Mía observó su imagen en aquel espejo que cubría toda la pared, y no necesitó que nadie le dijera que se veía hermosa. Ya lo sabía.
Con sus veintidós años, era el resultado de la mezcla perfecta y precisa de los genes de un italiano y una colombiana, era imposible que aquel vestido se le viera de cualquier otra forma que no fuera genial. Tenía los ojos oscuros y los rasgos suaves de su madre, pero había heredado el cabello castaño y la piel blanquísima de su padre. Después de todo y según su tía favorita, era imposible que la genética de los Di Sávallo no dominara.
Sin embargo, en algo más era exactamente como su padre. Mientras su hermana Alexia había sacado el carácter recio y determinado de Malena Hitchcock, Mía tenía el corazón blando y el espíritu persistente de Ángelo.
Esa era la razón por la que estaba allí, probándose aquel vestido de novia y a tres semanas de casarse con el amor de su vi…
¿¡A quién quería engañar!? Giordi era un hombre maravilloso, inteligente, respetable, educado, amable, cariñoso… podía usar todos los buenos adjetivos del mundo para describirlo, pero aún así Giordano Massari no era ni sería nunca el amor de su vida. Ese puesto estaba reservado solo para «él»…
Pero «él» no estaba ahí… ¿cierto? Él no había estado desde hacía años, ocho para ser exactos.
Sintió una opresión repentina e insoportable en el pecho, y se apoyó con una palma abierta sobre aquel espejo, observando el reflejo que le devolvía.
El vestido de novia era absolutamente exquisito, no podía ser de otra forma si había salido de los talleres privados de Velucci. Con un corte princesa y un escote «Palabra de Honor», aquel traje minimalista destilaba la elegancia propia de una heredera del Imperio. Confeccionado en seda Mikado, con toda la espalda descubierta y una chaqueta de encaje a juego, resaltaba la delicadeza de sus curvas y lo mejor de su figura.
Y aun así no era el vestido perfecto para ella… ninguno lo sería, nunca; porque quizás el vestido fuera maravilloso, las flores preciosas y el salón de baile perfecto… pero no estaba segura de que el novio fuera el correcto.
Sus pensamientos viajaron ocho años atrás, hacia un rostro que le había hecho temblar las rodillas y el corazón cuando ella tenía solo catorce años y Leo tenía dieciocho. Sí, «él» se llamaba Leo, y era el último chico sobre el que podía posar sus ojos, pero había resultado ser cierto eso de que en el corazón no se manda, y Mía nunca supo exactamente cuándo se había arrancado el suyo para ponerlo a los pies de aquel muchacho.
Había sido, durante un tiempo, el sentimiento más insoportable de su vida. Habían crecido juntos, lo conocía como la palma de su mano, cada acceso de ternura y mal genio que tenía, y amaba a su hermana Galiana como si hubiera sido su propia hermana… Pero por más que había tratado, Mía nunca había logrado sentir lo mismo por Leo.
Con Leo le pasaba algo más, algo distinto, oscuro y visceral que había comenzado a crecer muy despacio, pero con unas raíces demasiado profundas. Quizás había sido cuando empezaba a dejar de ser un niño, cuando los juegos cesaron y se convirtió en el hombrecito cabal que enterraba la cabeza en los estudios o dominaba un velero sin ayuda. Mía no recordaba cuándo ni cómo, pero sabía que en cierto punto Leo había comenzado a mirarla de otra manera o, quizás, de la misma manera en que ella no podía evitar mirarlo a él.
Habían logrado controlarlo durante un tiempo… o eso habían creído. Esa noche todo había pasado tan rápido que a veces a Mía le parecía solo un sueño. Ella se había quedado con Galiana y con Leo mientras sus padres salían a cenar con Gaia y Alessandro.
Leo se entretenía hablando con sus «amigas» que irían pronto con él a la universidad, y a ella no se le había ocurrido nada mejor para enterrar sus celos que robarse algunas botellas de vino de la bodega y hacer una fiesta con sus propios amigos.
Lamentablemente la fiesta había durado muy poco. En una hora estaban todos caminando a gatas, Leo había golpeado a un par de chicos hasta lograr que salieran todos de la propiedad, Galiana se babeaba completamente ebria en un sofá, y ella, que todavía veía doble pero no triple, había sido la que se había llevado la peor parte.
Lamentablemente, ni siquiera estar medio ebria podría borrar de su mente todo lo que pasó después. Aún con ocho años de por medio, podía sentir la mano de Leo cerrándose sobre su brazo para arrastrarla hasta la terraza.
—¿Cómo se te ocurrió, Mía? —le había reclamado como si fuera su padre—. ¿Crees que es una gracia ponerte como una cuba estando con chicos alrededor? ¿¡Qué no sabes lo que pueden hacerte!?
Mía le había sacado la lengua con un gesto infantil.
—¿Y qqqqué me vvvan a hacer? —había respondido arrastrando las letras solo para molestarlo.
—¡Pues… te pueden lastimar, Mía! —Para ese momento ya Leo gritaba y Mía estaba lista para dar saltitos de satisfacción—. Te pueden… —Su rostro estaba tan descompuesto que parecía a punto de que le diera un síncope—. ¡Te pueden tocar, te pueden…!
—¿Me pueden besar? —había preguntado ella con sus cejas muy juntas y su boca haciendo un gracioso puchero—. ¡Eso estaría genial! ¡Ya quiero que alguien me bese!
—¿Cómo que «alguien», Mía? ¿¡Te volviste loca!? —había vociferado, y Galiana tenía que estar perdida para no escuchar aquel escándalo.
—¡Pues es que nadie me ha besado nunca! —había protestado ella, encogiéndose de hombros—. Alguien me tiene que besar alguna vez. Estos bebés —había ronroneado poniéndose un dedo sobre los labios—, necesitan… ¡No! ¡Merecen… merecen atención!
Había sentido las manos de Leo sobre sus hombros, zarandeándola, al parecer para que reaccionara; pero había demasiada proximidad en aquel zarandeo.
—¿De qué diablos estás hablando, Mía? ¡Eres una niña nada más! —había siseado él con rabia y ella le había contestado exactamente en el mismo tono, levantando los ojos desafiantes para clavarlos en los suyos.
—Pero no seré una niña toda la vida, ¿verdad?
Lo próximo que había escuchado era un gruñido y algo relacionado con quitarle la borrachera a cubetazos. Las manos que con tanto gusto se habían cerrado sobre ella, la empujaban desde el borde de la piscina, en la que Mía se había hundido con un impacto sordo y helado. Era una excelente nadadora, incluso con media botella de vino en el estómago, pero ni Leo ni ella habrían podido prever jamás lo que pasaría.
Mía había tocado el fondo con las plantas de los pies y los pulmones a medio llenar de oxígeno, y se había impulsado hacia la superficie… pero la superficie no había llegado.
El tirón en su vestido le había dado la alerta y se había girado desesperadamente, tirando de él solo para darse cuenta de que un extremo estaba preso en una de las rejillas. ¡El extractor de recirculación estaba encendido! Y para una alberca de aquel tamaño se usaba uno de los motores más potentes del mercado. Había sentido la succión alrededor de sus pies, el maldito vestido se enredaba cada vez más y su oxígeno se iba. Ni siquiera podía mirar arriba, no sabía cómo pedir auxilio, no sabía qué hacer aparte de pelear contra el extractor y no morir, no quería morir…
Nunca supo si había llorado en ese último minuto, si había pensado en Dios o en sus padres o en él antes de cerrar los ojos, pero un impacto contra el agua muy cerca de su cuerpo y unas manos sobre su pecho la habían hecho reaccionar. Esas manos estaban literalmente destrozando su vestido desde el escote frontal hacia abajo, con movimientos tan desesperados que parecía como si trataran de liberarla del mismo infierno.
Había sentido un ardor horrible en el pecho y luego un impulso que llegaba desde abajo, obligándola a subir, a llegar a esa superficie que se rompía como un cristal sobre sus cabezas. Intentaba buscar aire pero le llegaba demasiado despacio, y entonces sí había sentido las lágrimas, agónicas y aterrorizadas, subir por su garganta.
Lo siguiente que había sentido había sido el cuerpo de Leo, completamente pegado al suyo, aprisionándola contra una de las paredes de la alberca mientras con una mano se aferraba al borde para garantizar que no se hundirían.
—Shshshshs, no pasa nada, Mía… no pasa nada… Shshshshsh… —pero la voz le salía tan horrorizada como la suya.
Cuando Mía se había atrevido a mirarlo, había visto esas lágrimas también en sus ojos, y ese semblante que solía ser de un delicioso color dorado, estaba en aquel instante mortalmente pálido. El cuerpo de Leo temblaba junto con es suyo, y al parecer los dos obedecieron a su segundo instinto: el de ella había sido cerrar las piernas a su alrededor, y el de él apretarla contra su cuerpo como si su vida dependiera -y hacía contados segundos realmente había dependido- de ello.
Lamentablemente ese había sido, como Mía descubriría a fuerza de lágrimas en los siguientes días, solo su segundo instinto. El primero era demasiado obvio, demasiado imparable, sobre todo cuando estaban los dos tan carca que podían fundirse el uno con el otro.
Mía no recordaba si Leo había tratado de evitarlo, pero sabía que ella, definitivamente, no lo había hecho. Había cerrado los brazos detrás de su cuello y buscado sus labios con toda la ansiedad de la inexperiencia, con toda la pasión de lo imposible, con toda la ternura de un primer beso…
Y Leo le había respondido, a regañadientes, rezongando, protestando, rebelándose con cada fibra de su alma, pero le había respondido. Había invadido su boca con todo el miedo y toda la angustia de perderla de hacía unos segundos. Había tomado sus labios con una desesperación infinita, y con la misma necesidad de un hombre que intentaba escapar de un destino terrible…
Pero no podía hacerlo, no podía escapar y ella tampoco, y con la misma brusquedad con que Mía lo había iniciado, él había terminado aquel beso.
Había sido un simple beso, nada más… pero Mía jamás había imaginado las consecuencias que aquel simple beso le traería.
Y ocho años después ahí estaba: lista para casarse con un hombre fantástico… que no era Leo.
Hacía ocho años que no lo veía, que se obligaba a mantenerse a una prudencial distancia, porque por mucho que le doliera, él había estado dispuesto a sacrificarse por los dos, y ella no podía echar por tierra su sacrificio poniéndose y poniéndolo en riesgo.
Pero de nuevo, ¿quién ha dicho que uno puede mandar en el corazón?
Mía sintió una mano cálida sobre su espalda y levantó los ojos cristalizados.
—¿Mi amor estás bien? —le preguntó Malena escrutando su mirada—. ¿No te gusta el vestido? ¿Pasa algo?
Mía negó con vehemencia y se cubrió el rostro con las manos.
—No… no, mamá, no es eso, es solo que no he comido nada hoy y… creo…
Malena tiró con suavidad de una de sus manos y la hizo sentarse en uno de los sofás del probador.
—Hija, no sé qué está pasando por tu cabeza ahora mismo, pero definitivamente esa no es la expresión que debería tener una novia… o al menos no una novia feliz —aclaró su madre y Mía no supo qué responderle.
Con cuarenta y seis años y un cuerpo de infarto que había heredado íntegramente a su hermana Alexia, Malena Hitchcock no solo conservaba eso de su vida como exmilitar y exbailarina; además poseía un instinto aguzado y una inteligencia emocional muy sensible… o al menos lo suficiente como para contener a su marido y a su hija menor.
—Escucha, no te voy a mentir, me agrada Giordano, es un buen chico, pero cielo yo no soy quien se casará con él. Yo elegí, elegí al hombre que amaba y que amo y no cambiaría eso por nada —sonrió con picardía—. Y a pesar de los nervios estuve dando saltos de alegría desde dos meses antes de mi boda, así que me doy cuenta perfectamente de que tú no los estás dando.
Malena la miró con esa preocupación investida de ternura que toda madre posee en alto grado. Pasó un brazo sobre sus hombros y la estrechó con amor.
—Mamá, tengo… dudas —admitió Mía—. Creo que esa es la palabra, tengo dudas.
—Entonces tómate un respiro de todo esto —le propuso Malena—. Todavía faltan tres semanas para la boda y en esta familia se sobran las mujeres para organizarlo todo. Vete, hija, saca todo esto de tu mente y trata de ver las cosas desde una perspectiva diferente.
Mía asintió.
—Está bien, veré si Galiana quiere…
—No, no te lleves a Galiana, ni a Alexia, ni a nadie —la interrumpió su madre—. Aquí ya tienes gente que creen saber lo que es mejor para ti, y a veces, hija, los consejos de las personas que amamos no son tan buenos como creemos. Vete sola, piensa sola, y asegúrate de regresar con la respuesta correcta «para ti», ¿de acuerdo?
—De acuerdo, mamá.
Malena le dio un beso en la frente y salió para que su hija pudiera cambiarse; y Mía se quedó sentada en aquel sofá, sin saber cómo hacer el siguiente movimiento.
Tomar distancia.
Ver las cosas desde una perspectiva diferente.
Irse sola.
Regresar con una respuesta…
¡Pero ella no tenía preguntas! ¡El único signo de interrogación abierto en su vida seguía siendo él!
¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Buscarlo? ¿Para qué? ¿Para cerrar un ciclo que realmente ni siquiera había comenzado?...
Sintió de nuevo aquella opresión sobre su pecho, y aquel vacío terrible en su estómago. Estaba a punto de dar uno de los pasos más importantes de su vida y él estaba en medio, o al menos su recuerdo lo estaba, y Giordi no se merecía eso.
Juntó las manos sobre el regazo, respiró hondo y tomó una decisión que era aún más vital que casarse: Si enfrentar a Leo sería lo único que la dejaría caminar en paz hacia el altar, ¡entonces eso era exactamente lo que haría!
Leo apuró el trago, mirando al otro lado de la sala, y se juró que cuando terminara con todo aquello se iba a tomar unas largas y merecidas vacaciones, de ser posible en un lugar en medio del desierto donde su celular no tuviera señal; quizás así realmente descansaría.Aquella Gala Benéfica tenía de todo menos de benéfica. Era solo una excusa para que aquella banda de pirañas financieras se reuniera, o bien para cazar a su próxima víctima, o bien para alardear de sus futuras estafas. Conseguir la invitación había corrido por parte de Guido Ferrada, su socio y mejor amigo desde hacía unos años.Guido era su voz en las sombras, y Leo lo prefería de esa manera, porque juntos formaban una defensa que hasta ese momento ningún cretino de aquellos había logrado atravesar.En el par de horas que llevaba allí, hab&iacut
No lo vio. Estaba tan obcecado por la idea de Mía casándose con otro que sencillamente no vio al animalito hasta que ya era demasiado tarde, al menos para él. El coche derrapó sobre las llantas delanteras y Leo dio al volante un giro brusco hacia la derecha que estampó toda la parte trasera del auto contra un árbol que estaba demasiado cerca de la carretera.Sintió el tirón del cinturón de seguridad y el golpe de la bolsa de aire sobre su rostro. Solo agradeció mentalmente haber dejado a Guido en su departamento hacía media hora, luego todo fue oscuridad.La conciencia llegó luego, aunque no supo exactamente cuándo. Esperaba escuchar la sirena de alguna ambulancia, los gritos de los paramédicos o al menos el sonido persistente de la máquina de signos vitales; pero en lugar de eso las drogas, su cerebro embotado o quizás la ansiedad que lo corro&
Guido metió las manos en los bolsillos mientras caminaba por el largo pasillo que conectaba el astillero principal con las oficinas. Sentía cierta tranquilidad porque Leo estuviera en Lago Escondido, llevaba meses trabajando sin descansar y era obvio que el asunto de Mía lo había trastornado demasiado.Leo acostumbraba a ser un mujeriego sincero, de los que les decía de frente a las mujeres que solo las quería para una noche, y Guido no entendía cómo aun así se iban con él. Lo había conocido pocos meses después de entrar en la universidad de Oxford. Cada uno era más huraño que el otro y eso había acabado por convertirlos en los mejores amigos.Guido había perdido a su familia en un accidente hacía un par de años, pero vivía cómodamente de un fideicomiso que sus padres habían dejado, y bajo la tutela de una abuela que lo ador
Leo se envolvió en una manta, evitándose la molestia de ponerse una playera o un abrigo. El dolor había disminuido un poco en las últimas cuarenta y ocho horas, pero no sentía una necesidad especial de arreglarse o, en el más simple de los casos, ponerse ropa. Un bóxer, una manta y la calefacción de la casa eran más que suficientes para soportar el invierno en aquel lugar.Se sentó en la terraza y miró al cielo a través de la estructura de vidrio y acero. Estaba oscuro a pesar de que todavía era media tarde. La tormenta había llegado más rápido de lo que se esperaba, y lo copos de nieve formaban remolinos sobre el techo, moviéndose con una ventisca bastante severa.Leo acomodó el brazo izquierdo en forma de ele (L) contra su torso, evitando moverse todo lo posible, y alargó el otro para tomar la botella de… no estaba
CAPÍTULO 6. ¡VETE!Ocho años. Habían pasado ocho años desde que Mía había tenido a Leo tan cerca, pero seguía estremeciéndose con tu tacto, tanto como la primera vez. Sintió aquellos antebrazos fuertes ceñirse tras su espalda y se le fue un suspiro que no tenía nada de tristeza y sí mucho de añoranza.Leo cerró los ojos, porque si aquel no era un sueño, entonces el mismo infierno había decidido llegar hasta él. El aliento de Mía era caliente y suave, y podía sentirlo contra su oído como una maldita invitación. Sintió todo su cuerpo despertar en una sola sacudida, cada terminación nerviosa de su piel existía únicamente para sentirla a ella…Nunca en ocho años había compartido con una mujer un momento tan íntimo como aquel minuto que le tom&oacu
—¡Maldición! —gritó Leo, arrastrándola dentro de la casa mientras hacía caso omiso al dolor que le atravesaba el pecho.Cerró la puerta tras él de una patada y puso a Mía suavemente en el suelo.—¡Mierda! ¡Mierda! —sentía el corazón en la garganta, las manos temblorosas y no de frío precisamente y la cabeza completamente nublada por el miedo. Mía estaba cada vez más pálida si eso era posible—. ¡Mía!... —la llamó con urgencia, sacudiéndola—. ¡Mía!La vio abrir los ojos despacio y gruñirle una respuesta ininteligible y llena de insultos. Respiró con alivio durante un segundo antes de ponerse histérico.—¡¿Cómo se te ocurrió hacer eso?! —la regañó a gritos.Se echó atr&a
—¡Siempre! —intentó reírse Mía mientras respondía con una broma a aquel: «Estás ardiendo».—No seas infantil. Estoy hablando en serio —la apremió Leo, separándose un poco de ella—. Tienes fiebre. ¿No te sientes mal?Mía apartó sus manos y dejó de sonreír.—Estoy bien, no te preocupes.Dio un par de pasos atrás y Leo negó con la cabeza.—No me llamo Ángelo Di Sávallo —rezongó. Estaba muy consciente de que Mía tenía aquella costumbre de no quejarse porque su padre era de corazón suave, y si la veía solamente estornudar ya se ponía al borde del colapso—. Sé muy bien cuándo no estás bien.—Tienes razón, eres Leo Di Sávallo —contestó ella con un tono tan tri
Los antebrazos de Leo rodeaban su abdomen, sosteniéndola, y Mía dejó caer atrás la cabeza con un gesto de dolor.—¿Qué me hiciste? —reclamó.—Yo nada, pero el choque te lastimó —murmuró él, apoyando la mejilla contra su cabello con preocupación.—¡Pero no me había sentido nada!—Es el golpe de adrenalina, yo estoy igual —confesó y Mía arrugó el entrecejo, recordando vagamente que había visto una mancha oscura, enorme, en el costado de Leo.—Tú también estás lastimado… —dijo intentando darse la vuelta pero él no se lo permitió.—Vamos a dejar así las cosas. Es mejor que descanses. ¿De acuerdo?No, no estaba de acuerdo, pero Mía no se sentía con fuerzas para protestar. Quizás fuera cier