Caterine se mordió el labio inferior para evitar decir lo que pasaba por su mente en ese momento.
«Es tu jefe», se repitió mentalmente, pero no estaba segura de cuánto tiempo más esa frase lograría detenerla. Siempre había tenido la costumbre de decir lo que pensaba. Y cuando alguien actuaba como un imbécil, no dudaba en hacérselo saber.
—Señorita… —dijo Don Gruñón, mirándola con una ceja arqueada, como esperara una respuesta inmediata.
Caterine se preguntó si, después de darle su nombre, él le pediría que saltara o rodara por el suelo como un cachorro bien entrenado.
Su aprecio por el hombre, si es que alguna vez había existido alguno, estaba disminuyendo en picada. Aunque al principio le había parecido bastante atractivo, eso ya era parte del pasado. En su mente solo quedaban ideas muy creativas sobre cómo acabar con su vida.
Dado su carácter dudaba mucho que alguien lo extrañara.
—¿Señorita? —insistió Corleone, su tono impaciente.
—Estoy segura de que ya me presenté antes, pero no me sorprendería que no me hubiera estado escuchando —replicó ella, sin mostrar el menor indicio de intimidación ante la intensidad de su mirada. Su padre podía lanzar miradas mucho más aterradoras.
Corleone no pudo evitar concederle un punto a favor a la mujer. Tenía valor, eso era innegable. En el pasado más de una persona había salido corriendo por mucho menos, como si temieran que él fuera a devorarlos.
—Caterine —se presentó ella, con seguridad—. Caterine Vitale —continuó y avanzó hasta estar frente al escritorio de Corleone. Le extendió una mano, retándolo con la mirada y una sonrisa juguetona a no tomarla.
El juez no mostró ningún cambio en su expresión mientras tomaba su mano y le daba un apretón firme.
—Bueno, señorita Vitale —dijo Corleone, soltando la mano de Caterine—, ¿podría darme un momento a solas con Amadeo?
—Por supuesto, solo deme unos segundos—respondió ella con una sonrisa, girándose hacia Amadeo—. Estoy segura de que él le contará cómo derramé café sobre su traje hace menos de una hora, así que prefiero adelantarme yo. No fue a propósito, no tenía ningún motivo para hacerlo… al menos no en aquel momento. Me disculpé con el juez y ofrecí pagarle la tintorería, pero él se negó. Esa es toda la historia.
Amadeo apretó los labios, claramente esforzándose por mantener la seriedad, aunque la chispa en sus ojos traicionaba su esfuerzo.
—Ahora, si me disculpan —continuó Caterine—, estaré afuera, buscando otros puestos de trabajo. —Con la frente en alto, se dio la vuelta y salió del lugar.
Corleone la observó marcharse, frunciendo el ceño. No creía haber conocido a persona que hablara tanto como aquella extraña mujer. No había forma de que pudiera trabajar con ella, no sin perder la cordura antes de que terminara la semana. Y lo peor de todo: no creía que ordenarle que hablara menos fuera a funcionar. Tenía el presentimiento de que ella solo haría lo contrario, mientras le regalaba aquella sonrisa aparentemente inocente que parecía grabada en su rostro.
—Me agrada —dijo Amadeo, rompiendo el silencio.
—No es la indicada para el puesto —replicó Corleone, recostándose en su silla.
—¿Por qué no?
—Manejamos papeles confidenciales, así que se necesita a alguien discreto. No creo que ella sea capaz de guardar ningún secreto, no al ritmo que es capaz de hablar.
Amadeo soltó una risa que ocultó detrás de una tos y volvió a ponerse serio.
—Es capaz de hacerlo —aseveró el hombre—. Revisé su currículo. Se desempeñó muy bien en su último trabajo y nunca violó ninguna ley de confidencialidad. Si esa es tu única preocupación….
—No, solo es la primera de una lista —interrumpió Corleone—. Necesito a alguien capaz de hacer un trabajo decente, y no creo que la señorita Vitale, quien fue lo suficientemente distraída para derramar café sobre mí, sea apta para manejar papeles delicados.
—Se trató solo de un accidente —respondió Amadeo, sin inmutarse—. Además, tendrás que hacerte a la idea de que ella trabajará aquí. No tienes muchas opciones, después de que cuatro auxiliares renunciaran a su puesto porque no podían seguir trabajando contigo.
—Me hicieron un favor, no necesito gente incompetente aquí —replicó Corleone, con tono frío—. Me tomaba más tiempo tener que estarles repitiéndoles lo mismo una y otra vez. No estamos jugando aquí, tratamos con asuntos muy importantes. El error de la última estuvo cerca de costarle caro a una víctima real.
Amadeo levantó una ceja, sin perder la compostura.
—Bueno, la señorita Caterine es competente y tenemos suerte de que se presentara al puesto. Si la despides o ella renuncia, probablemente tendrás que hacerte cargo de la gestión de documentos.
Corleone sostuvo la mirada de Amadeo, pero este no retrocedió. A diferencia de muchos de los que trabajaban con él, Amadeo no salía corriendo al verlo acercarse, ni temblaba al dirigirse a él. Era por eso que él era un buen secretario y ambos formaban un gran equipo, aunque a veces su valentía resultara irritante.
—Está bien, pero si comete un solo error, la despediré en el acto.
Mientras discutían dentro, Caterine, afuera, trataba de mantener la compostura, actuando como si no le temiera a la posibilidad de ser despedida. Pero, en el fondo, sí lo hacía. Sería una verdadera decepción perder su trabajo en el primer día… o más bien, en las primeras horas.
Bueno, al menos no tendría que soportar a Don Gruñón a diario y lidiar con su mal carácter… Tal vez no era tan malo después de todo.
Soltó un suspiro y sintió cómo sus hombros se hundían por un momento, pero rápidamente recuperó la sonrisa y enderezó la espalda al ver que la puerta del despacho se abría.
—¿Estoy despedida? —preguntó, con una pizca de humor, al ver a Amadeo.
El secretario sonrió y sacudió la cabeza.
—Entra, por favor.
Caterine volvió a entrar en la oficina y se abstuvo de fingir un escalofrío. Estaba segura de que probablemente era solo su imaginación, pero esa oficina se sentía más fría que el resto del edificio. Su mirada se clavó en Corleone y asumió que tenía que aquella sensación tenía que ver con él.
—Amadeo, déjanos a solas —ordenó el juez—. Estoy seguro de que tienes que continuar con tu trabajo, yo me encargaré de explicarle sus funciones a la señorita Vitale.
—¿Eso quiere decir que no vas a despedirme? —preguntó, entusiasmada.
—No, al menos no todavía.
—Sabía que era demasiado bueno para ser verdad —musitó entre dientes.
El secretario la miró brevemente y luego dirigió una mirada a Don Gruñón, como si dudara de si era una buena idea dejarla a solas con el juez.
—Descuide, estaré bien —dijo Caterine con tono ligero, y con una sonrisa añadió—: Pero si no salgo de aquí para la hora del almuerzo, llame a la policía.
Amadeo esbozó una sonrisa antes de marcharse, dejando a Caterine a solas con Corleone. No dejó que eso la intimidara. Podía lidiar con aquel hombre.
Se giró hacia él, con una expresión despreocupada.
—Puede sentarse —indicó Corleone.
—¿Cómo está su pecho? —preguntó Caterine, mientras se acomodaba en la silla frente al escritorio de su nuevo jefe—. Espero no haberle provocado una quemadura —continuó—. Veo que lleva un traje diferente, o ha encontrado una forma muy eficaz de deshacerse de la mancha. Es difícil saberlo, porque el que lleva ahora luce justo igual al de antes. ¿Reconsideró mi oferta de llevar su traje a la tintorería?
Corleone tomó los papeles que estaban sobre su escritorio y retomó la lectura donde lo había dejado antes de que Amadeo y Caterine llegaran. Ya había perdido más tiempo del que debería.
—¿Me está ignorando? —preguntó ella, deteniéndose de golpe.
—¿Ha terminado de divagar? —respondió él sin levantar la vista.
—Sí.
Corleone percibió un leve rastro de molestia en su voz, lo que le pareció curioso. Había comenzado a pensar que siempre estaba de buen humor.
—Entonces, es hora de hablar de cosas importantes.
Caterine cerró la puerta del despacho de Corleone con suavidad, aunque lo que realmente deseaba era darle un portazo tan fuerte que hiciera saltar a Corleone del susto. Aunque dudaba mucho que algo lograra asustar a un hombre como él.—Seguro que en la escuela los padres de sus compañeros usaban a Corleone para asustar a sus hijos —comentó con una pizca de sarcasmo—. “Si no te portas bien, vendrá Corleone por ti” —dijo, imitando una voz tétrica mientras movía los dedos frente a ella como una bruja sacada de una película de terror—. Probablemente funcionaba mejor que hablarles del l'uomo nero*.—¿Dijiste algo? —preguntó una voz detrás de ella.Caterine cerró los ojos y apretó los labios, maldiciendo en silencio su mala costumbre de expresar sus pensamientos en voz alta. Tomó una respiración profunda y se dio la vuelta, solo para encontrarse con Rosa. De inmediato, esbozó una sonrisa amplia, tratando de no verse culpable.—Nada —mintió, sin dejar de sonreír—. Absolutamente nada.Los lab
Caterine se inclinó sobre el mostrador de la cafetería, sus ojos recorrieron con deleite los postres perfectamente alineados tras el cristal. El estómago le rugió suavemente, y la boca se le hizo agua. No había mejor forma de empezar su día que con algo dulce.Era su primer día de trabajo en el tribunal, y la emoción se mezclaba con una pizca de nerviosismo. Para ella, el primer día marcaba el curso de lo que vendría después, y estaba decidida a que este inicio fuera perfecto.Caterine soltó un suspiro y una sonrisa se extendió por su rostro, mientras sus ojos se detenían en un delicioso sfogliatelle, cuya textura hojaldrada prometía ser tan crujiente como su aspecto. Casi podía imaginarse el sonido que haría cuando le diera el primer mordisco. Decidida, se acercó al hombre tras el mostrador e hizo su pedido.—Un sfogliatelle y un vaso mediano de Caramel Macchiato.El hombre ingresó su orden en su computadora, antes de pedirle a su ayudante que la preparara.Caterine se hizo a un lado
Caterine se negó a permitir que aquel hombre arruinará su día, todavía convencida de que aquel día iba a ser perfecto. Recuperó su sonrisa, dejó el incidente en el pasado y salió de la cafetería.La corte estaba a solo una cuadra de distancia, así que no le tomó demasiado tiempo llegar hasta allí. De pie, frente a las imponentes puertas del edificio, se tomó unos segundos para contemplar su nuevo lugar de trabajo.Bajó la mirada para observar su atuendo y se alisó el vestido con las manos. Luego respiró profundo y, con un paso decidido, entró en el edificio. Una vez en el interior, su mirada recorrió el lugar por unos instantes antes de dirigirse al guardia de seguridad para pedir indicaciones—Buenos días —lo saludó, con una sonrisa amable—. Soy Caterine Vitale, la nueva auxiliar administrativa. ¿Dónde puedo encontrar al secretario Bianchi?—Señorita, buenos días —replicó el guardia—. El secretario me puso al tanto de que vendría. Solo tiene que continuar de frente, subir al tercer p