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Capítulo 5: La justicia apesta

Corleone dictó la sentencia sin dejar traslucir ninguna emoción, aunque en el fondo no estaba de acuerdo con ella. Estaba convencido de que la culpabilidad del acusado. Bastaba con observar su mirada cargada de odio y sadismo o la sonrisa vacía que nunca llegaba a sus ojos. Ni siquiera el falso llanto que había desplegado al rendir su testimonio, lo había logrado convencer de lo contrario.

Sin embargo, por evidente que su culpabilidad fuera para él, no bastaba para castigarlo. El abogado de la víctima no había presentado pruebas sólidas, y la víctima no podía recordar todo lo sucedido la noche que había sido atacada en aquel callejón de camino a su casa. Para el abogado del acusado había sido tan fácil poner en duda el testimonio de la mujer.   

Corleone esperaba que el caso volviera a su sala, esta vez con la evidencia necesaria para poder castigar al culpable. Aunque sabía que la probabilidad no era alta. Muchas víctimas abandonaban la lucha al no obtener la justicia que esperaban.

Casos como aquel a veces lo hacía dudar del sistema del que era parte. Pero también entendía que, por imperfecto que fuera, sin ese sistema habría caos en la sociedad.

Con un golpe firme de su mazo contra la mesa, marcó el final del proceso. Se puso de pie, mientras los ecos de las celebraciones triunfantes del acusado y las protestas contenidas de la contraparte se mezclaban.

Recogió sus papeles y comenzó a caminar hacia la salida cuando el acusado se le acercó, con una sonrisa que rayaba en la provocación y una mano extendida hacia él.

—Muchas gracias por hacer justicia.

Corleone tenía muchas cosas que decir, pero como juez sabía que lo mejor que podía hacer era guardar silencio. Observó la mano extendida del acusado durante un segundo eterno antes de dedicarle una mirada helada, más cortante que cualquier réplica verbal. Luego, sin detenerse, siguió su camino y desapareció tras la pequeña puerta junto al estrado.

Cuando había avanzado casi la mitad del camino, apareció Caterine como un relámpago. Contra todo pronóstico, después de cinco días trabajando para él, ella seguía allí, cada día con un traje más llamativo que el anterior. Sin embargo, en esa ocasión ella no mostraba la típica sonrisa entusiasta que a veces podía ser bastante irritante.

—¿Cómo pudiste dejarlo libre?

Corleone se sorprendió ante el atrevimiento de aquella pequeña mujer al pedirle explicaciones sobre sus decisiones, como si él le debiera algo.

—Tenga cuidado con cómo se dirige a mí —advirtió. Debió suponer que esa amenaza no bastaría para silenciar a Caterine. Nada de lo que le dijera parecía intimidarla, ella continuaba desafiándolo cada vez que estaban en una misma habitación, empujando sus límites.

—Es evidente que era culpable —dijo Caterine, alzando un poco la voz, como si esperara que él estuviera de acuerdo con ella—. El imbécil le dedicó un guiño a la víctima, mientras sonreía victorioso. Debería estar camino a una jaula en este momento, donde pertenece, no de regreso a su casa.

Corleone se detuvo tan abruptamente que Caterine, que había estado siguiéndolo de cerca, dio un par de pasos más antes de detenerse también.

El pasillo quedó en silencio. Corleone sostuvo la mirada de Caterine con una mirada tan afilada que cualquier otro en su lugar habría retrocedido, pero, por supuesto, ella solo levantó la barbilla, desafiante.

—Voy a aconsejarle que se guarde sus comentarios para cuando esté en privado —advirtió Corleone, con tono firme—. No estamos aquí para hacer conjeturas, sino para hacer justicia.

—Bueno, la justicia apesta, si personas como ese tipo quedan libres después de lo que hicieron —respondió Caterine, su voz cargada de frustración.

—Si él es realmente culpable, el abogado de la víctima tendrá que encontrar las pruebas suficientes para probarlo.

—¿Y si no lo hace?

Corleone se tomó un instante antes de contestar.  

—Hay personas que no pueden evitar cometer los mismos errores —dijo y empezó a caminar de nuevo dejando a Caterine atrás—. Espero verlo otra vez en mi corte —añadió en voz baja. Solo esperaba que, para entonces, el acusado no hubiera hecho daño a nadie más.

El peso de saber que habías dejado a un criminal libre, solo para que atacara nuevamente, no era algo que el tiempo o la experiencia pudieran hacer más fácil de lidiar.

Caterine corrió tras él y pronto lo alcanzó. El resto del camino hacia la secretaría lo hicieron en silencio, aunque Corleone casi podía oír los pensamientos de descontento de Caterine

Cuando llegaron a la puerta de la secretaría, Corleone se detuvo.

—Tampoco me gusta el resultado de este juicio —confesó, sin mirarla, sorprendido de sí mismo por compartir sus emociones con Caterine—. Sin embargo, no puedo ir en contra de la presunción de inocencia de una persona.

Sin decir más, Corleone entró en la secretaria y continuó de largo hacia su despacho.

Caterine se quedó en el mismo lugar, observándolo mientras se alejaba. Se preguntó si, después de todo, Don Gruñón sí tenía un corazón. Había un peso real en sus palabras al soltar aquella confesión, como si su decisión le hubiera afectado más de lo que había dejado entrever.

Caterine soltó un suspiro y se dirigió hacia su escritorio. Aún quedaba una hora antes de que terminara su jornada laboral y tenía mucho por hacer. El juicio le había quitado algo de tiempo.

Normalmente, la presencia de alguna de las auxiliares administrativas no era requerida en los juicios, pero esa vez el secretario había solicitado su asistencia. Esperaba no tener que ir a otro en mucho tiempo, o tal vez nunca más. La próxima vez, podría ceder a sus impulsos y lanzarse sobre el acusado para borrarle la sonrisa estúpida de un golpe. Necesitaba averiguar cuál era el castigo para un crimen como ese… solo por si acaso.

Una hora después, Caterine se levantó de su escritorio y se acercó a Rosa, que también se alistaba para marcharse.

—Estoy muerta —se quejó la mujer, cubriendo un bostezo detrás de su mano.

—Ni lo digas. Es una suerte que mañana sea fin de semana, planeo dormir hasta tarde.

Las dos abandonaron el lugar mientras Caterine le hablaba del caso al que había asistido. Rosa escuchaba con atención, igual de furiosa que ella.

—Esos casos son los que menos me gustan —expresó Rosa—. No me gustaría estar en el lugar del juez. No entiendo cómo es capaz de lidiar con toda la carga que proviene de veredictos como ese. —Soltó un suspiro—. No solo porque la víctima probablemente lo odie por ello, sino también porque no debe ser nada fácil ver cómo un criminal sale libre y saber que, de alguna manera, tuviste que ver con ello.

Caterine se quedó en silencio, reflexionando sobre las palabras de Rosa. Se arrepintió por haber acusado a Corleone de dejar al culpable libre, también experimentó una punzada de compasión por él. En realidad, Rosa tenía razón y al igual que ella tampoco tendría la fuerza para lidiar con una responsabilidad como esa.

Después de despedirse de Rosa en la puerta fue a por su coche y condujo hasta casa. Cuando llegó, su hermana menor, Gemma, estaba en la sala principal viendo una película. Ambas seguían viviendo con sus padres, lo que hacía más que feliz a su padre.

Caterine se dejó caer en el sofá con un fuerte suspiro y se robó un gran puñado de palomitas de maíz del bol que tenía su hermana sobre las piernas.

—¿Un día largo? —preguntó Gemma, mirando a su hermana por un momento antes de regresar su atención a la pantalla.

—Algo así. Este trabajo no es como los otros que he tenido en el pasado. Antes solo me encargaba de las funciones administrativas; bueno, sigo haciendo casi lo mismo, pero ya no se trata de cosas impersonales. —Hizo una pausa—. Ahora trato con casos de personas reales. Y cuando echas un vistazo a un expediente, no puedes evitar sentir frustración cuando ves que las cosas no terminan como deberían.

—Entiendo lo que dices.

Su hermana, que estaba en su último año de psicología y estaba haciendo sus prácticas tratando a víctimas con estrés post traumático, probablemente ya había visto muchas situaciones difíciles.

—¿Y cómo van las cosas con el juez?

—Difícil saberlo. Sigo esperando conocer al buen hombre del que todos hablan —dijo, aunque no pudo evitar pensar que quizás esa tarde había tenido un pequeño vistazo de él—. O que se decida a despedirme por hablar de más —terminó, recordando el encuentro en el pasillo. No habría podido culparlo si lo hubiera hecho en ese momento. Se había excedido, y Caterine sabía que le debía unas disculpas por ello.

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