CAPÍTULO 2. ¡MÍA!

Leo apuró el trago, mirando al otro lado de la sala, y se juró que cuando terminara con todo aquello se iba a tomar unas largas y merecidas vacaciones, de ser posible en un lugar en medio del desierto donde su celular no tuviera señal; quizás así realmente descansaría.

Aquella Gala Benéfica tenía de todo menos de benéfica. Era solo una excusa para que aquella banda de pirañas financieras se reuniera, o bien para cazar a su próxima víctima, o bien para alardear de sus futuras estafas. Conseguir la invitación había corrido por parte de Guido Ferrada, su socio y mejor amigo desde hacía unos años.

Guido era su voz en las sombras, y Leo lo prefería de esa manera, porque juntos formaban una defensa que hasta ese momento ningún cretino de aquellos había logrado atravesar.

En el par de horas que llevaba allí, había logrado dividirlos en dos categorías. Estaban los que acechaban a pequeñas empresas, haciéndolos dar un traspié tas otro hasta que las llevaban a la bancarrota, las compraban por una minucia y luego las vendían por partes. Y estaban los que fingían una buena inversión de capital para lograr lo mismo de grandes corporaciones, presentaban buenas ideas y luego desaparecían con el dinero sin dejar rastro.

Precisamente en uno de esos últimos tenía Leo puesto el ojo. Hacía semanas que investigaba a aquel tipo, Axel Lambert, un francés que tenía la boca más grande que la cartera, y se la llenaba últimamente contando entre sus colegas el supuesto plan que lo haría millonario. El problema era a costa de quién.

—¡Señor Lambert! —Leo caminó hasta él y lo saludó con efusión, como si hubiera sido su mejor amigo—. ¡Qué gusto me da conocerlo por fin! Creo que un amigo común le habló de mí.

El hombre, un poco descolocado, siguió su dedo que señalaba al otro lado de la sala, hacia Guido, y luego le respondió con una sonrisa maliciosa.

—Por supuesto, y debo decir que quedé impresionado con sus credenciales, sin embargo, no quiso decirme su nombre.

—Mi nombre es lo de menos —aseguró Leo restándole importancia—. Recuerde que en estos… «negocios» la confidencialidad lo es todo. ¿Le parece si nos sentamos a conversar?

El hombre, de unos cincuenta años, alto y desgarbado, asintió sin demasiadas ceremonias. Caminaron hasta una de las mesas más apartadas y Leo pidió un par de tragos a un camarero en cuanto se sentaron.

—Me dijo mi contacto que tiene algo muy grande entre manos, pero necesita cierto respaldo, tanto en nombre como en capital.

El hombre asintió y Leo se echó hacia atrás en su silla, dándole espacio para continuar.

—Así es, justamente así. Verá, es que no pienso sacarle el jugo a cualquier empresita de mierda, estamos hablando aquí de ligas mayores, estamos hablando del Imperio Di Sávallo.

Leo apretó los dientes, forzando una sonrisa que no le llegó a los ojos.

—¿Y cómo piensa hacerlo?

El tipo pareció dudarlo por un segundo, pero la expresión del hombre al otro lado de la mesa no varió ni por un milímetro.

—Bueno, yo tengo una empresa bastante respetable, tengo negocios en diez países y no soy cualquier pelele con una propuesta descabellada —comenzó a explicar—. Presenté una propuesta de inversión fuerte a corto plazo, al Departamento de Adquisiciones del Imperio. La… transacción es simple.

Leo trató de no reírse ante aquel intento de Lambert de no llamar a las cosas por su nombre. No era una transacción, era una estafa en toda regla.

—Ilumíneme —dijo sin más.

—Bueno, la propuesta de inversión requerirá un capital inicial de parte de las dos empresas —explicó Lambert—, obviamente el mayor porcentaje lo pondría el Imperio. Cuando aprueben la propuesta de inversión y el dinero sea descargado en la cuenta conjunta, «construiremos» una bancarrota en pap…

—Esa es mucha seguridad de su parte —lo interrumpió Leo, que no necesitaba escuchar el resto del plan, ya sabía muy bien cómo funcionaban esos estafadores.

—¿Disculpe?

—¿Qué lo hace estar tan seguro de que aprobarán esa propuesta de inversión?

Lambert sonrió con malicia.

—Porque tengo un hombre dentro.

—Nombre —pidió Leo sacando su celular y suspirando con aburrimiento.

El tipo lo miró con desconfianza y negó con la cabeza.

—Yo no puedo decirle…

—Dejemos algo claro, señor Lambert —sentenció Leo subiendo unos ojos fríos como dos témpanos—. Estoy aquí porque usted quiere hacer una estafa millonaria a una de las transnacionales más grandes del mundo; no lo llaman Imperio por mero impulso poético ¿verdad? Eso quiere decir que, de cualquier propuesta que usted haga, tiene que hacer una aportación mínima del veinticinco por ciento, y ni todas sus sucursales en sus diez países servirían para respaldar esa cifra. ¿O me equivoco?

Lambert se revolvió incómodo en su asiento y gruñó una respuesta que a Leo le importó muy poco.

—Como obviamente no me equivoco, y como será mi capital el que respalde esa propuesta, mis condiciones son simples —Leo levantó un par de dedos—: Uno, mi ganancia será del cincuenta por ciento, y dos, tengo que saber hasta de qué color defeca la gente con la que me va usted a relacionar tan oportunamente. ¿Quedó claro?

Lo vio asentir con una mueca de disgusto. Al parecer ese era su superpoder: poner incómodas a las personas.

—Nombre —repitió.

—Allan Murphy, Director Comercial del Imperio para la sección de América.  

Leo tecleó en silencio y preguntó sin levantar la vista:

—¿Quién más?

Vio a Lambert negar con la cabeza y sus ojos se dirigieron al otro lado del salón, para asegurarse de que Guido hubiera recibido el mensaje que acababa de mandarle. Su amigo miró su celular e hizo un gesto de comprensión antes de comenzar a hacer todas las llamadas que ya tenía previstas.

—¡Es gracioso! —dijo Leo esbozando una sonrisa sincera—. No creí que a los gerentes comerciales del Imperio les pagaran tan mal.

—Y no les pagan mal —replicó Lambert—. Murphy es un condenado ricachón, pero ya sabes, en esta vida no está de más… querer más.

Se le salió una carcajada nerviosa que hizo al hombre frente a él ladear la cabeza casi con un gesto de hastío.

—¿De verdad crees que los Di Sávallo son tan estúpidos como para dejarse robar de una forma tan burda? —preguntó Leo con sorna.

—Bueno, supongo que los hermanos Di Sávallo se están poniendo viejos —escupió Lambert con un veneno que a Leo no le pasó desapercibido—, y al parecer a los herederos del Imperio no les importa demasiado.

Leo sonrió sin poder evitarlo, mientras veía a Guido atravesar el salón con una carpeta de cuero en las manos. Llegó a la mesa y se la entregó a Leo, que hojeó por algunos segundos el contenido y luego puso la carpeta abierta sobre la mesa.

—Muy bien, Lambert, le voy a contar cómo están las cosas —declaró sacando el primer documento y poniéndolo frente a él—. Esta es la declaración de venta del ochenta y tres por ciento de las acciones de tu empresita de mierda.

Lambert abrió los ojos como platos y su mandíbula parecía a punto de desencajarse.

—Tus accionistas acaban de venderme, todos —continuó Leo—. Como socio mayoritario… vamos, como tu único socio, te destituyo de la junta directiva. Oficialmente estás en bancarrota. En los próximos días el banco embargará tu casa, tus oficinas y hasta el último alfiler del que seas dueño. —Su voz sonaba tan calmada como si estuviera hablando del clima

—¿¡Pero, qué diablos es esto!? —gritó Lambert, levantándose y golpeando la mesa, haciendo que todos en la sala se giraran para verlos.

Leo guardó los documentos y luego lo miró como si fuera un insecto.

—Tu empresa será desmembrada y vendida a otras corporaciones por las migajas que vale, y tu nombre será puesto en la lista de criminales de cuello blanco, gracias a una amiga muy querida que tengo en la interpol —sentenció—. Si vuelves a acercarte a medio metro de una banca financiera, serás arrestado por fraude. Verás… a los herederos sí que nos importa.

Vio cómo Lambert perdía el color y se sostenía de una silla para no caerse. Su expresión variaba entre la rabia, la incomprensión y el terror más absoluto.

—¿Quién… quién carajo eres tú? —gritó fuera de sí, mientras dos elementos de seguridad se colocaban frente a él para contenerlo.

—Leo. Soy Leo Di Sávallo —dijo poniéndose de pie y abotonándose el saco con parsimonia.

—Yo… ¡yo te conozco! —vociferó Lambert, señalándolo con un dedo tembloroso de ira—. ¡Tú eres el desterrado…! ¡No perteneces a esa familia…! ¡Tú…!

Leo apretó los dientes y los músculos de la perfecta mandíbula cuadrada se delinearon, demostrando cuán grande era su enfado.

—Los motivos que me llevan a estar lejos de mi familia no son tu problema —siseó con la más críptica de las sonrisas—. Pero espero que les quede claro, a ti y a cada imbécil que crea que puede estafar al Imperio, que el perdón no está en la naturaleza de los hombres Di Sávallo.

Le dio la espalda y salió de allí, dejando a Lambert desquiciado, debatiéndose entre los dos «gorilas» y profiriendo toda clases de amenazas contra su empresa, contra el Imperio, incluso contra su vida; pero Leo ya estaba acostumbrado a gusanos como ese, y ninguno de esos ataques hacían mella en su ánimo.

Esperó pacientemente a que Guido se subiera al auto junto a él, y chocaron los puños como si fueran un par de adolescentes.

—¡Eso estuvo bestial, hermano! —exclamó Guido sacándole una sonrisa—. ¡Casi me muero de la risa cuando le dijiste quién eras!

—¡Parecía que le iba a dar un infarto al hijo de puta! —rio Leo, poniendo el coche en marcha. Ya pasaban de las doce de la noche, pero tenía la adrenalina a tope.

—Creo que no se esperaba que pudieras ser un Di Sávallo —murmuró su amigo—. Ya sabes… no tienes el tipo para nada.

Leo le pegó un codazo mientras se metían en el poco tráfico de la madrugada. Era algo a lo que estaba acostumbrado, él era la única excepción a los genes dominantes de los Di Sávallo. Había heredado el tono dorado de la piel y las facciones griegas de su madre. Desde sus ojos oscuros, el cabello negro, y los rasgos… todo en él gritaba «griego», igual que en Gaia.

—Ya sabes que mi madre dominó a mi padre en todo —se carcajeó—, ¡hasta en la genética!

Rieron y suspiraron con alivio, como hacían siempre después de una victoria.

—De cualquier forma, el asunto quedó arreglado, al menos en lo que se refiere a ese infeliz de Lambert—gruñó Guido—. ¿Qué quieres hacer con el resto de la información?

Al final esa información, el nombre de quien pretendía estafar a su familia desde el mismo corazón del Imperio, era por lo que habían asistido esa noche a la Gala.

—Envíasela a mi tío Ángelo, él es quien dirige ahora el Departamento de Adquisiciones del Imperio, sabrá qué hacer con el desgraciado de Murphy —declaró Leo.

—¿Y si mejor se la pasamos a tu tío Ian? —preguntó Guido con el gesto preocupado—. Ángelo debe estar ahora volviéndose loco con la boda de tu prima.

El coche patinó sobre el asfalto mientras el pie de Leo se encajaba en el freno profundamente, haciendo que saliera humo por el roce de las llantas contra el pavimento. Cuando por fin se detuvieron a un lado de la carretera, Guido aguantaba la respiración y se sostenía del asiento con el rostro desencajado.

—¿Cuá…? ¿Quié…? —Leo ni siquiera era capaz de articular una pregunta.

Tenía las manos cerradas como garras sobre el volante, el ceño fruncido, la boca convertida en una línea recta y fina, y los ojos perdidos en algún punto sobre la carretera.

—Pensé que lo sabías, ha estado saliendo en las noticias sociales —murmuró Guido por lo bajo—. ¿No te mandaron la invitación a la boda o…?

—Guido ¡¿quién se casa?! —bramó con el pecho apretado—. ¿¡Quién se casa!?

—¡Mía! ¡Mía se casa! —fue la respuesta.

Y cuando Leo le metió el pie a fondo al acelerador, Guido supo que las cosas iban a salir jodidamente mal.

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