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Una semana había pasado desde lo ocurrido y Samuel aún no despertaba. Yo moría de angustia cada vez que alguien entraba a mi habitación; de inmediato pensaba lo peor, pero me tranquilizaba cuando me decían que Samuel estaba un poco mejor. Esa tarde entré a la habitación donde estaba Samuel. La habitación estaba en penumbras y se sentía tan fría. Fui a las cortinas y las abrí. Cuando volví a verlo, pude notar su piel aún más pálida que de costumbre. Me acerqué a él y miré su rostro. Estaba considerablemente delgado, tenía unas manchas oscuras debajo de sus ojos, y sus labios se habían vuelto pálidos. Me arrodillé frente a la cama y puse mi cabeza en su pecho; quería escuchar su corazón, necesitaba saber que él aún estaba conmigo.

— Despierta, por favor —le supliqué.

La puerta de la habitación se abrió y entró mi madre. Ella me miró y caminó lentamente hacia mí; después, me ayudó a ponerme en pie.

— No deberías estar aquí —me regañó.

Pero, ¿qué quería que hiciera? La incertidumbre me es
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