—¡Oh! Mira nada más, Martha, que niña tan bonita ha llegado…— exclamó con burla una de esas mujeres de vida licenciosa cuando ellos hubieron llegado al rellano— ¿Es tu chica Damián? ¡Ah! Si yo sabía que todo esos poemas que me recitabas en las noches eran meras mentiras ¡Mentiroso!
Al oír aquellas bromas, Alba sintió como a su corazón se le olvidaba un par de latidos. Muda de asombro, levantó la vista para observar con timidez la nuca de Damián. Le hubiera gustado preguntarle qué ocurría. Pero él , simplemente se mantenía en un silencio taciturno, como si no escuchara las risas chillonas de aquellas mujeres de vida ligera. —Ya, Clara ¿No ves que asustas a la pequeña? — intervino otra mujer, una que a la vista, parecía ser más grande que la tal Clara— además, déjame decirte que es evidente que todo lo que has dicho es verdad… pero, déjame admitirte, amiga mía, que, esa chiquilla tan bonita, dudo mucho que sea su querida… Alba vio con gran horror como aquellas palabras generaban un silencio sepulcral entre todas las que estaban allí reunidas. Incómoda, buscó la mirada de Damián, preguntándose por dentro porqué diantres no decía nada. Pero solo encontró con un distante desinterés por su parte que la llenaba de indignación. Por nada en el mundo quería que la confundieran con una mujer de vida licenciosa. ¡No! Esa humillación no era para nada justa. Estaba más que segura de que ella era una joven señorita de bien y no una mujer de esa ralea como la que hablaba en ese momento. No en vano, las hermanas de la congregación habían invertido en ella tantos años de buena y bien merecida educación. A punto estuvo de intervenir ante aquel atropello. Pero, esa mujer que decía llamarse Martha, la miró de soslayo. Por un momento, pareció que se daba cuenta de que sus palabras mal sonantes no eran bien recibidas por la jovencita. De modo que, Alba creyó ver en esos labios rojos un asomo de sonrisa burlona. —¿Qué?¿Acaso no lo sabías, Clara? Damián solo tiene ojos para mi. Ja, ja, ja.— rio con saña alguna especie de broma privada para luego dejarse caer sobre el brazo de Damián con una actitud poco honrosa— ¿No es así, corazón? Díselo tu, corazón, así se entera de una buena vez. Por alguna razón, Alba, se sintió aun más asqueada al ver a esa mujer guiñar el ojo al joven de una forma un tanto obscena y descarada. Pero, él no parecía para nada incomodado. Por el contrario, se notaba indiferente ante esas bromas subidas de tono. Como si todo eso no fuera más que algo por lo que pasaba todos los días. O al menos eso le pareció a ella al verlo poner los ojos blanco y mirarla a ella directamente a la cara. Pero hubo algo en aquella expresión de profunda seriedad que a ella le dio a entender que a él no le parecía para nada gracioso todo aquel espectáculo. —Sígame por aquí, por favor…—lo escuchó pedirle con estoica actitud de quien supiera ignorar esas bromas—… Madame Lamere se encuentra al final de este pasillo… lejos de esas… mujeres. Dejaron atrás al grupo de mujeres ociosas que volvieron a sus conversaciones anteriores. A medida que caminaban por el austero pasillo, Alba, pudo notar como entre más se acercaban al despacho de la Madame, las habitaciones se iban distanciando y con ello, el molesto y sospechoso bullicio que había detrás de las puertas desaparecía. —¿Me permite pedirle que me entregue la carta, por favor, señorita Bernard?— sugirió con amabilidad Damián extendiendo su blanca mano de delicados dedos del color del más fino marfil. —Es para que ella la pueda leer. —¡Oh! Si, tome…— accedió Alba dando un respingo, por alguna razón ese joven la impresionaba un poco. Le entregó la misiva que llevaba aferrada a su mano. Cuando él la tomó, sus dedos se rosaron, haciendo que el pequeño corazón de Alba diera un vuelco. Pensándolo bien, no era para nada extraño que se sintiera así. A decir verdad, para ella era lo más lógico. Puesto que, Alba no estaba acostumbrada a la presencia de hombres jóvenes como él. Lo usual para esa muchacha era tratar con jovencitas de su edad o mujeres castas como las hermanas del convento donde había sido criada. Claro está que con la vaga y única excepción del párroco del convento que solía confesarlas. Apartando su brazo con rapidez, como si aquello la hubiese quemado, se atrevió a mirarlo a la cara con ojos llenos de gran expectación. Fue así que pudo ver como él le sonreía con indulgencia. «¡Oh, qué ojos más cautivantes! Si hasta parece un ángel…» Observó sintiéndose aún más extraña. Aunque no lo quisiera, se tuvo que reconocer a sí misma que esa sonrisa era de las más hermosas que jamás había visto. Aquellos ojos tristes parecieron tomar vida en el breve lapso que duró aquella mueca y mostrar por primera vez la edad real de aquel joven que, al parecer, no era mucho mayor que ella. —Tranquila, Alba. Estoy seguro que Madame Lamere, la recibirá con gran entusiasmo.— le aseguró en un susurro calmado —… aguarde aquí, por favor, que en seguida la atiende. Dicho esto, Alba, lo vio darle la espalda y golpear con suavidad la puerta. Minutos después, escuchó la voz imperativa de una mujer detrás de la puerta. Al ser consciente de lo cerca que estaba de aquel momento importante en su corta e insignificante vida, no pudo evitar que su pobre corazón se encogiera por los nervios. Tuvo que echarse hacía atrás en busca del apoyo que podía ofrecerle la pared que se encontraba a su espalda. —Pase…— dijo la Madame y Damián entró en el lugar cerrando la puerta tras él.De pie frente al hermoso escritorio de palo de rosa, Damián observaba con mirada ausente a la supuesta dueña de la gran casona. Quien en ese momento leía la carta con aire de profundo aburrimiento. Quizás lo fuera. Bastaba con verle la cara para intuirlo. Su rictus caprichoso daba a entender estuviera pensando en que toda esa diplomacia era una verdadera perdida de tiempo que le estorbaba. En opinión de Damián, lo era. A fin de cuentas, todo eso terminaba en el mismo lugar. Pero, ese no era asunto suyo. Por eso se guardaba muy bien de mantenerse a distancia.Sin embargo, para su desgracia, por mucho que se esforzase en aparentar un completo desinterés ante aquel tema, nada de aquello le era indiferente. Por la fuerza de convivir con aquella mujer frívola, él podía darse cuenta de todo lo que estaba pensando.Paseó distraído su mirada por el lugar buscando un mínimo detalle que sirviera para ocupar la mente y no pensar en esas cosas. Pero, no le fue tan fácil hacerlo. Ya se conocía
«¡No te metas en esto, Damián! Que tú sabes muy bien que no te conviene. No lo hagas…» Intentó recomendarse mientras levantaba la cara para observar a la Madame. No le cabía ninguna duda de que ahí estaba la trampa que ella le tendía. Ella no era tan estúpida como para no darse cuenta que esos temas no le eran indiferentes a él. Por eso le había pedido su opinión. Para tener una excusa de echarlo a la calle. Si hablaba de más, tendría consecuencias. «O para meterme en este asunto… no sería la primera vez que lo hace…» Analizó sintiendo como comenzaba a sudar frío. De solo recordar aquellas veces en las que se vio obligado a participar de esos negocios turbios hacia que se sintiera descompuesto y con ganas de vomitar. Pero tenía que disimular todo eso. De modo que se obligó a sonreír con la actitud de quien no entendía absolutamente nada de lo que ocurría. —¿Qué es lo que quiere que le diga exactamente, Madame?— preguntó como quien no quiere la cosa mientras se hacía a la
«Sino haces nada por ella ¿Realmente puedes llamarte un hombre de bien?¿Realmente podrías mirar a la cara a cualquier persona y decir que eres un hombre honrado?¿O es que acaso la hipocresía es una enfermedad tan contagiosa que ya se te ha pegado?» Decir que esa manera tan perversa de ver las cosas, a Damián le generaban asco, era quedarse corto. Decir que lo indignaba más ver su propia indiferencia ante el asunto, era subestimar aquella emoción que le cerraba la garganta y le llenaba la boca de bilis. Pero sea, quizás , aunque en un principio había decidido no entrometerse ante aquel asunto, en realidad sí podía hacer algo para ayudar a esa jovencita. Entonces, lo intentaría ¿Qué más le daba? Al menos, de esa forma podría callar sus propias acusaciones. —Pues, puede que esté en lo cierto. Sin embargo, creo que le será más útil en las cocinas y en el aseo…— replicó insistiendo con indiferencia, no sabía porqué lo hacía, a fin de cuentas, no era asunto suyo.—… es una niña inoce
«Si algo habrá que reconocer, es que no les gustará nada este asunto a mis “chicas”…» Se dijo irónico con la actitud de quien ya se había habituado a las bromas de aquellas mujeres. Lo cierto era que él sentía rechazo hacía la profesión más vieja del mundo y, jamás, se hubiese planteado la remota posibilidad de buscar a ninguna de ellas, por más que sabía que ellas lo aceptarían más que dispuestas. Sin embargo, quizás fuera por su desdén a esos asuntos lo que hizo que en la fuerza de convivir con esas mujeres, ellas terminan por verlo como alguien en quien podrían confiar sus penas. O, quizás solo fuera el motivo de ser él mismo el hijo de una meretriz lo que lo llevaba a entenderlas mejor. Lo cierto era que entre ellos, había una especie de amistad disimulada por su eterna indiferencia. Una indiferencia que ellas sabían muy bien que era fingida. <
Las cocinas de Madame Lamere Le Grand, solían ser realmente caóticas en aquellas horas que antecedían al almuerzo. No era para menos. Allí, no solo se preparaba los alimentos para Madame Lamere y los inquilinos que habían pagado por dicho servicio. Sino que, además, el almuerzo era también para las damas que vivían en la primer planta. Damián por su parte, debido a que él no era realmente un empleado de la gran casona, ni menos un inquilino, solía comer las sobras que, caritativamente le cedía aquella mujerona de aspecto tosco que reinaba en las cocinas del último patio. Observando de soslayo a Alba, pudo constatar que, en efecto, aquel caos de ollas y guisados, la atemorizaba menos que el labial rojo y las mejillas sonrojadas de las mujeres de alquiler con las que se había topado. Quizás, si demostraba buenas aptitudes, podría caber la remota posibilidad de que Madame Lamere la dejase
—De modo que esta chiquilla tan bonita será mi ayudante en las cocinas ¿Eh? — observó María con un ojo crítico. Al escucharla, Damián no pudo evitar hacer un pequeño de preocupación. En su interior, rogaba porque, por una vez en la vida, Donna María, fuera lo suficientemente prudente de mantener la boca cerrada. Aunque, si lo pensaba bien, no le debía sorprender aquella actitud de recelo que demostraba Donna María. Solo bastaba ver a la pequeña Alba, con su carita de porcelana y su grácil cuerpecito para comenzar a sospechar que, si no había terminado en la primer planta, junto con las demás mujeres del lugar, era justamente porque alguien había intercedido por ella. Y, tampoco hacía falta ser una eminencia en sabiduría para darse cuenta de quién habría sido ese alguien que había intercedido en su favor. En efecto, por la suma de dos más dos igual a cuy, Donna María ya sabía todo lo que
«Por favor, Santa Rita del Niño Jesús, por favor que no haya visto ese comportamiento tan desastroso. Te lo ruego…» Imploró desesperada. Quizás fuera solo su imaginación y sus propias exageraciones morales. Pero, bajo ningún motivo quería generar una mala impresión en nadie. Ella no era como las mujeres de la primer planta que había visto al llegar y lo quería dejar bien en claro. Suerte para ella, Donna María no solo que no parecía haber visto nada, sino que además, tampoco había escuchado absolutamente nada de lo que no fuera el ruido de las cacerolas. O al menos, eso fue lo que Alba quiso creer cuando la vío ocupada en sus tareas. Más aliviada, volteó a ver hacía la puerta, para dejarle un par de cosas en claro. Pero él ya se había ido dejando el lugar vacío y una intriga que alborotaba su pequeña mente. —¡Oye, niña! ¡No te quedes allí echando raíces!—apr
Donna María no pudo evitar reír a carcajadas ante tal ocurrencia. La joven, en su inocente ignorancia, había creído que Damián era un simple mayordomo ¡Nada más alejado de la realidad! Divertida, se secó las lágrimas de risa con la punta de su delantal para luego observar un momento a Alba y negar con la cabeza. Sin dejar de sonreír, volvió a su tarea de armar la masa de hojaldre para la gran tarta de pescado que tenía que hacer ese mediodía. Pero notó como ella seguía desconcertada por su reacción. Lo cierto era que no le parecía una mala chica. Quizás, demasiado ingenua y asustadiza para su edad. Sin embargo, eso no tenía porqué ser algo malo en sí. A fin de cuentas, ya se lo había explicado Damián y Alba se lo acababa de confirmar: La muchacha venía de ser criada en un convento. Lo usual en ese caso era que se hubiera mantenido al margen de la realidad fuera del convento. <