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Capítulo treinta y uno
El sol golpeaba la piel morena de Edelia, una mujer que había perdido a su marido hacía dos lunas y que, por su condición de granjera pobre, estaba condenada a la hambruna. Pero Dios le había dado la sabiduría de sus ancestros y la testarudez de su antiguo clan. No se rendiría ante los designios que el señor le había puesto delante, por ella y por su hija Isolda Mary, tenía que seguir adelante.

No era oficio de la mujer el de pescar, pero a ella se le daba extremadamente bien y sus cosechas crecían lo suficiente para mantenerlas a las dos e, incluso, para vender alguna legumbre, que le aportaba algunas monedas que guardaba como un tesoro. Sus tierras, herencia de su difundo esposo, pegadas al río, eran una bendición. Los riegos eran más fáciles, los animales que se acercaban al río eran presas que llenaban sus platos.

Estaban las dos solas, no necesitaban a nadie más, pese a que las leyes no escritas decían que una mujer no debería llevar el hogar sin un hombre a su lado, y eran muchos
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