«Si algo habrá que reconocer, es que no les gustará nada este asunto a mis “chicas”…» Se dijo irónico con la actitud de quien ya se había habituado a las bromas de aquellas mujeres. Lo cierto era que él sentía rechazo hacía la profesión más vieja del mundo y, jamás, se hubiese planteado la remota posibilidad de buscar a ninguna de ellas, por más que sabía que ellas lo aceptarían más que dispuestas. Sin embargo, quizás fuera por su desdén a esos asuntos lo que hizo que en la fuerza de convivir con esas mujeres, ellas terminan por verlo como alguien en quien podrían confiar sus penas. O, quizás solo fuera el motivo de ser él mismo el hijo de una meretriz lo que lo llevaba a entenderlas mejor. Lo cierto era que entre ellos, había una especie de amistad disimulada por su eterna indiferencia. Una indiferencia que ellas sabían muy bien que era fingida. <
Las cocinas de Madame Lamere Le Grand, solían ser realmente caóticas en aquellas horas que antecedían al almuerzo. No era para menos. Allí, no solo se preparaba los alimentos para Madame Lamere y los inquilinos que habían pagado por dicho servicio. Sino que, además, el almuerzo era también para las damas que vivían en la primer planta. Damián por su parte, debido a que él no era realmente un empleado de la gran casona, ni menos un inquilino, solía comer las sobras que, caritativamente le cedía aquella mujerona de aspecto tosco que reinaba en las cocinas del último patio. Observando de soslayo a Alba, pudo constatar que, en efecto, aquel caos de ollas y guisados, la atemorizaba menos que el labial rojo y las mejillas sonrojadas de las mujeres de alquiler con las que se había topado. Quizás, si demostraba buenas aptitudes, podría caber la remota posibilidad de que Madame Lamere la dejase
—De modo que esta chiquilla tan bonita será mi ayudante en las cocinas ¿Eh? — observó María con un ojo crítico. Al escucharla, Damián no pudo evitar hacer un pequeño de preocupación. En su interior, rogaba porque, por una vez en la vida, Donna María, fuera lo suficientemente prudente de mantener la boca cerrada. Aunque, si lo pensaba bien, no le debía sorprender aquella actitud de recelo que demostraba Donna María. Solo bastaba ver a la pequeña Alba, con su carita de porcelana y su grácil cuerpecito para comenzar a sospechar que, si no había terminado en la primer planta, junto con las demás mujeres del lugar, era justamente porque alguien había intercedido por ella. Y, tampoco hacía falta ser una eminencia en sabiduría para darse cuenta de quién habría sido ese alguien que había intercedido en su favor. En efecto, por la suma de dos más dos igual a cuy, Donna María ya sabía todo lo que
«Por favor, Santa Rita del Niño Jesús, por favor que no haya visto ese comportamiento tan desastroso. Te lo ruego…» Imploró desesperada. Quizás fuera solo su imaginación y sus propias exageraciones morales. Pero, bajo ningún motivo quería generar una mala impresión en nadie. Ella no era como las mujeres de la primer planta que había visto al llegar y lo quería dejar bien en claro. Suerte para ella, Donna María no solo que no parecía haber visto nada, sino que además, tampoco había escuchado absolutamente nada de lo que no fuera el ruido de las cacerolas. O al menos, eso fue lo que Alba quiso creer cuando la vío ocupada en sus tareas. Más aliviada, volteó a ver hacía la puerta, para dejarle un par de cosas en claro. Pero él ya se había ido dejando el lugar vacío y una intriga que alborotaba su pequeña mente. —¡Oye, niña! ¡No te quedes allí echando raíces!—apr
Donna María no pudo evitar reír a carcajadas ante tal ocurrencia. La joven, en su inocente ignorancia, había creído que Damián era un simple mayordomo ¡Nada más alejado de la realidad! Divertida, se secó las lágrimas de risa con la punta de su delantal para luego observar un momento a Alba y negar con la cabeza. Sin dejar de sonreír, volvió a su tarea de armar la masa de hojaldre para la gran tarta de pescado que tenía que hacer ese mediodía. Pero notó como ella seguía desconcertada por su reacción. Lo cierto era que no le parecía una mala chica. Quizás, demasiado ingenua y asustadiza para su edad. Sin embargo, eso no tenía porqué ser algo malo en sí. A fin de cuentas, ya se lo había explicado Damián y Alba se lo acababa de confirmar: La muchacha venía de ser criada en un convento. Lo usual en ese caso era que se hubiera mantenido al margen de la realidad fuera del convento. <
Por un tiempo, siguieron trabajando en silencio, cada una ocupada en su propio trabajo. Pero ese tiempo fue realmente escaso, porque Donna María comenzó a sentir los achaques de sus años en la espalda y en las piernas. Lo cierto era que por eso hablaba tanto. Porque a su edad, a ella le dolía el cuerpo y no podía hacer grandes esfuerzos, como antes. Entonces, para hacer más llevadero ese dolor, ella hablaba. Así espantaba la nostalgia de sus buenos años de juventud y el dolor era más ameno. Pero, ese día parecía que el suplicio no se resistía a irse así como así. — Por cierto, niña ¿Qué tipo de comidas sabes hacer? —se atrevió a preguntar, quizás, Alba podría ser mucho más útil de lo que creían —No es por desdeñarte, pero, si se te da bien hacer algo para la cena, puede que esta noche te lo deje a ti. Realmente no te das idea de lo mucho que necesito descansar.
Había sido un día agotador, pero ella estaba más que acostumbrada a eso, así que no le molestaba en absoluto. Por el contrario, se sentía muy bien al pensar que ese cansancio no era otra cosa que el resultado de haber trabajado. En ese momento, Alba, se encontraba limpiando la cocina y preparando las cosas para el desayuno de la mañana siguiente. Mientras lo hacía, echaba fugases miraditas de ansiedad hacía la puerta. Donna María le había dejado por última labor que se cerciorase de que Damián comiera antes de dar el día por concluido. Aquella mujerona le había asegurado que por esas horas él solía rondar la cocina, como un fantasma silencioso, en busca de alguna sobra con la que llevarse a la boca. Además, todavía quedaba su promesa. Alba no se olvidaba de ese detalle, ese sutil roce y esas palabras susurradas de manera tan velada. Él había dicho que la vería en la noche, así que, por curiosidad, ella pretendía esperarlo.
—Pues, a decir verdad, no… no he tenido tiempo de cenar ¿Por qué lo pregunta, señorita Bernal?— quiso saber Damián, haciendo de cuenta que no se enteraba de nada. En esa vieja casona había muchas cosas que se sabían pero que, por una regla no explícita, no se debía decir a viva voz en cuello. El asunto de su evidente indigencia era una de ellas. Quizás, Alba ya estaba al tanto de ese asunto y solo quería mostrarse amigable con él. Como también podría ser que no supiera nada y solo lo dijera por decir algo cortés. Con las jovencitas criadas en convento, nunca se sabía cuál era la posibilidad más segura. De modo que, él prefirió esperar una respuesta y ver qué ocurría al final. Pero, Alba no le respondió en el momento. Para su fastidio, ella se tomó su tiempo en hacerlo. Prefiriendo, en cambio, jugar al juego de las sonrisas misteriosas. «¡