Guido metió las manos en los bolsillos mientras caminaba por el largo pasillo que conectaba el astillero principal con las oficinas. Sentía cierta tranquilidad porque Leo estuviera en Lago Escondido, llevaba meses trabajando sin descansar y era obvio que el asunto de Mía lo había trastornado demasiado.
Leo acostumbraba a ser un mujeriego sincero, de los que les decía de frente a las mujeres que solo las quería para una noche, y Guido no entendía cómo aun así se iban con él. Lo había conocido pocos meses después de entrar en la universidad de Oxford. Cada uno era más huraño que el otro y eso había acabado por convertirlos en los mejores amigos.
Guido había perdido a su familia en un accidente hacía un par de años, pero vivía cómodamente de un fideicomiso que sus padres habían dejado, y bajo la tutela de una abuela que lo adoraba. La señora Mariana no había vivido muchos años, pero sí los suficientes como para conocer a Leo y quererlo como a un nieto más. Y Leo había tratado de suplir con aquella diminuta familia a la que había perdido.
A pocos meses de terminar la universidad se habían quedado solos, ninguno tenía más familia que el otro y se habían convertido en hermanos. La naviera ya estaba perfectamente constituida cuando decidieron meter las manos de lleno en ella, pero juntos la habían hecho crecer de una forma maravillosa. Leo le había ofrecido una sociedad sustancial y se habían demostrado su lealtad tantas veces que no podía contarlas.
Por eso, más que por cualquier cosa relacionada con el trabajo o con la empresa, era que Guido quería verlo bien. Leo necesitaba espacio y para eso nada funcionaba mejor que la cabaña de Lago Escondido. Había sido una de las pocas compras emocionales que habían hecho juntos, una temporada de esquí en Argentina, aquel paisaje, el clima y sobre todo, la soledad. Guido le había leído las emociones disimuladas en el rostro de su mejor amigo y había firmado los documentos de compra sin pensarlo dos veces.
La cabaña no era muy grande, pero con el tiempo la habían modernizado a su antojo. Tenía un jardín interno; una piscina climatizada, y una terraza cerrada totalmente con fibra de vidrio transparente. El lago era precioso pero demasiado frío para bañarse en cualquier época del año, y según Leo, él podía vivir sin cualquier cosa, menos sin una piscina. ¡Sabía Dios por qué!
Aparte de eso, la cabaña tenía dos habitaciones espaciosas, un estudio, una sala de televisión y de juego, una cocina-comedor demasiado grande y un salón común con la mejor chimenea de la historia. Guido había mandado a llenar la despensa y las neveras, los depósitos de gas para la calefacción y la leña para la chimenea. Los caminos estaban despejados, al menos por el momento, y al vehículo de la casa le habían puesto llantas de nieve y cadenas antideslizantes.
El teléfono de emergencia de la cabaña estaba activado, y en general Leo debía estar bastante bien por su cuenta durante el par de semanas que Guido tardaría en visitarlo. Y sabía perfectamente cómo se lo iba a encontrar…
Pasó frente al escritorio de Margaret y fijó la vista en sus zapatos para no tener que hablar con ella. No sabía por qué, porque aparentemente era una muchacha buena, un poco tonta pero buena… pero Margaret le daba mala espina. Algo en ella hacía que se le erizaran los vellos de la nuca, y Guido tenía la costumbre de obedecer a sus primeros instintos siempre.
—¡Señor Ferrada…! ¡Señor Ferrada! —lo llamó con urgencia, levantándose de su escritorio con una carpeta de papeles en las manos, y caminando tras él todo lo rápido que podía usando aquellos zancos que llevaba siempre—. ¡Señor Ferrada, espere…! Disculpe… necesito preguntarle… hay alguien aquí pidiendo por el señor Di Sávallo.
Aquellas últimas palabras salieron de su boca en un tono tan negativo que Guido se detuvo en ese instante y se dio la vuelta.
—¿Quién vino preguntando por Leo, Margaret? —la interrogó con severidad.
—Una señorita muy… distinguida —fue la respuesta y Guido pudo notar los celos bullendo en la chica. Estaba a punto de echarse a reír, pero se dio cuenta de que había hablado en presente.
—¿Cómo que «hay alguien»?... ¿No se ha ido? —Ya se imaginaba lo peor y resultó serlo—. ¿Y dónde exactamente está ese alguien, Margaret?
—Bueno… ella dijo que iba a esperarlo… y yo… ¡ella se metió sola!...
Guido la dejó parada en su sitio mientras caminada con urgencia hacia el despacho de Leo imaginándose la clase de escena que iba a encontrar. Alguna de las mujeres con quienes tenía sus acuerdos o sus enredos de una noche, al parecer no habían entendido el mensaje.
Desde adentro, Mía pudo escuchar las voces cada vez más cercanas y enojadas.
—¡¿Cómo se te ocurrió dejarla pasar?! ¡Y menos al despacho de Leo!
—Bueno señor Ferrada… yo solo soy una asistente ejecutiva… —«Bonito nombre para “secretaria”», pensó Mía—. ¡A mí no me pagan por la seguridad!
—¡Y si sigues así no se te va a pagar absolutamente por nada! ¿Al menos tienes el nombre de la persona?
—No, señor. —¡Uyyyyyy! Aquel sí que era un tono descarado para contestarle a su jefe.
—¡Dime por lo menos que no le dijiste a dónde fue Leo! —escuchó la voz del hombre.
—¡Por supuesto que no, no le daría la ubicación del señor Di Sávallo a una c…! —la voz se interrumpió y cuando volvió a escucharse, parecía haber recuperado la compostura—. Yo no le daría la ubicación del señor Di Sávallo a cualquiera. De hecho, quería entregarle el itinerario de vuelo y las facturas que llegaron por todos los pedidos de su viaje. Las tiene que firmar.
Mía escuchó un sonido sordo y se imaginó que aquella «asistente ejecutiva» le había lanzado la carpeta al pecho a su jefe. Un par de segundos después la puerta se abrió, dando paso a un hombre de cabello muy claro, alto y levemente musculoso. Traía el semblante surcado por el disgusto, pero se le transformó en el mismo momento en que la vio.
Mía, de pie junto a uno de los ventanales de la oficina, caminó hacia él despacio y le tendió una mano.
—Buenos días, Mía Di Sávallo, mucho gusto.
El hombre se le quedó viendo, anonadado, por un par de segundos, y luego reaccionó como si le hubieran dado una cachetada imaginaría. Dejó la carpeta sobre la mesa y estrechó la mano que ella le ofrecía.
—Señorita Di Sávallo, qué placer. Guido Ferrada, para servirle. —Sintió el apretón seguro de la mano de la muchacha y se dijo que, si la hubiera visto en la calle, sin saber quién era, se habría dado el lujo de enamorarse de ella al instante.
Mía Di Sávallo era una muchacha pequeña y menuda, con una sonrisa dulce y una mirada absurdamente límpida. ¿Cómo era posible que unos ojos reflejaran tanta inocencia? Llevaba un outfit semiformal, un pantalón ajustado a la cintura, una blusa suelta y tacones de aguja, y aun así su aspecto no se parecía en nada al de la mujer afuera de la oficina. Y en ese momento entendió perfectamente a Leo, era imposible no caer rendido a los pies de aquella mujer.
—Me alegro mucho de conocerlo, señor Ferrada, y de verdad lamento interrumpirlo, pero estoy buscando a Leo —dijo sin titubear y a Guido se le subió el corazón a la garganta. ¿Exactamente cómo le iba a decir que lo había mandado a una cabaña al otro lado del mundo precisamente para que se mantuviera alejado de ella?
No podía decirle que conocía la historia… si era que se le podía llamar historia a lo que había pasado entre ella y Leo.
—Este… —murmuró con nerviosismo buscando las palabras correctas—. Lo lamento pero Leo está de viaje… no se encuentra aquí.
La vio perder la sonrisa poco a poco y asentir con un gesto que podía romperle el corazón incluso a él que no la conocía.
—Entiendo… señor Ferrada, ¿usted es cercano a Leo? —preguntó ella.
—Sí, señorita, es mi mejor amigo.
—Por favor, llámeme Mía —pidió.
—Mía… por supuesto…
—Señor Ferrada, si usted de verdad es cercano a mi primo, sabrá que sus relaciones con nuestra familia son distantes, por decirlo de una forma bonita. Sin embargo, mi boda está cerca y es el acontecimiento más importante que hemos tenido desde que él se fue… Necesito encontrarlo.
Guido suspiró y juntó las manos, reuniendo toda la desvergüenza que poseía para mirarla a los ojos y mentirle.
—Créame que la entiendo, Mía, y le juro que no se lo estoy negando, pero realmente Leo está de viaje, se fue ayer en la tarde en el avión de la compañía, y me temo que va a demorar en regresar.
Mía hizo un mohín y se mordió el labio inferior. El hombre frente a ella parecía bueno y era evidente que quería mucho a Leo, pero no era la mansa paloma que estaba intentando aparentar ser.
—¿Podría darme al menos su contacto o decirme dónde está? —suplicó con unos ojos más redondos y tiernos que los del gato de Shreck.
—Lo lamento tanto, pero Leo no me dijo a dónde iba. Usted debe conocerlo, él es así —Guido se encogió de hombros—, un día decide que se va y no le avisa a nadie. Ni da razones de su paradero.
«¡Lo lamentaban sus pantuflas de conejo!». Hacía menos de diez minutos había escuchado a la señorita asistente ejecutiva decirle que le entregaba el itinerario de vuelo del avión. Negó lentamente, viendo la carpeta sobre el escritorio por el rabillo del ojo, y decidió que ella no era hija de Malena Hitchcok por gusto.
Enterró el rostro entre las manos y sus hombros se sacudieron.
—¡No puedo creer que Leo no vaya a estar en mi boda!
En menos de tres segundos obtenía la reacción que esperaba.
—¡Pero no se ponga así!... Escuche… mire… —Ningún hombre era bueno para consolar a una mujer y Guido Ferrada no era la excepción—. Por favor, Mía no llore…
—¡Es tan injusto! ¡Solo quería verlo! —murmuró con voz entrecortada.
—¡Lo siento tanto, Mía! —Algo sí tenía que reconocerle, su lealtad para con Leo era incuestionable—. ¿Qué puedo hacer por usted…?
Mía negó con vehemencia.
—Nada, sé que usted no puede hacer nada, señor Ferrada…
—¿Quiere un vaso de agua? —ofreció Guido.
—Con hielo, por favor —pidió.
A Mía le bastaron los veinte segundos en los que Guido caminaba hacia la puerta, sacaba medio cuerpo y le pedía un vaso de agua helada a la dichosa asistente ejecutiva, para abrir aquella carpeta y sacar los primeros papeles que vio con el logo de un avión y con la leyenda de Factura de Pago.
Dobló las hojas y las metió en la cinturilla de su pantalón antes de que Guido se diera la vuelta. Esperó su vaso de agua con impaciencia y se despidió con una tristeza que se cambió en absoluta resolución cuando abandonó aquella oficina.
Pasó junto a la secretaria sin siquiera mirarla, y cuando las puertas del ascensor se cerraron, sacó los papeles y los leyó. Muy lejos había ido a dar Leo, pero ninguna parte del planeta sería lo suficiente lejos.
Marcó un número y se llevó el teléfono a la oreja. Escuchó dos tonos y una voz risueña del otro lado.
—¿Mía? ¿Cómo estás, muñequita? ¿Pasa algo?
—¡Stefano! ¡Tengo una emergencia por la boda y necesito viajar con urgencia! —dijo con su voz más tierna—. ¿Puedes mandarme el Jet del Imperio, porfis pliiiisssss?
La respuesta no podía ser más que positiva, y para cuando el ascensor dejó a Mía Di Sávallo en el primer piso, ya tenía hasta hora de vuelo programada.
Leo se envolvió en una manta, evitándose la molestia de ponerse una playera o un abrigo. El dolor había disminuido un poco en las últimas cuarenta y ocho horas, pero no sentía una necesidad especial de arreglarse o, en el más simple de los casos, ponerse ropa. Un bóxer, una manta y la calefacción de la casa eran más que suficientes para soportar el invierno en aquel lugar.Se sentó en la terraza y miró al cielo a través de la estructura de vidrio y acero. Estaba oscuro a pesar de que todavía era media tarde. La tormenta había llegado más rápido de lo que se esperaba, y lo copos de nieve formaban remolinos sobre el techo, moviéndose con una ventisca bastante severa.Leo acomodó el brazo izquierdo en forma de ele (L) contra su torso, evitando moverse todo lo posible, y alargó el otro para tomar la botella de… no estaba
CAPÍTULO 6. ¡VETE!Ocho años. Habían pasado ocho años desde que Mía había tenido a Leo tan cerca, pero seguía estremeciéndose con tu tacto, tanto como la primera vez. Sintió aquellos antebrazos fuertes ceñirse tras su espalda y se le fue un suspiro que no tenía nada de tristeza y sí mucho de añoranza.Leo cerró los ojos, porque si aquel no era un sueño, entonces el mismo infierno había decidido llegar hasta él. El aliento de Mía era caliente y suave, y podía sentirlo contra su oído como una maldita invitación. Sintió todo su cuerpo despertar en una sola sacudida, cada terminación nerviosa de su piel existía únicamente para sentirla a ella…Nunca en ocho años había compartido con una mujer un momento tan íntimo como aquel minuto que le tom&oacu
—¡Maldición! —gritó Leo, arrastrándola dentro de la casa mientras hacía caso omiso al dolor que le atravesaba el pecho.Cerró la puerta tras él de una patada y puso a Mía suavemente en el suelo.—¡Mierda! ¡Mierda! —sentía el corazón en la garganta, las manos temblorosas y no de frío precisamente y la cabeza completamente nublada por el miedo. Mía estaba cada vez más pálida si eso era posible—. ¡Mía!... —la llamó con urgencia, sacudiéndola—. ¡Mía!La vio abrir los ojos despacio y gruñirle una respuesta ininteligible y llena de insultos. Respiró con alivio durante un segundo antes de ponerse histérico.—¡¿Cómo se te ocurrió hacer eso?! —la regañó a gritos.Se echó atr&a
—¡Siempre! —intentó reírse Mía mientras respondía con una broma a aquel: «Estás ardiendo».—No seas infantil. Estoy hablando en serio —la apremió Leo, separándose un poco de ella—. Tienes fiebre. ¿No te sientes mal?Mía apartó sus manos y dejó de sonreír.—Estoy bien, no te preocupes.Dio un par de pasos atrás y Leo negó con la cabeza.—No me llamo Ángelo Di Sávallo —rezongó. Estaba muy consciente de que Mía tenía aquella costumbre de no quejarse porque su padre era de corazón suave, y si la veía solamente estornudar ya se ponía al borde del colapso—. Sé muy bien cuándo no estás bien.—Tienes razón, eres Leo Di Sávallo —contestó ella con un tono tan tri
Los antebrazos de Leo rodeaban su abdomen, sosteniéndola, y Mía dejó caer atrás la cabeza con un gesto de dolor.—¿Qué me hiciste? —reclamó.—Yo nada, pero el choque te lastimó —murmuró él, apoyando la mejilla contra su cabello con preocupación.—¡Pero no me había sentido nada!—Es el golpe de adrenalina, yo estoy igual —confesó y Mía arrugó el entrecejo, recordando vagamente que había visto una mancha oscura, enorme, en el costado de Leo.—Tú también estás lastimado… —dijo intentando darse la vuelta pero él no se lo permitió.—Vamos a dejar así las cosas. Es mejor que descanses. ¿De acuerdo?No, no estaba de acuerdo, pero Mía no se sentía con fuerzas para protestar. Quizás fuera cier
Mía cerró los dedos con fuerza sobre el borde del lavabo y cerró los ojos, un poco porque estaba mareada, pero más que eso porque las manos de Leo se estaban deslizando abajo con suavidad, recorriendo sus piernas, bajando aquel pijama hasta sacárselo finalmente por los pies.Él se quedó allí un segundo, observando el suelo, con la mejilla a la altura de sus muslos, y se obligó a mirar hacia arriba y sonreír… pero lo que vio tenía la capacidad de borrarle la sonrisa en un segundo. Mía se había quitado el abrigo y solo tenía debajo una camiseta muy delgada.Nunca, desde que había nacido, Leo la había visto con menos ropa… a excepción de esa vez en la piscina… ¡y los dos sabían cómo había terminado aquello! Eso le dio valor para levantarse y abrir la ducha de un solo movimiento.Guio a M
Mía se dejó resbalar por la pared hasta quedar sentada en el suelo del baño. Se abrazó las piernas recogidas y puso la frente sobre las rodillas… y por primera vez en mucho tiempo se permitió llorar, llorar con toda la frustración que tenía. Por fin lo había dicho, y con cada palabra que salía de su boca, entendió que debía reconocerlo, tenía que aceptarlo de una vez por todas: estaba enamorada de Leo. Había sido su primer amor y sería el último.Ya no era el capricho de una adolescente.Estaba enamorada de Leo.No lo había olvidado.Estaba enamorada de Leo.Había tenido otros novios, había buscado en otros lo que jamás encontraría.Estaba enamorada de Leo.Se iba a casar para arrancárselo de alguna manera del alma, pero había acabado allí, con él.<
Leo abrió los ojos con la primera luz que entró a través de los cristales de la ventana. De cualquier forma no había logrado dormir mucho tirado en el sofá, pero en determinado punto no había sabido a dónde ir o qué hacer. El día anterior se sentía como un nido de avispas en su cabeza y lo único que quería era despertar a una realidad diferente, una donde él y Mía no llevaran el mismo apellido…Pero eso no era posible.Se incorporó con dificultad, tocándose las costillas con un gesto exploratorio. Toda la actividad del día anterior iba a empezar a pasarle factura pronto, lo mismo que a Mía. Aquel golpe que tenía no iba a permanecer calladito por demasiado tiempo.Se levantó, sosteniéndose de los brazos del sillón, y se fue a la otra habitación a ponerse decente. Agradeció que