Capítulo 5

De pie frente al hermoso escritorio de palo de rosa, Damián observaba con mirada ausente a la  supuesta dueña de la gran casona. Quien en ese momento leía la carta con aire de profundo aburrimiento.

 

Quizás lo fuera. Bastaba con verle la cara para intuirlo. Su rictus caprichoso daba a entender estuviera pensando en que toda esa diplomacia era una verdadera perdida de tiempo que le estorbaba.

 

En opinión de Damián, lo era. A fin de cuentas, todo eso terminaba en el mismo lugar. Pero, ese no era asunto suyo. Por eso se guardaba muy bien de mantenerse a distancia.

 

Sin embargo, para su desgracia, por mucho que se esforzase en aparentar un completo desinterés ante aquel tema, nada de aquello le era indiferente. Por la fuerza de convivir con aquella mujer frívola, él podía darse cuenta de todo lo que estaba pensando.

 

Paseó distraído su mirada por el lugar buscando un mínimo detalle que sirviera para ocupar la mente y no pensar en esas cosas. Pero, no le fue tan fácil hacerlo. Ya se conocía de memoria lo que ocurriría a continuación.

 

Él llevaba viviendo allí desde el mismísimo día en el que había nacido, hacia veinticinco años atrás. Por ese motivo sabía que aquello, no era la primera vez que ocurría.

 

A decir verdad, ya había perdido la cuenta de las veces que, como aquella jovencita, llegaban otras al viejo zaguán de la vieja casona de la esquina. Y todas, sin excepción alguna, con el mismo y penoso final.

 

 Sin poder evitarlo, Damián torció la boca en un gesto de disgusto. No dejaba de rondarle por la mente la mirada asustadiza de la pobre Alba.

 

El ser consiente del destino que invariablemente correría aquella dulce e inocente señorita, lo hacía sentir  lastima por ella. Y desprecio hacia él mismo por no hacer nada al respecto.

 

 Le bastó solo una mirada para darse cuenta de la inocencia y vulnerabilidad de la joven. No le cabía duda alguna que no sobreviviría mucho tiempo en aquel asqueroso lugar.

 

Pero, estaba decidido a no intervenir. En la situación en la que él mismo se encontraba, sabía muy bien que no era prudente arriesgarse a perder el único techo que había conocido en toda su vida solo por estar jugándole al héroe.

 

Impaciente, se aclaró la garganta, captando la atención de la Madame. Esta lo observó como si hubiera descubierto a una molesta cucaracha que paseaba tranquila por el escritorio y se estuviera preguntando si aplastarla o dejar que siguiera su camino.

 

«Estoy más que seguro que ganas no lo faltan de verme convertido en un simple insecto para poder aplastarme por un libraco de contabilidad.»

 

Observó indolente Damián. Todavía no entendía cómo era posible que no lo hubiera echado todavía. Si todos allí sabían cuánto lo despreciaba.

 

 Aunque, en defensa del propio Damián, deberíamos aclarar que, el sentimiento era mutuo.

 

—¿La hago pasar, Madame?—preguntó con solemnidad ocultando todos esos pensamientos tras su acostumbrada máscara de indiferencia.

 

A ella pareció no gustarle nada aquella interrupción a sus pensamientos. O al menos eso le pareció a él al juzgar por la mirada de profunda censura que le dirigía.

 

«¡Qué irrespetuoso, joven Vincent! ¿Cómo se le ocurre a un bastardo como usted interrumpir las meditaciones de tan magnífica dama?»

 

Se escandalizó derrochante en sarcasmo. Ya no le sorprendía esas miradas o cualquier cosa que ella pudiera decir. A fin de cuentas, para él, esas situaciones eran su pan de cada día.

 

Lo único que quedaba por hacer era disculparse y esperar otro rato más a que ella se decidiera a hablar. Pero, cuando estuvo por hacerlo, la vio sonreír con malicia y un pequeño escalofrío le recorrió la columna.

 

Con Madame Lamere nunca se estaba tranquilo del todo. Vaya uno a saber por dónde o cuándo iría a atacar.

 

—Oh, no hay prisa, Damián…— le dijo con voz melosa mientras le extendía la carta — Primero, mejor ayúdame con esto ¿Quieres? Léela, por favor y dime qué opinas al respecto…

 

Damián le echó una mirada de desconfianza antes de tomar  la carta con cautela, como si esta fuera una especie de serpiente venenosa. Por un momento, se preguntó qué se proponía ella al pedirle opinión del asunto.

 

A fin de cuentas, bien sabido era que ella jamás pedía opiniones a nadie y a él menos que menos.

 

 Volvió a mirarla, esta vez intentando ser lo más inexpresivo que podía. Quizás así llegaría a descubrir en dónde se encontraba la trampa. Por desgracia esa mujer sabía muy bien como ocultarse detrás de una sonrisa dadivosa.

 

Resignado, comenzó a leer la carta en voz alta:

 

—Estimada Madame Adelle Lamere de Le Grand, le escribimos para rogarle por la protección de la jovencita, Alba María Bernard, quien a la fecha tiene sus dieciocho años recién cumplidos…— leyó con voz monótona conociendo, con gran disgusto, un poco más sobre la situación de la joven.

 

La lectura siguió con la explicación detallada de las aptitudes de alba, que eran pocas. En síntesis, la muchacha, era buena en las tareas del hogar tales como la cocina, la confección de ropa, el bordado, el tejido y el aseo de la casa.

 

La carta también aseguraba que era  una joven muy amable y extrovertida. Pero, hubo algo que a Damián no le pasó desapercibido. Por  el contrario, ese detalle lo alarmó.

 

«¿Es acaso posible que ocurra algo así y de todas formas la larguen al mundo como si nada? ¡Esto no tiene sentido!»

 

Se quejó mientras releía esas últimas líneas en donde se advertía que la señorita Alba  no había aprendido lo rudimentario en referente a la escritura. Cosa que, para alguien como él, era alarmante.

 

«¿Cómo esperan que se las apañe así?¡Dios Santo! Es una locura…»

 

Insistió mientras se tapaba la boca con la mano. Entre más lo pensaba, más se sentía horrorizado ante los peligros que aquella muchacha estaba a punto de pasar.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP