Caterine se negó a permitir que aquel hombre arruinará su día, todavía convencida de que aquel día iba a ser perfecto. Recuperó su sonrisa, dejó el incidente en el pasado y salió de la cafetería.
La corte estaba a solo una cuadra de distancia, así que no le tomó demasiado tiempo llegar hasta allí. De pie, frente a las imponentes puertas del edificio, se tomó unos segundos para contemplar su nuevo lugar de trabajo.
Bajó la mirada para observar su atuendo y se alisó el vestido con las manos. Luego respiró profundo y, con un paso decidido, entró en el edificio. Una vez en el interior, su mirada recorrió el lugar por unos instantes antes de dirigirse al guardia de seguridad para pedir indicaciones
—Buenos días —lo saludó, con una sonrisa amable—. Soy Caterine Vitale, la nueva auxiliar administrativa. ¿Dónde puedo encontrar al secretario Bianchi?
—Señorita, buenos días —replicó el guardia—. El secretario me puso al tanto de que vendría. Solo tiene que continuar de frente, subir al tercer piso y de allí a la mano derecha hasta el fondo.
—Muchas gracias —contestó ella con una ligera inclinación de cabeza.
—Buena suerte.
Caterine agradeció el gesto con otra sonrisa, pero no pudo evitar quedarse pensando en sus palabras. Había algo en su voz cuando le deseó buena suerte, que parecía ir más allá de una simple cortesía. Era como si el guardia supiera algo que ella no.
—Son imaginaciones tuyas —murmuró para sí misma, sacudiendo la cabeza mientras subía los escalones, apresurada.
El tiempo estaba en su contra, y si había algo que Caterine detestaba, era llegar tarde y hacer esperar a los demás. Ser puntual era una de las lecciones que había aprendido de su padre y que trataba de cumplir a rajatabla.
Apenas cruzó la puerta del departamento donde trabajaría, Caterine notó que, aunque aún no había muchas personas, la actividad ya estaba en marcha. El sonido de teclados, voces y pasos rápidos llenaba el ambiente. Revisó su reloj otra vez, solo para estar segura de que llegaba temprano, y se relajó al ver que había llegado con cinco minutos de antelación.
Caterine avanzó con confianza por el lugar y al ver pasar a una mujer, la detuvo con un gesto educado. Tras una breve presentación, la mujer, que ahora sabía que se llamaba Rosa, se ofreció a llevarla a la oficina del secretario Bianchi.
Recorrieron el único pasillo y se detuvieron frente a una de las oficinas. La puerta estaba abierta, así que después de darle un par de golpes suaves a la misma, Rosa entró y Caterine la siguió.
—Señor, la señorita Vitale está aquí —anunció Rosa.
El hombre detrás del escritorio levantó la vista y la miró en silencio por un instante como si lo hubiera tomado por sorpresa, pero rápidamente una sonrisa educada apareció en su rostro. Caterine podía hacerse una idea de lo que había provocado su reacción.
A diferencia de todas las personas que había visto hasta el momento, Caterine no llevaba uno de esos trajes oscuros y lúgubres que parecían ser el uniforme no oficial del lugar. No tenía nada en contra de ellos, pero definitivamente no eran su estilo.
Había leído el reglamento de vestimenta antes de su primer día, y sabía que lo único requerido era mantener una apariencia formal. Así que, fiel a su esencia, optó por algo un poco más vivo.
—Señorita Vitale, buenos días —saludó el hombre, rodeando su escritorio. Él le extendió la mano sin dejar de hablar—. Soy el secretario judicial, Amadeo Bianchi.
Caterine dio un paso adelante y tomó su mano con firmeza.
—Es un gusto conocerlo, señor —respondió con una sonrisa profesional.
—Yo los dejo a solas. Tengo que llevar unos documentos —intervino Rosa.
—Por supuesto —asintió Amadeo, despidiéndola con un leve gesto.
—Gracias —dijo Caterine, dirigiendo una última mirada a Rosa.
—De nada —respondió esta antes de marcharse.
—Toma asiento, por favor —invitó Amadeo, antes de rodear su escritorio y sentarse en su silla. Él esperó a que ella también se sentara antes de continuar—. Tengo entendido que, aunque ya has trabajado en otros lugares anteriormente, es la primera vez que trabajas en una corte judicial.
—Así es, pero no tiene nada por lo que preocuparse. Le aseguró que no tendrá problemas con mi rendimiento —expresó sin dejar de mostrar una sonrisa confiada—. Como informé durante mi entrevista, me he preparado arduamente para poder asumir esta responsabilidad. Además, soy muy buena adaptándome a nuevos entornos.
Amadeo sonrió.
—Veo que también eres muy segura, eso te será muy útil. ¿Se te explicó cuáles serán tus funciones?
—Recibí una introducción breve por el área de recursos humanos.
—Perfecto. Como puedes ver, tenemos mucho entre manos —comentó Amadeo, haciendo un gesto hacia las carpetas apiladas sobre su escritorio.
Caterine había notado la cantidad abrumadora de documentos apenas entró.
—Actualmente, solo contamos con una auxiliar, Rosa. Dada la cantidad de casos que manejamos cada mes, nuestra área siempre ha necesitado dos auxiliares administrativas, además del personal que compartimos con el resto de los despachos —explicó Amadeo, con tono serio. Luego soltó un suspiro antes de continuar—. Desde que la última compañera de Rosa renunció, ella ha tenido una sobrecarga de trabajo tremenda. Es por eso que alguien más en el equipo es tan importante. Sin embargo, me siento obligado a advertirte de antemano que el juez Fioravanti no es una persona fácil con la que trabajar. Espero que no decida echarse para atrás después de conocerlo. De verdad la necesitamos.
—No se preocupe, no lo haré. Siempre me han gustado los desafíos.
El secretario asintió y le dio una leve sonrisa, luciendo algo aliviado.
—Entonces, ¿qué le parece si le presentó al juez? —propuso Amadeo con una leve sonrisa.
—Perfecto. ¿Debería llevar algo conmigo? ¿Ajo? ¿Un crucifijo? —bromeó Caterine.
Amadeo soltó una carcajada, rompiendo por un momento la formalidad del ambiente.
Caterine siguió a Amadeo a través del corredor. Mientras caminaban, deseaba haber investigado más al juez Fioravanti, al menos para tener una idea de cómo era. Tener una idea previa de cómo era podría haber calmado un poco la inquietud que empezaba a sentir.
Se lo imaginó como un hombre canoso, el ceño fruncido y una mueca permanente de disgusto en los labios.
Bueno, pronto iba a descubrir si sus suposiciones eran ciertas.
Finalmente, se detuvieron frente a una amplia puerta de madera. Amadeo llamó a la puerta antes de abrirla y entrar.
—Señor, nuestra nueva auxiliar administrativa ya está aquí —informó el hombre.
Al ver a Don Gruñón, Caterine supo de inmediato que ni el ajo, ni el crucifijo habrían sido de mucha ayuda, ni siquiera un frasco entero de agua bendita podría exorcizar a aquel hombre de lo que sea que lo hubiera poseído.
Corleone hizo a un lado los papeles que estaba revisando y miró a Amadeo un instante antes desviar su atención hacia la persona que lo acompañaba. En cuanto vio a la mujer que estaba a su lado, lo primero que pensó fue que se trataba de una broma de mal gusto. Sin embargo, descartó la idea casi al instante. Conocía bien a Amadeo, y sabía que no era el tipo de persona que se prestaría para una broma semejante.
¿Qué probabilidad existía de que la misma mujer parlanchina que le había derramado el café encima fuera su nueva auxiliar? Probablemente ninguna y, aun así, allí estaba ella.
La mujer tuvo la osadía de sonreírle como si fueran viejos amigos. Aquel gesto lo descolocó por un momento, pero se las arregló para mantener la misma expresión indiferente de siempre.
A diferencia de lo ocurrido en la cafetería, esta vez Corleone se tomó su tiempo para evaluarla mejor, sin molestarse en disimular su escrutinio.
Nunca había visto a alguien que pareciera tan inadecuado para trabajar en la corte. Su cabello, una peculiar mezcla de violeta con algunos rayos rosados, resultaba imposible de ignorar. Y luego estaba su ropa… Un vestido blanco con estampado floral.
No, no había lugar a dudas de que ella estaba en el lugar equivocado.
—Ni hablar —declaró, regresando su atención a Amadeo.
Caterine se mordió el labio inferior para evitar decir lo que pasaba por su mente en ese momento.«Es tu jefe», se repitió mentalmente, pero no estaba segura de cuánto tiempo más esa frase lograría detenerla. Siempre había tenido la costumbre de decir lo que pensaba. Y cuando alguien actuaba como un imbécil, no dudaba en hacérselo saber.—Señorita… —dijo Don Gruñón, mirándola con una ceja arqueada, como esperara una respuesta inmediata.Caterine se preguntó si, después de darle su nombre, él le pediría que saltara o rodara por el suelo como un cachorro bien entrenado.Su aprecio por el hombre, si es que alguna vez había existido alguno, estaba disminuyendo en picada. Aunque al principio le había parecido bastante atractivo, eso ya era parte del pasado. En su mente solo quedaban ideas muy creativas sobre cómo acabar con su vida.Dado su carácter dudaba mucho que alguien lo extrañara.—¿Señorita? —insistió Corleone, su tono impaciente.—Estoy segura de que ya me presenté antes, pero no
Caterine cerró la puerta del despacho de Corleone con suavidad, aunque lo que realmente deseaba era darle un portazo tan fuerte que hiciera saltar a Corleone del susto. Aunque dudaba mucho que algo lograra asustar a un hombre como él.—Seguro que en la escuela los padres de sus compañeros usaban a Corleone para asustar a sus hijos —comentó con una pizca de sarcasmo—. “Si no te portas bien, vendrá Corleone por ti” —dijo, imitando una voz tétrica mientras movía los dedos frente a ella como una bruja sacada de una película de terror—. Probablemente funcionaba mejor que hablarles del l'uomo nero*.—¿Dijiste algo? —preguntó una voz detrás de ella.Caterine cerró los ojos y apretó los labios, maldiciendo en silencio su mala costumbre de expresar sus pensamientos en voz alta. Tomó una respiración profunda y se dio la vuelta, solo para encontrarse con Rosa. De inmediato, esbozó una sonrisa amplia, tratando de no verse culpable.—Nada —mintió, sin dejar de sonreír—. Absolutamente nada.Los lab
Caterine se inclinó sobre el mostrador de la cafetería, sus ojos recorrieron con deleite los postres perfectamente alineados tras el cristal. El estómago le rugió suavemente, y la boca se le hizo agua. No había mejor forma de empezar su día que con algo dulce.Era su primer día de trabajo en el tribunal, y la emoción se mezclaba con una pizca de nerviosismo. Para ella, el primer día marcaba el curso de lo que vendría después, y estaba decidida a que este inicio fuera perfecto.Caterine soltó un suspiro y una sonrisa se extendió por su rostro, mientras sus ojos se detenían en un delicioso sfogliatelle, cuya textura hojaldrada prometía ser tan crujiente como su aspecto. Casi podía imaginarse el sonido que haría cuando le diera el primer mordisco. Decidida, se acercó al hombre tras el mostrador e hizo su pedido.—Un sfogliatelle y un vaso mediano de Caramel Macchiato.El hombre ingresó su orden en su computadora, antes de pedirle a su ayudante que la preparara.Caterine se hizo a un lado