Capítulo 4

—¡Oh! Mira nada más, Martha, que niña tan bonita ha llegado…— exclamó con burla una de esas mujeres de vida licenciosa cuando ellos hubieron llegado al rellano— ¿Es tu chica Damián? ¡Ah! Si yo sabía que todo esos poemas que me recitabas en las noches eran meras mentiras ¡Mentiroso!

 

Al oír aquellas bromas, Alba sintió como a su corazón se le olvidaba un par de latidos. Muda de asombro, levantó la vista para observar con timidez la nuca de Damián.

 

Le hubiera gustado preguntarle qué ocurría. Pero él , simplemente se mantenía en un silencio taciturno, como si no escuchara las risas chillonas de aquellas mujeres de vida ligera.

 

—Ya, Clara ¿No ves que asustas a la pequeña? — intervino otra mujer, una que a la vista, parecía ser más grande que la tal Clara— además, déjame decirte que es evidente que todo lo que has dicho es verdad… pero, déjame admitirte, amiga mía, que, esa chiquilla tan bonita, dudo mucho que sea su querida…

 

Alba vio con gran horror como aquellas palabras generaban un silencio sepulcral entre todas las que estaban allí reunidas. Incómoda, buscó la mirada de Damián, preguntándose por dentro porqué diantres no decía nada.

 

Pero solo encontró con un distante desinterés por su parte que la llenaba de  indignación. Por nada en el mundo quería que la confundieran con una mujer de vida licenciosa.

 

¡No! Esa humillación no era para nada justa. Estaba más que segura de que ella era una joven señorita de bien y no una mujer de esa ralea como la que hablaba en ese momento.

 

No en vano, las hermanas de la congregación habían invertido en ella tantos años de buena y bien merecida educación.  A punto estuvo de intervenir ante aquel atropello.

 

Pero, esa mujer que decía llamarse Martha, la miró de soslayo. Por un momento, pareció que se daba cuenta de que sus palabras mal sonantes no eran bien recibidas por la jovencita. De modo que, Alba creyó ver en esos labios rojos un asomo de sonrisa burlona.

 

—¿Qué?¿Acaso no lo sabías, Clara? Damián  solo tiene ojos para mi. Ja, ja, ja.— rio con saña alguna especie de broma privada para luego dejarse caer sobre el brazo de Damián con una actitud poco honrosa— ¿No es así, corazón? Díselo tu, corazón, así se entera de una buena vez.

 

Por alguna razón, Alba, se sintió aun más asqueada al ver a esa mujer guiñar el ojo al joven de una forma un tanto obscena y descarada. Pero, él no parecía para nada incomodado.

 

Por el contrario, se notaba indiferente ante esas bromas subidas de tono. Como si todo eso no fuera más que algo por lo que pasaba todos los días.

 

O al menos eso le pareció a ella al verlo poner los ojos blanco y mirarla a ella directamente a la cara. Pero hubo algo en aquella expresión de profunda seriedad que a ella le dio a entender que a él no le parecía para nada gracioso todo aquel espectáculo.

 

—Sígame por aquí, por favor…—lo escuchó pedirle con estoica actitud de quien supiera ignorar esas bromas—… Madame Lamere se encuentra al final de este pasillo… lejos de esas… mujeres.

 

Dejaron atrás al grupo de mujeres ociosas que volvieron a sus conversaciones anteriores. A medida que caminaban por el austero pasillo, Alba, pudo notar como entre más se acercaban al despacho de la Madame, las habitaciones se iban distanciando y con ello, el  molesto y sospechoso bullicio que había detrás de las puertas desaparecía.

 

—¿Me permite pedirle que me entregue la carta, por favor, señorita Bernard?— sugirió con amabilidad Damián extendiendo su blanca mano de delicados dedos del color del más fino marfil. —Es para que ella la pueda leer.

 

—¡Oh! Si, tome…— accedió Alba dando un respingo, por alguna razón ese joven la impresionaba un poco.

 

Le entregó la misiva que llevaba aferrada a su mano. Cuando él la tomó, sus dedos se rosaron, haciendo que el pequeño corazón de Alba diera un vuelco.

 

Pensándolo bien, no era para nada extraño que se sintiera así. A decir verdad, para ella era lo más lógico. Puesto que, Alba  no estaba acostumbrada a la presencia de hombres jóvenes como él.

 

 Lo usual para esa muchacha era tratar con jovencitas de su edad o mujeres castas como las hermanas del convento donde había sido criada. Claro está que con la vaga y única excepción del párroco del convento que solía confesarlas.

 

Apartando su brazo con rapidez, como si aquello la hubiese quemado, se atrevió a mirarlo a la cara con ojos llenos de gran expectación. Fue así que pudo ver como él le sonreía con indulgencia.

 

«¡Oh, qué ojos más cautivantes! Si hasta parece un ángel…»

 

Observó sintiéndose aún más extraña. Aunque no lo quisiera, se tuvo que reconocer a sí misma que esa sonrisa era de las más hermosas que jamás había visto.

 

Aquellos ojos tristes parecieron tomar vida en el breve lapso que duró aquella mueca y mostrar por primera vez la edad real de aquel joven que, al parecer, no era mucho  mayor que ella.

 

—Tranquila, Alba. Estoy seguro que Madame Lamere, la recibirá con gran entusiasmo.— le aseguró en un susurro calmado —… aguarde aquí, por favor, que en seguida la atiende.

 

Dicho esto, Alba, lo vio darle la espalda y golpear con suavidad la puerta. Minutos después, escuchó la voz imperativa de una mujer detrás de la puerta.

 

Al ser consciente de lo cerca que estaba de aquel momento importante en su corta e insignificante vida, no pudo evitar que su pobre corazón se encogiera por los nervios. Tuvo que echarse hacía atrás en busca del apoyo que podía ofrecerle la pared que se encontraba a su espalda.

 

—Pase…— dijo la Madame y Damián entró en el lugar cerrando la puerta tras él.

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