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Capítulo 3: Demasiado bueno

Caterine se mordió el labio inferior para evitar decir lo que pasaba por su mente en ese momento.

«Es tu jefe», se repitió mentalmente, pero no estaba segura de cuánto tiempo más esa frase lograría detenerla. Siempre había tenido la costumbre de decir lo que pensaba. Y cuando alguien actuaba como un imbécil, no dudaba en hacérselo saber.

—Señorita… —dijo Don Gruñón, mirándola con una ceja arqueada, como esperara una respuesta inmediata.

Caterine se preguntó si, después de darle su nombre, él le pediría que saltara o rodara por el suelo como un cachorro bien entrenado.

Su aprecio por el hombre, si es que alguna vez había existido alguno, estaba disminuyendo en picada. Aunque al principio le había parecido bastante atractivo, eso ya era parte del pasado. En su mente solo quedaban ideas muy creativas sobre cómo acabar con su vida.

Dado su carácter dudaba mucho que alguien lo extrañara.

—¿Señorita? —insistió Corleone, su tono impaciente.

—Estoy segura de que ya me presenté antes, pero no me sorprendería que no me hubiera estado escuchando —replicó ella, sin mostrar el menor indicio de intimidación ante la intensidad de su mirada. Su padre podía lanzar miradas mucho más aterradoras.

Corleone no pudo evitar concederle un punto a favor a la mujer. Tenía valor, eso era innegable. En el pasado más de una persona había salido corriendo por mucho menos, como si temieran que él fuera a devorarlos.

—Caterine —se presentó ella, con seguridad—. Caterine Vitale —continuó y avanzó hasta estar frente al escritorio de Corleone. Le extendió una mano, retándolo con la mirada y una sonrisa juguetona a no tomarla.

El juez no mostró ningún cambio en su expresión mientras tomaba su mano y le daba un apretón firme.

—Bueno, señorita Vitale —dijo Corleone, soltando la mano de Caterine—, ¿podría darme un momento a solas con Amadeo?

—Por supuesto, solo deme unos segundos—respondió ella con una sonrisa, girándose hacia Amadeo—. Estoy segura de que él le contará cómo derramé café sobre su traje hace menos de una hora, así que prefiero adelantarme yo. No fue a propósito, no tenía ningún motivo para hacerlo… al menos no en aquel momento. Me disculpé con el juez y ofrecí pagarle la tintorería, pero él se negó. Esa es toda la historia.

Amadeo apretó los labios, claramente esforzándose por mantener la seriedad, aunque la chispa en sus ojos traicionaba su esfuerzo.

—Ahora, si me disculpan —continuó Caterine—, estaré afuera, buscando otros puestos de trabajo. —Con la frente en alto, se dio la vuelta y salió del lugar.

Corleone la observó marcharse, frunciendo el ceño. No creía haber conocido a persona que hablara tanto como aquella extraña mujer. No había forma de que pudiera trabajar con ella, no sin perder la cordura antes de que terminara la semana. Y lo peor de todo: no creía que ordenarle que hablara menos fuera a funcionar. Tenía el presentimiento de que ella solo haría lo contrario, mientras le regalaba aquella sonrisa aparentemente inocente que parecía grabada en su rostro. 

—Me agrada —dijo Amadeo, rompiendo el silencio.

—No es la indicada para el puesto —replicó Corleone, recostándose en su silla.

—¿Por qué no?

—Manejamos papeles confidenciales, así que se necesita a alguien discreto. No creo que ella sea capaz de guardar ningún secreto, no al ritmo que es capaz de hablar.

Amadeo soltó una risa que ocultó detrás de una tos y volvió a ponerse serio.

—Es capaz de hacerlo —aseveró el hombre—. Revisé su currículo. Se desempeñó muy bien en su último trabajo y nunca violó ninguna ley de confidencialidad. Si esa es tu única preocupación….

—No, solo es la primera de una lista —interrumpió Corleone—. Necesito a alguien capaz de hacer un trabajo decente, y no creo que la señorita Vitale, quien fue lo suficientemente distraída para derramar café sobre mí, sea apta para manejar papeles delicados.

—Se trató solo de un accidente —respondió Amadeo, sin inmutarse—. Además, tendrás que hacerte a la idea de que ella trabajará aquí. No tienes muchas opciones, después de que cuatro auxiliares renunciaran a su puesto porque no podían seguir trabajando contigo.

—Me hicieron un favor, no necesito gente incompetente aquí —replicó Corleone, con tono frío—. Me tomaba más tiempo tener que estarles repitiéndoles lo mismo una y otra vez. No estamos jugando aquí, tratamos con asuntos muy importantes. El error de la última estuvo cerca de costarle caro a una víctima real.

Amadeo levantó una ceja, sin perder la compostura.

—Bueno, la señorita Caterine es competente y tenemos suerte de que se presentara al puesto. Si la despides o ella renuncia, probablemente tendrás que hacerte cargo de la gestión de documentos.

Corleone sostuvo la mirada de Amadeo, pero este no retrocedió. A diferencia de muchos de los que trabajaban con él, Amadeo no salía corriendo al verlo acercarse, ni temblaba al dirigirse a él. Era por eso que él era un buen secretario y ambos formaban un gran equipo, aunque a veces su valentía resultara irritante.

—Está bien, pero si comete un solo error, la despediré en el acto.

Mientras discutían dentro, Caterine, afuera, trataba de mantener la compostura, actuando como si no le temiera a la posibilidad de ser despedida. Pero, en el fondo, sí lo hacía. Sería una verdadera decepción perder su trabajo en el primer día… o más bien, en las primeras horas.

Bueno, al menos no tendría que soportar a Don Gruñón a diario y lidiar con su mal carácter… Tal vez no era tan malo después de todo.

Soltó un suspiro y sintió cómo sus hombros se hundían por un momento, pero rápidamente recuperó la sonrisa y enderezó la espalda al ver que la puerta del despacho se abría.

—¿Estoy despedida? —preguntó, con una pizca de humor, al ver a Amadeo.

El secretario sonrió y sacudió la cabeza.

—Entra, por favor.

Caterine volvió a entrar en la oficina y se abstuvo de fingir un escalofrío. Estaba segura de que probablemente era solo su imaginación, pero esa oficina se sentía más fría que el resto del edificio. Su mirada se clavó en Corleone y asumió que tenía que aquella sensación tenía que ver con él.

—Amadeo, déjanos a solas —ordenó el juez—. Estoy seguro de que tienes que continuar con tu trabajo, yo me encargaré de explicarle sus funciones a la señorita Vitale.

—¿Eso quiere decir que no vas a despedirme? —preguntó, entusiasmada.

—No, al menos no todavía.

—Sabía que era demasiado bueno para ser verdad —musitó entre dientes.

El secretario la miró brevemente y luego dirigió una mirada a Don Gruñón, como si dudara de si era una buena idea dejarla a solas con el juez.

—Descuide, estaré bien —dijo Caterine con tono ligero, y con una sonrisa añadió—: Pero si no salgo de aquí para la hora del almuerzo, llame a la policía.

Amadeo esbozó una sonrisa antes de marcharse, dejando a Caterine a solas con Corleone. No dejó que eso la intimidara. Podía lidiar con aquel hombre.

Se giró hacia él, con una expresión despreocupada.

—Puede sentarse —indicó Corleone.

—¿Cómo está su pecho? —preguntó Caterine, mientras se acomodaba en la silla frente al escritorio de su nuevo jefe—. Espero no haberle provocado una quemadura —continuó—. Veo que lleva un traje diferente, o ha encontrado una forma muy eficaz de deshacerse de la mancha. Es difícil saberlo, porque el que lleva ahora luce justo igual al de antes. ¿Reconsideró mi oferta de llevar su traje a la tintorería?

Corleone tomó los papeles que estaban sobre su escritorio y retomó la lectura donde lo había dejado antes de que Amadeo y Caterine llegaran. Ya había perdido más tiempo del que debería.

—¿Me está ignorando? —preguntó ella, deteniéndose de golpe.

—¿Ha terminado de divagar? —respondió él sin levantar la vista.

—Sí.

Corleone percibió un leve rastro de molestia en su voz, lo que le pareció curioso. Había comenzado a pensar que siempre estaba de buen humor.  

—Entonces, es hora de hablar de cosas importantes. 

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