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Objeción: Te amo
Objeción: Te amo
Por: Joana Guzman
Capítulo 1: Don Gruñón

Caterine se inclinó sobre el mostrador de la cafetería, sus ojos recorrieron con deleite los postres perfectamente alineados tras el cristal. El estómago le rugió suavemente, y la boca se le hizo agua. No había mejor forma de empezar su día que con algo dulce.

Era su primer día de trabajo en el tribunal, y la emoción se mezclaba con una pizca de nerviosismo. Para ella, el primer día marcaba el curso de lo que vendría después, y estaba decidida a que este inicio fuera perfecto.

Caterine soltó un suspiro y una sonrisa se extendió por su rostro, mientras sus ojos se detenían en un delicioso sfogliatelle, cuya textura hojaldrada prometía ser tan crujiente como su aspecto. Casi podía imaginarse el sonido que haría cuando le diera el primer mordisco. Decidida, se acercó al hombre tras el mostrador e hizo su pedido.

—Un sfogliatelle y un vaso mediano de Caramel Macchiato.

El hombre ingresó su orden en su computadora, antes de pedirle a su ayudante que la preparara.

Caterine se hizo a un lado, dejando espacio para otros clientes, y aprovechó los minutos de espera para revisar su celular. Notó que sus hermanas le habían enviado mensajes deseándole suerte en su primer día de trabajo. Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras respondía, acompañando sus mensajes de emojis entusiastas.  

Acababa de enviar el mensaje a su hermana menor cuando escuchó su nombre. Se acercó al mostrador y recibió su pedido. Luego se dio la vuelta, avanzó unos pasos y se detuvo. Sin pensarlo, acercó el vaso de su bebida a su nariz y aspiró profundamente. Cerró los ojos por un momento, dejando que el aroma intenso del café, mezclado con el dulce toque de caramelo, la envolviera.

—Definitivamente, no hay nada mejor que esto —susurró y abrió los ojos, dispuesta a salir de allí.

Caterine retomó su andar, con el café en una mano y la bolsa de papel del sfogliatelle en la otra, pero no llegó muy lejos. Una persona, que parecía haber salido de la nada, se atravesó en su camino y ella no logró parar a tiempo y tampoco esquivarlo.

El impacto bastó para que su agarre sobre el vaso se aflojara e inclinara hacia adelante. La tapa, que supuestamente debía proteger su preciada bebida, se soltó con demasiada facilidad, y en cuestión de segundos, una gran cantidad del líquido se derramó. Caterine observó, horrorizada y sin poder hacer nada, cómo su café empapaba el elegante traje oscuro de la inesperada víctima.

—Qué desperdicio —se lamentó en un susurro, incapaz de alejar la mirada de la mancha de café.  

—¡Maldición!

La ronca y grave voz la devolvió de golpe a la realidad. Caterine levantó la cabeza, tan rápido, que un leve dolor se instaló en su nuca, pero apenas lo notó. De hecho, cualquier pensamiento racional se evaporó al ver al espécimen que tenía delante de ella.

Era un hombre atractivo. Tenía una mandíbula fuerte y definida, que parecía esculpida para intimidar. Los labios perfectos, no demasiado gruesos ni tampoco muy delgados. Caterine no pudo evitar imaginar que tenían el sabor de un whisky caro, robusto, pero con un toque dulce muy ligero. Su nariz era respingada y gruesa.

—Madre mía —susurró, sin dejar de observarlo.

Entonces, sus ojos se encontraron con los de él, enmarcados por unas cejas gruesas. Sus ojos eran oscuros como el café más fuerte. Caterine sintió un escalofrío recorrer su espalda al ver que estos parecían mirarla con desprecio.

Corleone se preguntó si acaso la mujer frente a él estaba teniendo algún tipo de crisis silenciosa. Ella seguía allí, inmóvil, como una completa idiota desde que le derramó su maldito vaso de café sobre la ropa.

—¿Alguna vez sonríes? —preguntó de pronto la mujer.

Corleone sintió la tentación de soltar un suspiro de frustración. Aquello debía ser una jodida broma y no tenía tiempo para eso.

Caterine casi se dio un golpe en la frente por la estupidez que acababa de escapar de sus labios. Definitivamente, tenía las neuronas fritas. Solo ella podía hacer una pregunta como aquella en medio de una situación tan tensa.

Caterine, arrepentida, colocó su vaso medio vacío en su otra mano y se acercó a limpiar el traje del tipo rápidamente con un pañuelo de papel que consiguió de su cartera. Algo que debería haber hecho hace un buen rato, en lugar de quedarse embobada mirándolo.

—Lo siento mucho, esto no era mi intención —dijo, frotando el traje desesperada.

—Alto —ordenó él, pero Caterine continuó.

—Es una suerte que no me guste el café tan caliente o esto podría haberte dejado una quemadura muy grave —comentó, sin detenerse a respirar—. No te quemó ¿verdad?

Corleone ya comenzaba a sentir dolor de cabeza. La extraña mujer había pasado de no decir nada a hablar a una velocidad vertiginosa.

—Alto —repitió, aún sin alzar la voz, pero con un tono lo suficientemente severo como para que ella entendiera el mensaje esta vez.

Caterine se detuvo en el acto y lo miró, atónita.  

—Hazte a un lado —ordenó Corleone, sin importarle si había herido los sentimientos de la mujer.

Caterine obedeció, aunque en lugar de eso le habría gustado decirle algo sobre sus aborrecibles modales. Podía entender que estuviera molesto por lo que había sucedido, pero eso no justificaba que fuera tan rudo. Había sido un accidente y ella se había disculpado por ello.

«Imbécil», lo insultó en silencio.  

Se quedó observando al tipo, mientras este se acercaba al mostrador. Caterine lo escuchó pedir un espresso. Una elección demasiado predecible. De algún lado debía sacar toda esa amargura que cargaba.

—No le vendría nada mal algo más dulce —susurró.

En cuanto el hombre recibió su café se dio la vuelta y parecía listo para marcharse. Caterine se mordió el labio inferior, indecisa, mientras permanecía con los pies clavados al suelo. La tentación de dejarlo marcharse y olvidarse del incidente como si nunca hubiera sucedido era enorme, pero al final, la vocecita en su cabeza, la que curiosamente tenía la voz de su padre, la convenció de hacer lo correcto.

Con determinación se apresuró a alcanzar al hombre y se interpuso en su camino hacia la salida. Sin embargo, no anticipó que él no la vería a tiempo, y tuvo que dar un par de pasos hacia atrás apresurada al darse cuenta de que estaban a punto de chocar nuevamente.

Corleone bajó la mirada hacia la mujer con lentitud, mientras su mente trataba de procesar lo que estaba sucediendo. En serio esperaba que ya hubiera desaparecido. Sin embargo, parecía que no era su día de suerte. Allí seguía ella, con esa enorme e imperturbable sonrisa.

Caterine, atrapada por la intensidad de su mirada, notó por primera vez la diferencia de tamaño que existía entre ellos. Por un momento se sintió intimidada, pero no dejó que eso la acobardara. Había tumbado a hombres igual de grandes que él en el pasado y seguro podía hacer lo mismo con él, si llegaba a ser necesario.  

—Me gustaría pagar la tintorería —se ofreció, mirando la mancha en el impecable traje.

—No es necesario.

Caterine rodó los ojos y levantó la mirada para confrontarlo.

—¿Estás molesto porque te manché el traje o es que siempre eres así de gruñón? —soltó antes de darse cuenta—. Lo siento, no era mi intención decir eso. Soy Caterine, por cierto ——añadió, tendiéndole la mano con una sonrisa algo forzada, esperando suavizar el momento.

El hombre ni siquiera miró su mano.

—Como sea, pagaré la tintorería —continuó, dejando caer su mano al ver que él no iba a tomarla—. Fue mi culpa y es lo menos que puedo hacer. Solo dime el costo y te lo daré ahora. Y como compensación extra te daré mi postre. —Estuvo tentada a añadir "Se ve que lo necesitas", pero se lo guardó.

El hombre siguió mirándola con la misma expresión imperturbable, y luego, sin decir una palabra, la rodeó y se alejó de ella como si ni siquiera estuviera allí.

Caterine soltó un resoplido y bajó la mirada hacia los restos de su café. Quería pedir otro, pero el incidente con Don Gruñón le había quitado bastante tiempo. Su mirada cambió a la bolsa de papel y sonrió. Al menos aún lo tenía.

Si el hombre hubiera sabido lo que significaba para ella el estar dispuesta a renunciar a su preciado postre por él, probablemente no se habría tomado tan a la ligera su ofrecimiento. Bueno, se lo había perdido.

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