La lluvia. La lluvia siempre me ha gustado. Siempre la contemplaba a través de las ventanas de la casa, de pié en la entrada color rosa, rodeada de flores o simplemente a la salida del colegio. Siempre la veía. Me gustaba como sonaba sobre los techos de mi infancia. Mi infancia tuvo varios techos.
Los de madera, como los del establo, el granero, cubiertos con petróleo y palmas, así como también los de la oficina de papá que antes era la sala de la casa y a medida que fue creciendo la distribución de la casa, resultó ser su oficina.
Bien, en la madera las gotas se escuchaban con mucha fuerza., podías tener una idea de cuán grande y pesadas eran. Papá pidió que cubrieran el establo con palmas para mayor seguridad y tranquilidad de los animales. Después que pasaba la lluvia quedaba en esos lugares una fragancia divina a madera mojada, un aroma a que estuvo presente ahí y se alejaba para n saber cuándo volver.
Hacia los lados de la cocina había zinc, viejo pero fuerte, mama lo dejó ahí porque le gustaba como sonaba e agua mientras bebía café, sin embargo, en los días de calor, ah, esos días maldecía y le pedía a papá que lo quitara, entonces él lo resolvía con palmas, una vez más.
Ahí no quedaban fragancias, pero si góticas guidando y a veces, haciendo sonidos huecos que si pisábamos, todo se volvía un charco. Yo claro no los pisaba, consideraba a las muchachas que atendían la casa, tendrían mucho que limpiar además del resto del trabajo de la casa.
Lo que quedaba del techo era de cemento, vigas sostenían tabelones blancos, frisos nos protegían del calor de marzo y abril y del frio de enero y febrero. Ahí la lluvia ni se escuchaba, ni se sentía, no dejaba ni siquiera un olor. Por eso abría las ventanas y entonces si la tierra húmeda impregnaba los rincones más escondidos. La lluvia recta, con brisa a la derecha o izquierda, la que dejaba remolinos y la que hacia pantanos donde no había asfalto o piedra se disfrutaba mejor desde las ventanas.
En la cocina, a veces teníamos que gritar para escucharnos, pero en los cuartos, en el segundo nivel, únicamente la brisa a veces nos perturbaba y pues yo así la disfrutaba, cada gota que mojaba lo de afuera, lo que creciera, lo que viviera, lo que floreciera, lo que se empapara, lo que rato después se secara pata tal vez volverse a mojar o secar por meses, por semanas, por días y de nuevo regarse con la gloriosa lluvia que todo lo lava, todo lo limpia, todo lo arrastra, se lo lleva y lo pone donde quiere, donde ajuste, donde se atore, donde lo detengan. La lluvia es agua, pero no cualquier agua, es clara, directa, a veces salada, trae consigo vida y enfermedades, cambia según los meses y la vemos de manera diferente depende nuestro estado de ánimo.
Felices, cuando llueve cantamos, nos provoca comer y tomar algo caliente, perseguir al perro por la senda, dejar que se mojen nuestras ropas y cabellos, lavamos nuestras caras cerrando los ojos hacia arriba y extendiendo nuestras bocas.
Tristes, la lluvia nos saca las lágrimas. No nos movemos ni a menear la cucharilla dentro del café, y si lo hacemos no sabemos en que dirección ni con cuanta rapidez. El perro nos mira desde un rincón con ojitos consoladores y ceño levantado, está con nosotros para acompañarnos, quiere decir. La fragancia que llega pasa de largo, nuestra mente solo dice: llueve, que triste. Una razón más para sentirnos así, tristes.
Si estamos afuera solo caminamos lento y levantamos pantano, adentro nos refugiamos en una recamara, como yo ahora, aquí, con un hombre echado, dormido sobre una cama, desnudo después de haberme arrebatado la virginidad y ni percatarse que mi sangre yace a su lado como evidencia. Si están así como yo, solo se abraza una el cuerpo para proporcionarse calor y autocompasión al mismo tiempo que ves la lluvia a través de la ventana. Se ve borrosa porque las lágrimas no dejan ver claramente. Porque n solo hay tristeza si no dolor, encierro y post miedo de cuando abrió de golpe la puerta me vio, se envalentonó y se atrevió por fin a tomarme luego de dos meses en el mismo cuarto. Entre mis piernas también llovía tristemente.
Aquel día, no cabía duda que era uno muy importante para nuestra familia. Si lo era. Éramos cinco hermanos, y nuestra hermana mayor estaba dando quizás uno de los primeros pasos para una relación seria. Nuestra familia, la familia Rivero Herrera no contaban con muchos matrimonios en sus haberes, solo unos pocos, entre esas las de mi padre según sé y quizás, tal vez ahora la de mi hermana mayor Astrid.Astrid, era la mayor de las hembras, antes de ella nació Gonzalo y podía considerarse, de hecho muchos lo pensaban, afirmaban y lo decían, que Astrid era la muchacha más bonita de Caracas, del país según algunos. No solo se trataban de sus facciones, que se arrimaban tal vez a los gestos de mi padre, si no en una expresión angelical, un no sé dulce en su mirada, aquel dejo en sus manos para retirarse el cabello de la cara y su caminar o más bien su flotar.
–Sus autos, están listos, señor.Gracias Domingo. –Chico Castro. Su gran personalidad, su agilidad, su presencia. Era un señor muy bien plantado. Atractivo, según pude definirlo a medida que mi tiempo, mi crecimiento llegó. Abrió la puerta de su nuevo, moderno, negro y brillante auto. –¿Tu padre…cómo está?–Se recupera señor. –Alto y de piel oscura, Domingo correspondió a la amigable sonrisa del amo.–Eso me alegra. –Chico vio a su mujer salir de la casa. Esa casa, esa casa estaba en una planicie extensa, rodeada de árboles altos, troncos anchos y fuertes, cuando la brisa soplaba en los atardeceres simulaban una danza. Una danza que de niña me distraía pero ahora, de mujer, de triste mujer, de dócil mujer, cada uno de los sonidos del viento sacaban mis lágrimas y suspiros, sacaban la soledad.
Por supuesto obedecí a mamá. Recibir invitados en casa siempre era un compromiso. Una responsabilidad, algo más allá de los problemas que surgieran, familiares o de logística, había que ser los mejores anfitriones. Dos autos aparecieron en el sendero de finas piedras picadas que daban a la casa, nuestra casa. Los hermanos mayores acostumbraban a acompañar a los padres en la entrada, pero como esto se trataba de una visita para agasajar a Santos Castro, solo se mantuvieron en la entrada de pulido cemento negro, mi madre, padre y hermano mayor. Adentro, como en posición de pirámide, el resto de nosotros, por orden de edad y atrás la servidumbre. Para mi suerte me tocó la vista hacia la salida. Mis padres mantuvieron una amplia y esplendida sonrisa, sus cabellos brillaban bajo la luz del atardecer. Sonaron las puertas, varias y, entonces escuchamos sus voces.– ¡Bienvenidos! –Pap&aacut
Después de cualquier encuentro, por fugaz que sea, quedan ideas en nuestras cabezas, ideas que a veces no se expresan, miramos y callamos lo visto o nuestras opiniones.Lo que había sucedido esta noche no sé qué tan fugaz fue para cada uno de los que asistimos a la cena. Por lo menos en ese momento no lo sabía, dieciséis años son una edad en la que vagas en un limbo de que noten o no noten que pasas de niña a mujer, que tienes senos grandes, que tu cabello brilla y tiene cuerpo propio. Que alguien se fije en ti porque usas brillo labial y que tus pestañas han sido rizadas hasta destapar tus ojos. Usamos sostenes bien ajustados, si mucho encaje, eso es para las casadas, buenas pantys, o algodón o de nylon, unicolores y con buena liga, fondos lisos, ropa en su liga, que nada se transparente, que las medias no se arruguen, que brillen los zapatos. Ser amable, eso es una pieza importante para los Rivero,
–¿Papá? – Tomé asiento junto a él en la cama. Muy temprano papá se había sentido muy mal y Gonzalo y yo nos ofrecimos para cuidarlo mientras despertaba.–¿Cómo te sientes papá? –Gonzalo se acercó también. Había hablado con mamá para que cancelara esa dichosa cena de compromiso pero ella no quiso. Aleó que papá se recuperaría con la pastilla en cuestión de dos horas, parecían ambos haber pasado por esto antes, yo solo sabía que a él le dolía seguido el estómago. Hacía tres semanas mi padre visitó a un doctor muy famoso que le recomendó Chico Castro y esperaba algunos resultados.–¿Qué hacen aquí? –Papá se incorporó rápido y nos miró sorprendido. Tenía buen aspecto, tal vez mamá estaba en lo cierto.
Por fin llegó la hora de salir a la casa de los Castro. Astrid junto con papá y mamá salieron antes de las cinco en un auto que vino por ellos desde la casa de Chico Castro. Era verde oscuro y no tenía techo. Mamá y Astrid usaron pañuelos para sus cabezas, así no se despeinarían. De modo que después de estar listos los demás: Gilberto, Milagros, mariana, Gonzalo y yo, además de parte del servicio de la casa para que colaboraran en el evento se sumaron a nosotros Auxiliadora y Harold. No íbamos tan incómodos y disfrutamos el viajar apretados con Gonzalo al volante. A mí me tocó la ventana de la derecha en la parte posterior. Desde ahí vi como a pesar de que comenzaba a oscurecer había hombres en las vías realizando trabajos. Grandes máquinas hacían mezclas, donde antes había tierra o piedra como camino ahora lo formaba asfalto y en otros p
La noche caía. Todos felicitaban a los enamorados, por ellos estaban ahí. Chico Castro era un hombre con muchos conocidos, creo que no invitó ni a un cuarto de ellos.Tras mi recorrido por la casa o lo que se disponía para la recepción noté que gran parte de esos conocidos eran dela señora Consuelo. No habían familiares, ni tíos, ni primos, amigas y amigos si y también conocidos. Su personal se ocupaba del servicio, vestían de negro elegante, los nuestros se unieron a ellos, podía verlos de vez en cuando pasar, creo que Harold se ocupaba de estacionar los autos, esa tarea le fascinaba.Hacía ya rato que no veía a mis hermanos, ubicaba a Milagros gracias a Mariana que vestía de rosa fuerte con vuelos en su vestido y eso sobresalía en el salón.Era de esperarse que la elegante señora Consuelo notara cuando su hija regresó de la parte
–A ver, dejen las charlas. –La voz de Chico Castro se apoderó del salón. Yo terminé de bajar, evadí la mirada de Nilda y me enfoqué en Milagros, Beto y Gonzalo, ellos estaban juntos frente a la banda. Chico sostenía el micrófono, se movía con agilidad. Junto a él, su esposa, sonreía si, pero esa sonrisa no llegaba a los ojos. Mis padres, felices, lo novios también. Santos entrelazó sus dedos con los de Astrid, ella parecía una muñeca, seguramente él se sorprendió cuando la vio esa noche mucho más a la moda que antes. Maquillada de rojo, más adulta. Llegué por fin junto a mis hermanos. –Ya todos saben a lo que vinieron esta noche a casa. –Tomó una pausa y atrajo a mi padre por el hombro, me pareció un justo gesto. –Pues esa hora de que lo hagamos oficial. Esta noche mi amigo Pedro Rivero y yo, junto con