El golpe de la puerta me obligó a brincar de la silla mecedora junto a la cuna.
–¿Dónde está mi hija? ¿Quiero verla!
Santos. Borracho. Como llevaba ya varios días desde que Astrid muriera.
Como una presa acorralada, miré en todas direcciones de la habitación. Decorada con tanta paz, con colores tenues y tiernos que se parecían mucho a la pequeña bebé que dormía a placer boca abajo, dentro de la cuna.
–Astrid…¿dónde está mi hija? –Gritó desde no sé qué lugar y supe que se acercaba, porque arrastraba los pies. –¡Alguien responda!
Decidí salir al pasillo. Lo encontré parado frente a la puerta de su cuarto, mirando la cama vacía. Su cuarto vacío, su casa solitaria y sin la persona que solía esperarlo cada tarde y despertar con él cada mañana. &
Me costó mucho desprenderme de Flor para irme a la casa. Sería solo un momento, no quería imaginar cuando lo hiciera definitivamente.Llené en un bolso mi ropa sucia y planeaba darme un relajante baño, cambiare luego y regresar.Reynaldo tuvo la amabilidad de traerme, pero no podía esperarme, así que se fue tranquilo con la idea que mi padre me enviaría con alguien.En cuanto subí y entré a la sala pude percibir la tristeza, dejé el bolso en el piso y miré a todos lados.¿Acaso Tomás no gritó que un carro levantaba polvo por el camino?–¿Virginia? –Milagros apareció por el pasillo que daba a la cocina y corrió a abrazarme. Yo la estreché con todas mis fuerzas. Todas las que tenía retenidas dentro de mí ser mientras estuve en esa casa, los últimos siete días.Ella no
Debido a que sospechaba que después del plazo que me diera Santos, me costaría mucho ver a Flor Elena, traté de disfrutar al máximo de si tierna compañía.Ella me reconocía. Reconocía mis brazos, mi olor, mi presencia, a pesar de que yo no fuese su madre y tampoco la amamantara, ella se calmaba en mis brazos y cuando yo le cantaba y la arrullaba sonreía, era feliz, y yo también. Encargarme de ella era lo mejor que me podía haber pasado.Una tarde gris que advertía lluvia, cuando ordenaba su ropita en las gavetas y doblaba la mía para guardarla en el bolso, sentí un fuerte golpe en la entrada.–¿Virginia…¿sigues ahí?Me quedé parada sin poder moverme. Fría. El cuerpo comenzó a temblarme. Flor estaba despierta en la cuna viendo girar su móvil. Movía con torpeza sus manos y pies, pero se
–¿La viste Ismenia? Quiere reír pero también quiere llorar.–Sí, está confundida. Luce tan bonita.Reímos las dos alrededor de la cuna mirando las preciosas mañas de Flor, después de que le cambiáramos el pañal. Ismenia se había convertido en mí mejor ayudante. La veía seguido durante el día. Me llevaba comida, estaba pendiente de refrescarme y además me hablaba, me hablaba de cosas que me ayudaban a dejar atrás los problemas que tuvieran que ver con Astrid y con mi regreso a la casa. Vestía siempre con un uniforme color azul claro a cuadros. El borde la tela era azul oscuro y la falda terminaba un poco más debajo de la rodilla.El resto de las mujeres de la casa, que servían ahí vestían un uniforme igual, solo una señora un poco mayor lo llevaba en color crema.–Creo que fue una
Lo había solado tantas veces que ya no me importaba. Era como ver pasar las cosas, el tiempo, el corto tiempo, a las personas que tanto me importaban y quería y ser totalmente indiferente a ellas.–¡No, no y no! Me niego a que te sacrifiques de esa manera–Mira lo que has causado Virginia. –Mamá ayudaba a que papá se sentara mientras Carmen le entregaba un vaso con agua. –¡Eres una desconsiderada, una grosera! ¿Cómo te atreves a hablar de este tema así?Charito y Carmen me miraron y luego cruzaron miradas entre ellas. Si mamá se refería a la discusión que debía tener entre los sirvientes, estaba errada. Ellas eran parte de la familia. No había nada que no supieran.–Lo siento mucho, lo lamento papá.–No tienes nada que lamentar Virginia, más que esa terrible idea que has tenido.–Padre&hellip
La lluvia. La lluvia siempre me ha gustado. Siempre la contemplaba a través de las ventanas de la casa, de pié en la entrada color rosa, rodeada de flores o simplemente a la salida del colegio. Siempre la veía. Me gustaba como sonaba sobre los techos de mi infancia. Mi infancia tuvo varios techos. Los de madera, como los del establo, el granero, cubiertos con petróleo y palmas, así como también los de la oficina de papá que antes era la sala de la casa y a medida que fue creciendo la distribución de la casa, resultó ser su oficina. Bien, en la madera las gotas se escuchaban con mucha fuerza., podías tener una idea de cuán grande y pesadas eran. Papá pidió que cubrieran el establo con palmas para mayor seguridad y tranquilidad de los animales. D
Aquel día, no cabía duda que era uno muy importante para nuestra familia. Si lo era. Éramos cinco hermanos, y nuestra hermana mayor estaba dando quizás uno de los primeros pasos para una relación seria. Nuestra familia, la familia Rivero Herrera no contaban con muchos matrimonios en sus haberes, solo unos pocos, entre esas las de mi padre según sé y quizás, tal vez ahora la de mi hermana mayor Astrid.Astrid, era la mayor de las hembras, antes de ella nació Gonzalo y podía considerarse, de hecho muchos lo pensaban, afirmaban y lo decían, que Astrid era la muchacha más bonita de Caracas, del país según algunos. No solo se trataban de sus facciones, que se arrimaban tal vez a los gestos de mi padre, si no en una expresión angelical, un no sé dulce en su mirada, aquel dejo en sus manos para retirarse el cabello de la cara y su caminar o más bien su flotar.
–Sus autos, están listos, señor.Gracias Domingo. –Chico Castro. Su gran personalidad, su agilidad, su presencia. Era un señor muy bien plantado. Atractivo, según pude definirlo a medida que mi tiempo, mi crecimiento llegó. Abrió la puerta de su nuevo, moderno, negro y brillante auto. –¿Tu padre…cómo está?–Se recupera señor. –Alto y de piel oscura, Domingo correspondió a la amigable sonrisa del amo.–Eso me alegra. –Chico vio a su mujer salir de la casa. Esa casa, esa casa estaba en una planicie extensa, rodeada de árboles altos, troncos anchos y fuertes, cuando la brisa soplaba en los atardeceres simulaban una danza. Una danza que de niña me distraía pero ahora, de mujer, de triste mujer, de dócil mujer, cada uno de los sonidos del viento sacaban mis lágrimas y suspiros, sacaban la soledad.
Por supuesto obedecí a mamá. Recibir invitados en casa siempre era un compromiso. Una responsabilidad, algo más allá de los problemas que surgieran, familiares o de logística, había que ser los mejores anfitriones. Dos autos aparecieron en el sendero de finas piedras picadas que daban a la casa, nuestra casa. Los hermanos mayores acostumbraban a acompañar a los padres en la entrada, pero como esto se trataba de una visita para agasajar a Santos Castro, solo se mantuvieron en la entrada de pulido cemento negro, mi madre, padre y hermano mayor. Adentro, como en posición de pirámide, el resto de nosotros, por orden de edad y atrás la servidumbre. Para mi suerte me tocó la vista hacia la salida. Mis padres mantuvieron una amplia y esplendida sonrisa, sus cabellos brillaban bajo la luz del atardecer. Sonaron las puertas, varias y, entonces escuchamos sus voces.– ¡Bienvenidos! –Pap&aacut