Capítulo 3

— Vamos, señor Rupert…— amonestó con cansancio la voz de un hombre joven que se encontraba a espaldas de Alba.

 

«¡Deo gratias!»

 

Exclamó la joven al escuchar la voz de aquel desconocido que llegaba en su rescate. De haber juzgado oportuno, se le habría abalanzado encima para poder besarlo y de esa forma demostrar todo su agradecimiento.

 

Pero sabía que ese tipo de comportamiento no era digno de una jovencita de bien como ella. De modo que prefirió quedarse al margen con una sonrisa tensa adherida a la cara.

 

— Haga el bendito favor de soltar a la pobre muchacha, que culpa no ha de tener con eso de que usted haya perdido otra vez las llaves por andar de jarana por allí.— insistió el recién llegado, esta vez, demostrando que no estaba para bromas.

 

Alba observó en su dirección, encontrándose con la mirada triste y azul de un hombre joven de piel clara. Este por su parte, parecía que no estaba realmente enterado de su presencia.

 

Además, al juzgar por la mueca que llevaba puesta en sus labios, no estaba de buen humor para soportar aquella situación.

 

—¡Y hablando de mocosos impertinentes, apareces tú, Damián! ¡No te permitiré que me hables en ese tono! ¿Me has oído bien?— amenazó el hombre sin soltar a la pobre muchacha.

 

Sin embargo, al juzgar por su actitud, ese hombre temía al recién llegado. O al menos eso creyó la joven al sentir como le temblaba la mano. Aún así, parecía reacio a querer soltarla.

 

—Vamos, señor Rupert, suelte a la joven y entre de una vez con calma ¿O desea que se lo haga saber a Madame Lamere?— replicó el joven, ese que respondía al nombre de Damián y que ignoraba con toda naturalidad las quejas despectivas del viejo borracho.

 

Alguna cosa más pareció querer en insistir ese tal Rupert, mas, tuvo la suficiente capacidad racional de no hacerlo. Con un silencio hosco, soltó a la indefensa  Alba y entró al lugar sin decir ninguna palabra.

 

Claro está que, como todo viejo borracho, al pasar por al lado de Damián, no se quiso evitar hacer una pequeña escena. Ya saben, para dejar bien en claro que no aprobaba aquella intervención.

 

A decir verdad, el joven le había dejado espacio suficiente para poder pasar al interior sin problema alguno. Pero el señor Rupert, juzgó oportuno chocar su hombro contra el del joven.

 

Al hacerlo, sus miradas se cruzaron. Pese a que Damián simplemente rodó los ojos con fastidio, Rupert intentó en vano demostrarle todo el desdén que sentía por alguien como él.

 

No conforme, se inclinó hacia la oreja del joven y algo susurró. Algo que Alba no llegó a oír y que el muchacho no dio muestras de inquietarse.

 

Por el contrario, con un chasquido de lengua le dio a entender que más le valía dejar de jugar con fuego y que se metiera en la condenada casona de una condenada vez sino quería problemas. Tal lo visto, eso surtió efecto y el viejo borracho desapareció trastabillando por el recibidor.

 

Alba, no pudo menos que sorprenderse con aquella patética escena. Se preguntó sí, por casualidad, ese tal Damián no sería algo más que un simple criado en esa gran casona.

 

 Quizás fuera un mayordomo, no le parecía nada descabellada aquella idea. Al fin y al cabo ¿No era eso algo muy común de la gente pudiente?

 

—¿Necesitaba algo, Señorita…? — le preguntó con amabilidad el joven, sacándola de sus meditaciones.

 

—¡Oh! Si… disculpe…— respondió Alba sonrosándose por verse tan tonta y distraída— He venido a hablar con Madame Lamere de Legrand, tengo una carta de recomendación… eh… Sor… Sor Ester me aseguró que… que ella… me estaba esperando…

 

Toda la poca determinación que tenía se le había quedado en algún lado escondida y, en su reemplazo, solo el miedo a que la rechazaran habitaba en ella. Damián clavó su mirada triste de ojos azul cielo en su pequeño ser, parecía que no le gustaba en lo más mínimo.

 

 A punto estuvo la joven Aurora de darse la vuelta y buscar algún sitio en donde quedarse. Todo fuera para no escuchar sus negativas.

 

—Oh, ya veo…acompáñeme, entonces. Madame Lamere debe estar en su despacho en este momento, iré a informarle de su llegada, señorita… eh, ¿su nombre, por favor?—accedió con voz suave llenando el pequeño corazón de la joven de alegría.

 

Alba levantó la vista de sus pies y sonrió con agradecido entusiasmo. Intentando recobrar un poco la compostura, se acomodó con delicadeza un mechón de cabello castaño detrás de la oreja para disimular aquella actitud de mocosa desesperada.

 

—Alba  María Bernad…— respondió con la corrección digna de una dama de noble cuna.

 

Damián asintió con la misma corrección para luego instarla en un simple y mudo gesto de su mano a que lo siguiera por el interior de los pasillos de la vieja casona. Sin mediar palabra alguna, Alba lo obedeció sintiendo que por fin se encontraba a salvo.

 

Ese lugar había visto mejores épocas, cuando el gran Señor Donathien Legrand aun vivía. Sin embargo, en ese momento no era más que una vieja casona que servía como pensión para cualquier persona que pudiera pagar la estadía.

 

Caminando por los pasillos, Alba, comprobó con desilusión como el lugar, pese a estar pulcramente limpio, distaba mucho de ser esa pequeña mansión idílica de la que las monjas le habían hablado antes de partir.

 

A decir verdad, ese lugar parecía abandonado. Notando las manchas de humedad en el papel tapiz de las paredes, se preguntó de qué manera podría ser ella empleada allí.

 

Damián la condujo por unas escaleras que daban a la primer planta. A medida que subía, los peldaños no dejaban de rechinar bajo la suela de sus zapatos. A pocos escalones de llegar, escuchó el murmullo de voces femeninas que hablaban con buen ánimo de algún tema sin importancia.

 

Miró hacía arriba, con ojos curiosos, y se encontró con que un grupo de coquetas damas de labios rojos y mejillas sonrojadas los observaban divertidas. Al juzgar por la ropa que llevaban, Alba se preguntó si ellas no serían “damas de compañía”.

 

Al darse cuenta que las posibilidades eran muchas, se sonrojó indignada. Por consiguiente, para no dar mala impresión, prefirió voltear la vista a la espalda de Damián.

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