Matrimonio Obligado

Zeynep caminaba como un autómata, siguiendo a su amiga y a la mujer que las guiaba con prisa. Al salir de la casa, un grupo de personas los esperaba. 

El sonido de tambores y otros instrumentos resonó en el aire, llenando el ambiente de una energía frenética. 

La mujer le indicó a Zeynep que debía montar un hermoso caballo que allí estaba, sin comprender lo que estaba sucediendo, obedeció sin rechistar. Se sentía atrapada en una vorágine de locura, rodeada por una multitud de desconocidos.

Su primo, el mismo que la había amenazado en la habitación, la guió sobre el caballo. Sara caminaba a su lado, tan confundida como ella. Los hombres que los acompañaban lanzaban gritos guturales, intensificando el caos.

Llegaron a otra casa aún más grande que la anterior. Un hombre vestido de traje los recibió en la entrada. Cuando él volteó a verla, Zeynep se quedó helada, era el barbaján del aeropuerto. 

Su primo le entregó la rienda del caballo y el hombre extendió su mano para ayudarla a bajar. 

Ella lo miró fijamente, sin poder creer su mala suerte. Su prometido, el hombre con el que la obligaban a casarse, era ese desconocido arrogante.

Él la tomó de la mano con brusquedad para obligarla a bajar del caballo. Zeynep no podía contener las lágrimas. 

La condujo al interior de la casa, un laberinto de grandes escaleras y lujosos muebles. 

En el centro del patio había una mesa grande, rodeada de otras mesas, sillas y grandes almohadones. 

El hombre la guió hasta el centro, donde un hombre de aspecto solemne daba inicio a una ceremonia que Zeynep no escuchaba. 

Su mente era un torbellino de emociones: impotencia, rabia, resignación. Solo las lágrimas brotaban sin cesar por sus mejillas.

Llegó el momento de firmar. Zeynep se resistió, buscando en vano una salida. Su mirada se posó en su amiga, pero su primo, con una mirada amenazante, la fulminó. Sin más opciones, firmó con mano temblorosa. 

Su prometido respiró hondo antes de estampar su firma. Por un instante, Zeynep se aferró a la esperanza de que él se negara.

Pero al verlo firmar, la realidad la golpeó con brutalidad. Ya era demasiado tarde. Un deseo de correr, de gritar al cielo su impotencia la embargó, pero se contuvo. 

Su prometido se distanció sin siquiera alzar su velo ni entregarle el oro, como era la costumbre.

Agradecía que cuando menos las costumbres habían cambiado un poco con el tiempo, si no él tendría que levantar el velo, y en lugar de oro, tendría que darle bofetadas en señal que desde ese momento estaba bajo su dominio.

Su tía se acercó y la condujo a su mesa, en ella había solo mujeres, todas reían, las únicas con la tristeza grabada en el rostro, eran ella y su amiga.

El novio presidía otra mesa, rodeado por los hombres de su familia. Zeynep se sentó sobre un gran almohadón, observando el surrealista espectáculo como si fuera una espectadora en una película.

Una música extraña resonó en el ambiente, su ahora suegra le indicó que debía pararse a bailar, y la guió hacia su hijo. El novio se levantó, se acercó extendiendo su mano con una arrogancia que la enfureció. No le quedó más remedio que aceptar. 

Sarah intentó acercarse para ver qué sucedía, pero el primo de Zeynep le impidió hacerlo. El comportamiento de esa gente era tan excéntrico que bordeaba la locura.

La obligada novia se encontraba parada frente al hombre que bailaba, sus pasos eran extraños, si no fuera porque se encontraba furiosa, hubiera estallado a carcajadas frente a él.

Zeynep se encontraba petrificada. La impotencia, la furia y el miedo la consumían. Las lágrimas ya no brotaban de sus ojos, parecían haberse agotado.

Su tía había insistido en enseñarle algunas tradiciones turcas, ella se había criado en Estados Unidos, sus padres eran turcos, sabía perfectamente que ese baile tradicional era para pedir fertilidad a Alá a través de los movimientos.

Ella se encontraba inmóvil, se suponía que debía extender sus brazos y comenzar a girar sus manos mientras movía sus pies hacia adelante uno tras otro, pero no lo pensaba hacer, no después de que la habían engañado.

Su ahora esposo, con una mirada gélida, continuaba la danza. Sus ojos se cruzaban de vez en cuando, y en ellos Zeynep podía ver la misma furia que la abrasaba. 

En un punto del baile, él se agachó, tomó un puñado de tierra y lo dejó caer frente a sus pies, un símbolo de compromiso que ella rechazaba con cada fibra de su ser.

Al cesar la música, el novio regresó a su mesa, ignorándola. Zeynep permanecía petrificada, incapaz de asimilar la cruel realidad que la envolvía. 

Los invitados la observaban con una mezcla de curiosidad y morbo, mientras su amiga, liberada del captor que la vigilaba, corrió a su lado.

—Anda, amiga, vamos, regresemos a la mesa — le susurró Sarah.

La tomó de la mano, intentando guiarla de vuelta a la mesa. Zeynep se movía como un autómata, sin voluntad propia. 

Se sentó sobre el almohadón, sentía su cuerpo aún vibrando por la humillación del baile. El vestido blanco, símbolo de pureza y alegría, ahora le parecía una mortaja que la sofocaba.

Zeynep se sentía como un animal enjaulado, presa de absurdas costumbres, observaba con desdén la opulencia de la boda, un banquete grotesco para celebrar una unión que ella no deseaba. 

En las mesas había comida en abundancia, el primer platillo, el Dugun Corbasi, la famosa sopa de boda turca, judías, pilaf, asado de cordero y ensaladas.

Los postres no podían faltar, antes del segundo postre llevaron el borek que era de helva de sémola. A la pobre chica todo le parecía una burla a su paladar y a su espíritu.

Los invitados reían y conversaban, ajenos a su tormento interno. Para ella, no eran más que una masa de fanáticos, esclavos de tradiciones absurdas que la habían condenado a una vida sin libertad.

Su mirada se posó en el borek de helva de sémola, un postre que se suponía era un símbolo de buena suerte. 

Pero para Zeynep, era solo una ironía más en este festín de mentiras. No podía haber suerte ni fortuna en un matrimonio forzado, solo dolor y resignación.

Los platillos se acumulaban frente a ella, una montaña de comida que no tenía intención de probar. 

Su amiga Sarah, en la misma situación, se sentó a su lado. Al levantar la vista, se encontraron con las miradas de desaprobación de los invitados, incluido el novio.

Fingiendo apetito, llevaron un poco de comida a sus bocas, una actuación forzada para apaciguar la crítica.

Mientras la música animaba a los demás a bailar, Zeynep y Sarah solo anhelaban escapar. 

La madre del novio, con gesto autoritario, se dirigió a Zeynep.

—No te has quitado el velo por completo, hija, ¿Qué dirán los invitados? Levántate te lo quitaré, tenemos que despedir a las personas que han venido a acompañarnos, deben estar los recién casados y los anfitriones, así que vamos.

Sarah observaba a su amiga, se sentía confundida y preocupada.

¿En qué momento su amiga había aceptado casarse? No le había dicho nada, y además tenía un novio de años. Necesitaba hablar con ella de inmediato.

Se levantó de la mesa, dispuesta a abrirse paso entre la multitud para llegar hasta Zeynep. Sin embargo, el hombre que la había detenido antes se interpuso en su camino, su rostro endurecido le daba una seria advertencia.

—Ni se te ocurra molestar a los novios en este momento, tienen que despedir a los invitados junto a mis padres, será mal visto que los interrumpas, así que aquí te quedas. —Le dijo mal encarado, la chica se volvió a sentar, era mejor no llevar la contraria a esa gente, definitivamente estaban locos.

Zeynep trataba de sonreír, aunque parecía imposible poder hacerlo, volteó discretamente a ver a su nuevo esposo, notó que él también estaba intentando forzar una sonrisa, una esperanza nació en ella, vio una oportunidad de salir de todo aquello.

Si él tampoco estaba de acuerdo en casarse con ella, quizá podría convencerlo de que lo mejor era el divorcio.

Su ánimo mejoró en ese instante, todos los invitados se despidieron, uno a uno, besaban la mano del gran jefe y su esposa, la chica se dio cuenta de que el lugar ya estaba prácticamente vacío.

—Ahora nos iremos nosotros hija, tu amiga se quedará en nuestra casa, es tradición que los recién casados se queden solos en casa por tres días, vendrá una persona a prepararles los alimentos, ya sabes lo que tienes que hacer hijo, así acallaras las murmuraciones que hay en el pueblo porque tu esposa viene de una gran ciudad.

—Sí madre —dijo para después besar su mano y después la de su padre llevándola a su frente en señal de recibir su bendición.

Su hermano indicó a Sarah que tenía que salir e irse con ellos, ella obedeció, pasó al lado de Zeynep sin poder decirle una sola palabra, solo se le quedó viendo, en su cara podía notarse el pánico que tenía al ver todo aquello.

Les habían quitado sus bolsos, así que no podían usar sus teléfonos, lo mejor era mantener la calma ante una situación como esa, quizá era por eso que ahora su amiga aparentaba estar tranquila.

—Te mostraré la habitación, sígueme. —Su ahora esposo se dirigió a Zeynep para ordenarle, ella decidió seguirlo en silencio.

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