Veinticuatro

Giuliana me encuentra a los pies de mi cama recostada en posición fetal. Raquel no me atacó, jamás se lanzó hacia mí porque nunca estuvo ahí. La imagen de mi amiga me ha asaltado una y otra vez desde que tuve la pésima fortuna de hallarla en el baño, su mirada muerta me ha acosado sacando a relucir un sentimiento que durante este tiempo luchaba por ahogar. Es la culpa, esa sensación que nace en mi pecho y se irradia hacia mis extremidades y mi estómago, aquella gélida daga que corta sin piedad y se entierra en lo más profundo de tu mente; como un gusano, se aloja en el interior para ser alimentado, para que crezca y que finalmente te consuma.

Yo no la maté, yo no la obligué a ir a la fiesta, tampoco a beber como si su hígado fuera de acero; la culpa es porque ella murió y yo no. Porque a pesar de estar en la misma fiesta y la misma casa, yo tuve la suerte de abrir los ojos de nuevo mientras que ella terminó de una forma terrible. No quiero morir, agradezco el estar viva, pero una part
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