De pie frente al hermoso escritorio de palo de rosa, Damián observaba con mirada ausente a la supuesta dueña de la gran casona. Quien en ese momento leía la carta con aire de profundo aburrimiento.
Quizás lo fuera. Bastaba con verle la cara para intuirlo. Su rictus caprichoso daba a entender estuviera pensando en que toda esa diplomacia era una verdadera perdida de tiempo que le estorbaba. En opinión de Damián, lo era. A fin de cuentas, todo eso terminaba en el mismo lugar. Pero, ese no era asunto suyo. Por eso se guardaba muy bien de mantenerse a distancia. Sin embargo, para su desgracia, por mucho que se esforzase en aparentar un completo desinterés ante aquel tema, nada de aquello le era indiferente. Por la fuerza de convivir con aquella mujer frívola, él podía darse cuenta de todo lo que estaba pensando. Paseó distraído su mirada por el lugar buscando un mínimo detalle que sirviera para ocupar la mente y no pensar en esas cosas. Pero, no le fue tan fácil hacerlo. Ya se conocía de memoria lo que ocurriría a continuación. Él llevaba viviendo allí desde el mismísimo día en el que había nacido, hacia veinticinco años atrás. Por ese motivo sabía que aquello, no era la primera vez que ocurría. A decir verdad, ya había perdido la cuenta de las veces que, como aquella jovencita, llegaban otras al viejo zaguán de la vieja casona de la esquina. Y todas, sin excepción alguna, con el mismo y penoso final. Sin poder evitarlo, Damián torció la boca en un gesto de disgusto. No dejaba de rondarle por la mente la mirada asustadiza de la pobre Alba. El ser consiente del destino que invariablemente correría aquella dulce e inocente señorita, lo hacía sentir lastima por ella. Y desprecio hacia él mismo por no hacer nada al respecto. Le bastó solo una mirada para darse cuenta de la inocencia y vulnerabilidad de la joven. No le cabía duda alguna que no sobreviviría mucho tiempo en aquel asqueroso lugar. Pero, estaba decidido a no intervenir. En la situación en la que él mismo se encontraba, sabía muy bien que no era prudente arriesgarse a perder el único techo que había conocido en toda su vida solo por estar jugándole al héroe. Impaciente, se aclaró la garganta, captando la atención de la Madame. Esta lo observó como si hubiera descubierto a una molesta cucaracha que paseaba tranquila por el escritorio y se estuviera preguntando si aplastarla o dejar que siguiera su camino. «Estoy más que seguro que ganas no lo faltan de verme convertido en un simple insecto para poder aplastarme por un libraco de contabilidad.» Observó indolente Damián. Todavía no entendía cómo era posible que no lo hubiera echado todavía. Si todos allí sabían cuánto lo despreciaba. Aunque, en defensa del propio Damián, deberíamos aclarar que, el sentimiento era mutuo. —¿La hago pasar, Madame?—preguntó con solemnidad ocultando todos esos pensamientos tras su acostumbrada máscara de indiferencia. A ella pareció no gustarle nada aquella interrupción a sus pensamientos. O al menos eso le pareció a él al juzgar por la mirada de profunda censura que le dirigía. «¡Qué irrespetuoso, joven Vincent! ¿Cómo se le ocurre a un bastardo como usted interrumpir las meditaciones de tan magnífica dama?» Se escandalizó derrochante en sarcasmo. Ya no le sorprendía esas miradas o cualquier cosa que ella pudiera decir. A fin de cuentas, para él, esas situaciones eran su pan de cada día. Lo único que quedaba por hacer era disculparse y esperar otro rato más a que ella se decidiera a hablar. Pero, cuando estuvo por hacerlo, la vio sonreír con malicia y un pequeño escalofrío le recorrió la columna. Con Madame Lamere nunca se estaba tranquilo del todo. Vaya uno a saber por dónde o cuándo iría a atacar. —Oh, no hay prisa, Damián…— le dijo con voz melosa mientras le extendía la carta — Primero, mejor ayúdame con esto ¿Quieres? Léela, por favor y dime qué opinas al respecto… Damián le echó una mirada de desconfianza antes de tomar la carta con cautela, como si esta fuera una especie de serpiente venenosa. Por un momento, se preguntó qué se proponía ella al pedirle opinión del asunto. A fin de cuentas, bien sabido era que ella jamás pedía opiniones a nadie y a él menos que menos. Volvió a mirarla, esta vez intentando ser lo más inexpresivo que podía. Quizás así llegaría a descubrir en dónde se encontraba la trampa. Por desgracia esa mujer sabía muy bien como ocultarse detrás de una sonrisa dadivosa. Resignado, comenzó a leer la carta en voz alta: —Estimada Madame Adelle Lamere de Le Grand, le escribimos para rogarle por la protección de la jovencita, Alba María Bernard, quien a la fecha tiene sus dieciocho años recién cumplidos…— leyó con voz monótona conociendo, con gran disgusto, un poco más sobre la situación de la joven. La lectura siguió con la explicación detallada de las aptitudes de alba, que eran pocas. En síntesis, la muchacha, era buena en las tareas del hogar tales como la cocina, la confección de ropa, el bordado, el tejido y el aseo de la casa. La carta también aseguraba que era una joven muy amable y extrovertida. Pero, hubo algo que a Damián no le pasó desapercibido. Por el contrario, ese detalle lo alarmó. «¿Es acaso posible que ocurra algo así y de todas formas la larguen al mundo como si nada? ¡Esto no tiene sentido!» Se quejó mientras releía esas últimas líneas en donde se advertía que la señorita Alba no había aprendido lo rudimentario en referente a la escritura. Cosa que, para alguien como él, era alarmante. «¿Cómo esperan que se las apañe así?¡Dios Santo! Es una locura…» Insistió mientras se tapaba la boca con la mano. Entre más lo pensaba, más se sentía horrorizado ante los peligros que aquella muchacha estaba a punto de pasar.«¡No te metas en esto, Damián! Que tú sabes muy bien que no te conviene. No lo hagas…» Intentó recomendarse mientras levantaba la cara para observar a la Madame. No le cabía ninguna duda de que ahí estaba la trampa que ella le tendía. Ella no era tan estúpida como para no darse cuenta que esos temas no le eran indiferentes a él. Por eso le había pedido su opinión. Para tener una excusa de echarlo a la calle. Si hablaba de más, tendría consecuencias. «O para meterme en este asunto… no sería la primera vez que lo hace…» Analizó sintiendo como comenzaba a sudar frío. De solo recordar aquellas veces en las que se vio obligado a participar de esos negocios turbios hacia que se sintiera descompuesto y con ganas de vomitar. Pero tenía que disimular todo eso. De modo que se obligó a sonreír con la actitud de quien no entendía absolutamente nada de lo que ocurría. —¿Qué es lo que quiere que le diga exactamente, Madame?— preguntó como quien no quiere la cosa mientras se hacía a la
«Sino haces nada por ella ¿Realmente puedes llamarte un hombre de bien?¿Realmente podrías mirar a la cara a cualquier persona y decir que eres un hombre honrado?¿O es que acaso la hipocresía es una enfermedad tan contagiosa que ya se te ha pegado?» Decir que esa manera tan perversa de ver las cosas, a Damián le generaban asco, era quedarse corto. Decir que lo indignaba más ver su propia indiferencia ante el asunto, era subestimar aquella emoción que le cerraba la garganta y le llenaba la boca de bilis. Pero sea, quizás , aunque en un principio había decidido no entrometerse ante aquel asunto, en realidad sí podía hacer algo para ayudar a esa jovencita. Entonces, lo intentaría ¿Qué más le daba? Al menos, de esa forma podría callar sus propias acusaciones. —Pues, puede que esté en lo cierto. Sin embargo, creo que le será más útil en las cocinas y en el aseo…— replicó insistiendo con indiferencia, no sabía porqué lo hacía, a fin de cuentas, no era asunto suyo.—… es una niña inoce
«Si algo habrá que reconocer, es que no les gustará nada este asunto a mis “chicas”…» Se dijo irónico con la actitud de quien ya se había habituado a las bromas de aquellas mujeres. Lo cierto era que él sentía rechazo hacía la profesión más vieja del mundo y, jamás, se hubiese planteado la remota posibilidad de buscar a ninguna de ellas, por más que sabía que ellas lo aceptarían más que dispuestas. Sin embargo, quizás fuera por su desdén a esos asuntos lo que hizo que en la fuerza de convivir con esas mujeres, ellas terminan por verlo como alguien en quien podrían confiar sus penas. O, quizás solo fuera el motivo de ser él mismo el hijo de una meretriz lo que lo llevaba a entenderlas mejor. Lo cierto era que entre ellos, había una especie de amistad disimulada por su eterna indiferencia. Una indiferencia que ellas sabían muy bien que era fingida. <
Las cocinas de Madame Lamere Le Grand, solían ser realmente caóticas en aquellas horas que antecedían al almuerzo. No era para menos. Allí, no solo se preparaba los alimentos para Madame Lamere y los inquilinos que habían pagado por dicho servicio. Sino que, además, el almuerzo era también para las damas que vivían en la primer planta. Damián por su parte, debido a que él no era realmente un empleado de la gran casona, ni menos un inquilino, solía comer las sobras que, caritativamente le cedía aquella mujerona de aspecto tosco que reinaba en las cocinas del último patio. Observando de soslayo a Alba, pudo constatar que, en efecto, aquel caos de ollas y guisados, la atemorizaba menos que el labial rojo y las mejillas sonrojadas de las mujeres de alquiler con las que se había topado. Quizás, si demostraba buenas aptitudes, podría caber la remota posibilidad de que Madame Lamere la dejase
—De modo que esta chiquilla tan bonita será mi ayudante en las cocinas ¿Eh? — observó María con un ojo crítico. Al escucharla, Damián no pudo evitar hacer un pequeño de preocupación. En su interior, rogaba porque, por una vez en la vida, Donna María, fuera lo suficientemente prudente de mantener la boca cerrada. Aunque, si lo pensaba bien, no le debía sorprender aquella actitud de recelo que demostraba Donna María. Solo bastaba ver a la pequeña Alba, con su carita de porcelana y su grácil cuerpecito para comenzar a sospechar que, si no había terminado en la primer planta, junto con las demás mujeres del lugar, era justamente porque alguien había intercedido por ella. Y, tampoco hacía falta ser una eminencia en sabiduría para darse cuenta de quién habría sido ese alguien que había intercedido en su favor. En efecto, por la suma de dos más dos igual a cuy, Donna María ya sabía todo lo que
«Por favor, Santa Rita del Niño Jesús, por favor que no haya visto ese comportamiento tan desastroso. Te lo ruego…» Imploró desesperada. Quizás fuera solo su imaginación y sus propias exageraciones morales. Pero, bajo ningún motivo quería generar una mala impresión en nadie. Ella no era como las mujeres de la primer planta que había visto al llegar y lo quería dejar bien en claro. Suerte para ella, Donna María no solo que no parecía haber visto nada, sino que además, tampoco había escuchado absolutamente nada de lo que no fuera el ruido de las cacerolas. O al menos, eso fue lo que Alba quiso creer cuando la vío ocupada en sus tareas. Más aliviada, volteó a ver hacía la puerta, para dejarle un par de cosas en claro. Pero él ya se había ido dejando el lugar vacío y una intriga que alborotaba su pequeña mente. —¡Oye, niña! ¡No te quedes allí echando raíces!—apr
Donna María no pudo evitar reír a carcajadas ante tal ocurrencia. La joven, en su inocente ignorancia, había creído que Damián era un simple mayordomo ¡Nada más alejado de la realidad! Divertida, se secó las lágrimas de risa con la punta de su delantal para luego observar un momento a Alba y negar con la cabeza. Sin dejar de sonreír, volvió a su tarea de armar la masa de hojaldre para la gran tarta de pescado que tenía que hacer ese mediodía. Pero notó como ella seguía desconcertada por su reacción. Lo cierto era que no le parecía una mala chica. Quizás, demasiado ingenua y asustadiza para su edad. Sin embargo, eso no tenía porqué ser algo malo en sí. A fin de cuentas, ya se lo había explicado Damián y Alba se lo acababa de confirmar: La muchacha venía de ser criada en un convento. Lo usual en ese caso era que se hubiera mantenido al margen de la realidad fuera del convento. <
Por un tiempo, siguieron trabajando en silencio, cada una ocupada en su propio trabajo. Pero ese tiempo fue realmente escaso, porque Donna María comenzó a sentir los achaques de sus años en la espalda y en las piernas. Lo cierto era que por eso hablaba tanto. Porque a su edad, a ella le dolía el cuerpo y no podía hacer grandes esfuerzos, como antes. Entonces, para hacer más llevadero ese dolor, ella hablaba. Así espantaba la nostalgia de sus buenos años de juventud y el dolor era más ameno. Pero, ese día parecía que el suplicio no se resistía a irse así como así. — Por cierto, niña ¿Qué tipo de comidas sabes hacer? —se atrevió a preguntar, quizás, Alba podría ser mucho más útil de lo que creían —No es por desdeñarte, pero, si se te da bien hacer algo para la cena, puede que esta noche te lo deje a ti. Realmente no te das idea de lo mucho que necesito descansar.