Caterine cerró la puerta del despacho de Corleone con suavidad, aunque lo que realmente deseaba era darle un portazo tan fuerte que hiciera saltar a Corleone del susto. Aunque dudaba mucho que algo lograra asustar a un hombre como él.
—Seguro que en la escuela los padres de sus compañeros usaban a Corleone para asustar a sus hijos —comentó con una pizca de sarcasmo—. “Si no te portas bien, vendrá Corleone por ti” —dijo, imitando una voz tétrica mientras movía los dedos frente a ella como una bruja sacada de una película de terror—. Probablemente funcionaba mejor que hablarles del l'uomo nero*.
—¿Dijiste algo? —preguntó una voz detrás de ella.
Caterine cerró los ojos y apretó los labios, maldiciendo en silencio su mala costumbre de expresar sus pensamientos en voz alta. Tomó una respiración profunda y se dio la vuelta, solo para encontrarse con Rosa. De inmediato, esbozó una sonrisa amplia, tratando de no verse culpable.
—Nada —mintió, sin dejar de sonreír—. Absolutamente nada.
Los labios de Rosa se arquearon en una sonrisa tenue. Caterine dedujo que ella no le había creído. Después de todo, había expresado sus pensamientos lo suficientemente alto para que cualquiera que pasara cerca la escuchara.
—¿Necesitas algo? —preguntó Caterine, cambiando de tema.
—De hecho, sí. Amadeo me pidió que te eche una mano hasta que te acostumbres —respondió Rosa, dándose la vuelta para empezar a caminar por el pasillo.
Caterine no tardó en alcanzarla y caminar junto a ella.
—¿Ya te dieron acceso a la página web del juzgado? —preguntó la mujer.
—Sí, me enviaron todas mis credenciales ayer, junto con un video tutorial.
—¿Tienes alguna pregunta al respecto?
—Creo que lo entendí todo.
—Eso es bueno, nos ahorrará tiempo —dijo Rosa, sonando bastante aliviada—. El papeleo se ha ido acumulando en la última semana. Me encargué de los documentos que eran urgentes, mientras relegaba los demás. Hay algunos expedientes sobre tu escritorio. Encárgate de escanearlos y subirlos al sistema de archivos digitales.
—Por supuesto.
—Asegúrate de revisar que cada uno de los documentos sean legibles y estén completos. Y, una vez en digital, asígnalos a la carpeta digital a la que corresponden. —Rosa se detuvo y se giró hacia ella—. Un consejo, procura revisar muy bien cada uno de los documentos cuando los estés archivando, el juez no soporta los errores.
—Él me lo dejó bastante claro.
—No es un mal tipo, solo se toma su trabajo en serio.
Asintió, aunque no estaba convencida de pensar igual que ella. Hasta ese momento, Don Gruñón no le había dado ni una sola razón para creer que había un corazón latiendo en su gélido ser.
—Al principio, puede que todo esto del papeleo sea abrumador —continuó Rosa, con tono tranquilizador—, pero una vez te acostumbres, lo harás con los ojos cerrados. —Rosa se detuvo y señaló un escritorio cercano—. Este de aquí es el tuyo. Yo estaré justo por allá —dijo, apuntando a otro escritorio a unos metros—. Y la sala de impresiones está al fondo —agregó, señalando hacia el lado opuesto.
—Gracias —respondió Caterine.
—Si tienes algún problema con la página web, no dudes en contactar a los técnicos informáticos. Los anexos telefónicos están en tu computadora. Suerte —terminó la mujer, guiñándole un ojo, antes de alejarse.
Caterine observó a Rosa por un momento mientras se alejaba.
—Es un alivio saber que Corleone parece ser el único amargado por aquí —musitó.
Rosa parecía una mujer agradable, y ya intuía que ambas trabajarían muy bien juntas.
Rosa parecía una mujer agradable, y ya intuía que ambas trabajarían muy bien juntas.
Caterine se giró hacia su escritorio, soltando un suspiro al ver la pila de documentos que se había acumulado sobre él.
—Bueno, será mejor que me ponga a esto —se dijo en voz baja.
Se inclinó hacia adelante y tomó apenas una cuarta parte de los documentos en sus brazos. Luego se dirigió con ellos hacia la sala de copias. Sabía que tenía mucho trabajo por delante y no podía permitirse perder tiempo. Mientras caminaba, se concentró en sus pasos, asegurándose de no tropezar. No creía que caerse y derramar todos los archivadores en el suelo fuera una buena manera de cambiar la opinión de su jefe sobre ella.
El incidente con el café no había sido más que uno de los muchos accidentes en su larga lista. Los accidentes la perseguían a donde fuera. Podría intentar dar cientos de explicaciones, pero todas se resumían en una sola palabra: torpeza.
Era difícil contar todas las veces que se había golpeado contra algo por no mirar demasiado bien por donde iba o aquellas en las que sus pies habían conspirado contra ella, llevándola a tropezarse. Por eso casi nunca se atrevía a usar tacones. En su lugar, había acumulado una vasta colección de botines de tacón bajo y zapatillas, que eran seguras y como bono extra eran sorprendentemente cómodos.
A lo largo de los años, había aprendido a prestar atención a su entorno, pero esa mañana, distraída por la emoción de comenzar un nuevo trabajo, se había descuidado. Pero era buena en lo que hacía y estaba dispuesta a demostrárselo a Don Gruñón.
—Odio a la gente incompetente —susurró, imitando la voz áspera y autoritaria de su jefe mientras recordaba la pequeña charla “motivacional” que él le había dado antes de explicarle sus funciones. Corleone, por supuesto, no había dudado en advertirle que la despediría ante el más mínimo error.
—Sin presiones, ¿verdad? —había soltado en tono sarcástico, quién continuó hablando como si ella no hubiera dicho nada.
Caterine entró en la sala de copias y dejó los papeles sobre una de las mesas antes de comenzar a trabajar. Si había algo que se le daba bien, era ordenar y clasificar. Era casi terapéutico ver cómo todo iba tomando forma. De hecho, esa habilidad fue la que la había llevado a convertirse en secretaria.
Comenzó en la empresa de su padre mientras se tomaba un año sabático para decidir qué estudiar. Nunca se había sentido tan perdida como entonces. Nada parecía interesarle lo suficiente, y tampoco se sentía especialmente buena en algo en particular, no como su hermana mayor, incluso la menor, que aún estaba en la secundaria por aquel entonces, parecía saber qué carrera iba a estudiar.
Caterine había comenzado a trabajar en cafeterías. Aunque provenía de una familia de dinero, sus padres les habían enseñado a ella y a sus hermanas a valerse por sí mismas. Su innata torpeza, sin embargo, hizo que no durara demasiado en ninguna de ellas. Fue entonces cuando su padre le sugirió que trabajara con él, y ella la oferta con la condición de no recibir ningún trato especial.
Su padre la había asignado como ayudante en la oficina de archivos. Resultó que no era tan mala para todo y que aparentemente su padre sabía mucho mejor que ella en lo que era buena porque le fue bastante bien. Era curioso cómo, a pesar de la forma algo desordenada en que su mente trabajaba en ocasiones, podía ser extremadamente práctica y eficiente cuando se lo proponía.
A partir de ahí, hizo un curso técnico en Administración y Gestión. Trabajó para su papá mientras estudiaba y luego decidió abrirse espacio en otras áreas, siempre a la busca de nuevos desafíos.
***
Corleone salió de su despacho y, al pasar frente a la secretaría judicial, su mirada se desvió hacia el escritorio de la nueva auxiliar administrativa. La encontró sentada detrás de su ordenador, mirando la pantalla con el ceño fruncido.
Amadeo le había informado hacía menos de una hora que su desempeño había sido muy bueno.
Corleone la observó mientras ella esbozaba una leve sonrisa y estiraba los brazos al aire, claramente buscando relajarse. Su mirada recorrió su cuerpo de manera involuntaria, apreciándola más de lo que debería. Sin embargo, rápidamente recuperó el sentido común y desvió la mirada hacia el frente. No era un pervertido, y además, ella no era su tipo de mujer.
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*l'uomo nero: El hombre negro, equivalente al "coco" en muchos sentidos, también conocido como Cuco, Cucuy o Cuculelé
Caterine se inclinó sobre el mostrador de la cafetería, sus ojos recorrieron con deleite los postres perfectamente alineados tras el cristal. El estómago le rugió suavemente, y la boca se le hizo agua. No había mejor forma de empezar su día que con algo dulce.Era su primer día de trabajo en el tribunal, y la emoción se mezclaba con una pizca de nerviosismo. Para ella, el primer día marcaba el curso de lo que vendría después, y estaba decidida a que este inicio fuera perfecto.Caterine soltó un suspiro y una sonrisa se extendió por su rostro, mientras sus ojos se detenían en un delicioso sfogliatelle, cuya textura hojaldrada prometía ser tan crujiente como su aspecto. Casi podía imaginarse el sonido que haría cuando le diera el primer mordisco. Decidida, se acercó al hombre tras el mostrador e hizo su pedido.—Un sfogliatelle y un vaso mediano de Caramel Macchiato.El hombre ingresó su orden en su computadora, antes de pedirle a su ayudante que la preparara.Caterine se hizo a un lado
Caterine se negó a permitir que aquel hombre arruinará su día, todavía convencida de que aquel día iba a ser perfecto. Recuperó su sonrisa, dejó el incidente en el pasado y salió de la cafetería.La corte estaba a solo una cuadra de distancia, así que no le tomó demasiado tiempo llegar hasta allí. De pie, frente a las imponentes puertas del edificio, se tomó unos segundos para contemplar su nuevo lugar de trabajo.Bajó la mirada para observar su atuendo y se alisó el vestido con las manos. Luego respiró profundo y, con un paso decidido, entró en el edificio. Una vez en el interior, su mirada recorrió el lugar por unos instantes antes de dirigirse al guardia de seguridad para pedir indicaciones—Buenos días —lo saludó, con una sonrisa amable—. Soy Caterine Vitale, la nueva auxiliar administrativa. ¿Dónde puedo encontrar al secretario Bianchi?—Señorita, buenos días —replicó el guardia—. El secretario me puso al tanto de que vendría. Solo tiene que continuar de frente, subir al tercer p
Caterine se mordió el labio inferior para evitar decir lo que pasaba por su mente en ese momento.«Es tu jefe», se repitió mentalmente, pero no estaba segura de cuánto tiempo más esa frase lograría detenerla. Siempre había tenido la costumbre de decir lo que pensaba. Y cuando alguien actuaba como un imbécil, no dudaba en hacérselo saber.—Señorita… —dijo Don Gruñón, mirándola con una ceja arqueada, como esperara una respuesta inmediata.Caterine se preguntó si, después de darle su nombre, él le pediría que saltara o rodara por el suelo como un cachorro bien entrenado.Su aprecio por el hombre, si es que alguna vez había existido alguno, estaba disminuyendo en picada. Aunque al principio le había parecido bastante atractivo, eso ya era parte del pasado. En su mente solo quedaban ideas muy creativas sobre cómo acabar con su vida.Dado su carácter dudaba mucho que alguien lo extrañara.—¿Señorita? —insistió Corleone, su tono impaciente.—Estoy segura de que ya me presenté antes, pero no