era realmente un empleado de la gran casona, ni menos un inquilino, solía comer las sobras que, caritativamente le cedía aquella mujerona de aspecto tosco que reinaba en las cocinas del último patio. Observando de soslayo a Alba, pudo constatar que, en efecto, aquel caos de ollas y guisados, la atemorizaba menos que el labial rojo y las mejillas sonrojadas de las mujeres de alquiler con las que se había topado. Quizás, si demostraba buenas aptitudes, podría caber la remota posibilidad de que Madame Lamere la dejase
—De modo que esta chiquilla tan bonita será mi ayudante en las cocinas ¿Eh? — observó María con un ojo crítico. Al escucharla, Damián no pudo evitar hacer un pequeño de preocupación. En su interior, rogaba porque, por una vez en la vida, Donna María, fuera lo suficientemente prudente de mantener la boca cerrada. Aunque, si lo pensaba bien, no le debía sorprender aquella actitud de recelo que demostraba Donna María. Solo bastaba ver a la pequeña Alba, con su carita de porcelana y su grácil cuerpecito para comenzar a sospechar que, si no había terminado en la primer planta, junto con las demás mujeres del lugar, era justamente porque alguien había intercedido por ella. Y, tampoco hacía falta ser una eminencia en sabiduría para darse cuenta de quién habría sido ese alguien que había intercedido en su favor. En efecto, por la suma de dos más dos igual a cuy, Donna María ya sabía todo lo que
«Por favor, Santa Rita del Niño Jesús, por favor que no haya visto ese comportamiento tan desastroso. Te lo ruego…» Imploró desesperada. Quizás fuera solo su imaginación y sus propias exageraciones morales. Pero, bajo ningún motivo quería generar una mala impresión en nadie. Ella no era como las mujeres de la primer planta que había visto al llegar y lo quería dejar bien en claro. Suerte para ella, Donna María no solo que no parecía haber visto nada, sino que además, tampoco había escuchado absolutamente nada de lo que no fuera el ruido de las cacerolas. O al menos, eso fue lo que Alba quiso creer cuando la vío ocupada en sus tareas. Más aliviada, volteó a ver hacía la puerta, para dejarle un par de cosas en claro. Pero él ya se había ido dejando el lugar vacío y una intriga que alborotaba su pequeña mente. —¡Oye, niña! ¡No te quedes allí echando raíces!—apr